lunes, 2 de julio de 2012

19.LOS OTROS CAMINOS


Capítulo 19. LOS OTROS CAMINOS

Sin embargo, en el movimiento obrero existían otros caminos, y no sólo en el movimiento socialista y comunista; había otras tendencias, otras culturas. Y, sobre todo, otras experiencias que –aunque fueron derrotadas entre las dos guerras mundiales-- pudieron ofrecer preciosos esbozos y estímulos a una búsqueda para sacar del impasse a las fuerzas reformadoras en el que se encontraban sobre cuestión de la autorrealización de la persona en el trabajo y por los escombros que dejó tras de si la idolatría estatalista de la política. 

El primer nombre que nos viene a la cabeza en el ala radical del movimiento socialdemócrata es el de Rosa Luxemburgo con su intransigente anti lassallianismo que la llevará a combatir, durante toda su existencia, la “revolución por arriba”, contra el “socialismo de los decretos” (116), y contra la sustitución en las funciones de gobierno de las viejas clases dominantes por parte de los “delegados de la clase obrera” que deja intactos –ante todo, en los centros de trabajo— el “espíritu esclavista de disciplina” y la restricción de los derechos individuales (117).

Incluso su concepción de la “huelga general”, “como el arma más potente de la lucha política por los derechos políticos (y como precondición de cualquier proceso transformador), por unilateral y provocadoramente esquemática que fuese, expresaba su preocupación constante por “soldar la espontaneidad con la organización” y construir siempre, sobre las necesidades y las reivindicaciones cotidianas específicas de los trabajadores, un movimiento reformador con un sentido socialista (118). 

“Trabajar desde abajo”, como justamente subrayaba Oskar Negt, contra la ideología dominante en la socialdemocracia por la conquista del poder de arriba es la recurrente fórmula de la batalla “libertaria” de Rosa Luxemburgo que da un contenido inédito a los objetivos que ella plantea al movimiento consejista (119). No es una “prueba general” y una “educación de las masas para la revolución”; no es la anticipación de la toma del poder a nivel de Estado. Sino un momento autónomo de construcción del cambio: “La conquista del poder no se consigue de golpe sino progresivamente, injertándose en el Estado burgués hasta ocupar todas las posiciones, defendiéndolas con uñas y dientes […] Debemos luchar paso a paso, cuerpo a cuerpo en todo Estado, en toda ciudad y en todo pueblo para transferir a los consejos de obreros y soldados todos los instrumentos de poder del Estado que deben ser expropiados, paso a paso, a la burguesía” (120). Es sobre la base de esta concepción de la transformación como proceso –como obra de los individuos de carne y hueso que componen las clases subalternas y encarnan los objetivos reformadores— que Rosa Luxemburgo entrará en abierto conflicto con el “socialismo de Estado” y con el “partido de vanguardia” que madura en la concepción de Kautsky y Lenin y que desemboca, en la aventura autoritaria del socialismo, con la expropiación del poder estatal solamente por parte del partido bolchevique.

Aquí Rosa Luxemburgo hace una ruptura radical (a la que Gramsci nunca se adhirió) con la concepción marxista del “Estado de la dictadura del proletariado”, aunque buscó desesperadamente defender esa “fórmula” como la expresión más ilimitada y amplia de la democracia (121). “En lugar de los cuerpos representativos, salidos de las elecciones populares, Lenin y Trotsky han instalado los soviets como única representación de las masas trabajadoras. Pero con el estrangulamiento de la vida política en todo el país, incluso la vida de los soviets, no podrá escapar de una parálisis cada vez más extendida. Sin elecciones generales, sin libertades ilimitadas de prensa y de reunión, libre lucha de opinión en toda la enseñanza pública, la vida se desconecta y se convierte en aparente. Ahí el único elemento activo es la burocracia […] un predominio de grietas, ciertamente, una dictadura --pero no la dictadura del proletariado— de un puñado de políticos, es decir, la dictadura en el sentido burgués, en el sentido de dominio jacobino” (122).        

La alternativa que Rosa Luxemburgo vislumbra, incluso con relación a los posibles desarrollos del socialismo real, entre “socialismo y barbarie” encuentra aquí sus bases más profundas en una concepción de la transformación social anclada en una libre y creativa iniciativa de las masas y de las personas, y una tensión hacia el autogobierno que no está “escrita” en la historia, sino encomendada a la voluntad de los hombres. Aquí está el fundamento de su visión de la libertad como proceso en expansión, como derecho “uno e indivisible”. “La libertad sólo para los partidarios del gobierno, sólo para los miembros de un partido –por numerosos que estos fueran— no es libertad. La libertad es siempre únicamente libertad para quien piensa de manera diferente” (123).

Pero también Rosa Luxemburgo –incluso asumiendo como conquista estructural toda esperanza de autogobierno en los centros de trabajo, toda ruptura del “espíritu esclavista de disciplina, toda experiencia de masas que, naciendo de la “esperanza, las necesidades y los deseos de cada proletario en sus praxis cotidiana, politiza los intereses cotidianos y las necesidades de los hombres (124)-- se detiene ante el problema específico de la alienación que se produce con la expropiación de los instrumentos de producción  y de los saberes del trabajador, y frente a la necesidad de explorar nuevos caminos en la misma fase de la transformación de los núcleos de la sociedad civil que precede y acompaña el acceso de los trabajadores al gobierno del Estado. Todo ello con la idea de superar gradualmente la separación entre gobernantes y gobernados que se va exasperando en los procesos de la racionalización taylorista. Por lo demás, este límite se expresa –a pesar de sus importantes afirmaciones de principio sobre el “trabajo desde abajo” o sobre las potencialidades políticas de las “pequeñas reivindicaciones cotidianas”-- en el escaso interés que ella demuestra, en su trabajo teórico y en sus escritos políticos, por las implicaciones de los procesos de racionalización sobre las relaciones de poder en los centros de trabajo y en los contenidos del conflicto social, en la práctica diaria de los trabajadores organizados o auto organizados.

También por esta razón,  si Rosa Luxemburgo capta con agudeza el impacto de los procesos de racionalización y de las ideologías de la racionalización sobre las organizaciones del movimiento obrero con el nacimiento de nuevas estructuras burocráticas que constituyen un inter espacio, cada vez con un mayor espesor, entre “organización y espontaneidad” en el conflicto de clase, no conseguirá nunca superar –en la propia concepción del gobierno de este conflicto--  la vieja dicotomía entre lucha social y lucha política a la que debía corresponder la “natural” división del trabajo entre “partido y sindicato”. Rosa Luxemburgo indicó ciertamente un camino, como escribe Oskar Negt, una vía que lleva a una concepción de la democracia en los centros de trabajo, no alternativa sino integrada en un sistema de democracia representativa (125). Y ello la coloca, ciertamente, en un horizonte que pocos dirigentes y teóricos del movimiento socialista del siglo XX han alcanzado. No obstante, recorrió la mitad de este camino.


Contrariamente a un juicio al uso, no creo que se pueda situar a los llamados comunistas de izquierda de la tendencia “consejista” entre los que supieron captar la nueva frontera de una batalla por la democracia en el conflicto entre gobernantes y gobernados en el interior de la relación de trabajo y no sólo en el circuito distributivo. Una relectura de las tesis de   Anton Pannekoek, Paul Mattick, Otto Rühle o de Helmut Wagner` confirma que sus tesis de los años veinte sobre el poder consejista y sus elaboraciones posteriores (sobre todo en el International Council Correspondance) no constituían una alternativa creíble al estatalismo racionalizador que ya triunfaba en el movimiento socialista y comunista (126).

De los “comunistas consejistas” y, particularmente, de Pannekoek se mantiene como actual, aunque no aislada, su crítica despiadada a los procesos de burocratización en las organizaciones tradicionales del movimiento obrero, de la involución autoritaria de las estructuras de gobierno en la fábrica y en el Estado de la naciente Unión Soviética, de la inevitable dictadura de un partido de élite y de un partido “unico” de la clase obrera en la Rusia de los soviets y de la consiguiente esclerotización de la democracia de los consejos.  Y conserva un tono incisivo su tesis sobra la impracticabilidad de una experiencia consejista en un país relativamente subdesarrollado donde la clase obrera es una minoría. También sobre el carácter “populista”, romántico (e intrínsecamente autoritario) de “una revolución contra el capital”. Pero el “espontaneismo” de los comunistas “de izquierda”, su rechazo de toda subordinación de los consejos al “partido único de la clase obrera”, su teorización del autogobierno en los centros de trabajo como la “auto actividad de amplias masas de trabajadores” y como regulación de las “relaciones entre seres humanos en función de la producción”, son sistemáticamente refutados por una concepción organicista y corporativa del poder consejista que es concebido como el único que detenta una legitimación para deliberar en nombre de toda la ciudadanía.

El gobierno “autárquico” del consejo obrero de empresa, situado como alternativa a la estatalización y al poder de las burocracias manageriales, mantiene de hecho una mera función sustitutiva de la gestión “burguesa” de la empresa, exactamente como en el esquema leninista, y es concebido simplemente como gestión colectiva de la racionalización taylorista que, como tal, nunca se pone en cuestión. Incluso, el proceso de “socialización” de los recursos, propugnado por los comunistas “consejistas”, se expresa una vez más solamente en el campo de la distribución: el “socialismo” es la retribución, con un criterio uniforme, de “la hora media de trabajo” sustituyendo, con un mecanismo igualitario, la “relación del trabajo asalariado” (128). De dicha manera, el sistema consejista –mediante su estructura “piramidal”--  sería capaz de convertirse en Estado, superponiéndose a los partidos (cuya existencia es transitoria), eliminando los sindicatos (cuya función está superada por la supresión de la propiedad privada de los medios de producción) y sustituyendo al sistema parlamentario que, en tanto que expresa la representación del universo de la ciudadanía, es incompatible con el poder consejista. De hecho, esto excluye del propio ámbito los representantes de las clases “enemigas” de la clase obrera o extrañas a ella (129). Es el “Estado de la dictadura del proletariado” en su versión más autoritaria que sustituye a la dictadura de un partido por la del poder indiviso de los consejos obreros.

Las huellas que dejaron los comunistas “consejistas” en la historia de las ideas socialistas son las de un movimiento “contra” la dictadura burocrática de los partidos de “élite”. Pero también las de un movimiento sin un proyecto, y sorprendentemente separado, en sus análisis y objetivos, de los acontecimientos concretos y de los objetivos específicos del conflicto social.


Incluso si Karl Korsch confluyó en parte –sobre todo tras su emigración a los Estados Unidos en 1936--  con lo que quedaba del comunismo de izquierda (en particular la revista Living Marxism), compartiendo su lucha sin cuartel contra el “imperialismo rojo”, su relación con la historia de las ideas del movimiento socialista y la construcción de una teoría de la democracia industrial, como parte integrante de la democracia política que marcó la primera fase de su experiencia política, no puede ser confundido, en modo alguno, con las tesis sumarias y totalizantes de los teóricos del poder exclusivo del poder de los consejos.

En primer lugar porque la reflexión de Korsch sobre los problemas de la democracia en los centros de trabajo nace de su búsqueda de nuevos caminos para superar –a través del instrumento del control y no de la formal expropiación de los títulos de propiedad--  la separación entre gobernantes y gobernados que excluía de la fábrica las reglas de la democracia. Toda su obra, desde los inicios de su colaboración en la “Comisión por la socialización” (130), instituida por la República de Weimar en 1918, está impregnada por el convencimiento de que una transformación socialista, y lo que la distingue de las revoluciones burguesas que liberaron al hombre en tanto que ciudadano, “consiste en el hecho de que ella no es sólo una batalla por las libertades políticas e intelectuales sino, al mismo tiempo, una lucha por la liberación del hombre que trabaja” (131). Korsch busca aquí la construcción de “un Estado social de derecho” (132) donde el proceso de “autoliberación” de la clase obrera –para permitirle una “forma directa de autodeterminación de sus condiciones de trabajo” (objetivo siempre ignorado en los programas y en la praxis de los viejos partidos y sindicatos socialdemócratas de Europa y América)--  se combine, mediante la praxis del control en los centros de trabajo, con una democracia de la representación, capaz de expresar los intereses, sobre todo los de los consumidores, en toda la colectividad (132).

La palabra clave que inspira la búsqueda de Korsch, y que no cambia de valor con la mutación de las relaciones de propiedad, es la del “control desde abajo” sobre las condiciones y la organización del trabajo y --en sus hipótesis más audaces-- sobre la gestión de la empresa. Un control que no elimina, con un utopismo facilón, la existencia de formas  –si bien mudables y reformables--  de la división técnica del trabajo y de la estructura jerárquica de la  empresa, también ésta reformable, no dejando espacio a una gestión autoritaria indiscutible. La cual se afirma tan pronto como la utopía instrumental del cambio “autosuficiente” de los titulares exclusivos del poder revelando su propio carácter despótico. Un control que conserve y alimente espacios efectivos de libertad de la ciudadanía, de participación en las decisiones, de poder en los centros de trabajo en una dialéctica conflictual, pero no irreducible al compromiso con las instituciones a cargo del gobierno de la empresa, y que se confronte con las instituciones democráticas del gobierno del Estado sin privarlas nunca de su autoridad (134).

De hecho, en Korsch es manifiesta la aversión a una concepción del socialismo, llevado de la mano por un mecanismo utilizable para ese fin, que se limitase a una modificación de las relaciones de propiedad sin dañar el sistema que regula las relaciones entre personas en los centros de producción y en la organización del trabajo humano. Así, su repulsa es radical hacia las nuevas ideologías estatalistas que predominaron en aquella época, con formas diversas, en los partidos socialdemócratas y en el Partido comunista ruso: “Ninguno de los medios políticos para la liberación de la clase obrera de la explotación capitalista, en primer lugar la teoría socialista, se ha referido, de un modo exclusivo, a ser capaz de llevarnos al socialismo al que aspiran las masas trabajadoras […] la clase de los obreros –que es la única productiva--  no deviene más libre, su modo de vida y de trabajo no deviene más humano por el hecho de que al director nombrado por el dueño del capital privado le suceda un funcionario designado por el gobierno o por la administración local” (115). La prioridad absoluta de la conquista del “poder político”, ocupando el Estado, arruina, según Korsch, el objetivo de una democracia industrial que debe realizarse paso a paso, mediante el control desde abajo hasta el control de la gestión de la empresa, independientemente del régimen de propiedad. En esto Korsch coincidía con otros dirigentes de la socialdemocracia alemana, influenciados por la Sociedad Fabiana inglesa y por el Guild Socialsim, como Bernstein. Incluso si este último se detiene ante la organización racional de la gran fábrica, asumiéndola, tal como era: como “fuerza productiva” al servicio de un nuevo Estado.

Para Korsch la socialización “no se detiene en la conquista  del poder político”, sino que –siendo capaz de construir un sistema de democracia industrial in progress— deviene un proceso que no espera el cambio de las relaciones de poder a nivel del Estado, sino que influencia, más bien, su carácter y sus contenidos.

Es un proceso que no se agota sino que se acentúa en el momento en que es una eventual “sustitución en las funciones” en el gobierno de la empresa y del Estado. Es un proceso que no se agota sino que se acentúa en el momento en el que se opera una   eventual “sustitución en las funciones” del gobierno de la empresa y del Estado. Para Korsch –también para  Otto Bauer y otros muchos— “la dialéctica de los poderes”, la coexistencia de diversas formas de democracia, no excluyentes entre sí, constituye la única garantía de que la “socialización” –incluso antes de la conquista y la reforma del Estado— comporte una transformación del “modo de producción” y no sólo del modelo distributivo, mediante una transformación de la relación del trabajo subordinado realizada por los mismos trabajadores y no sólo de los que se auto invisten como sus representantes.

No es por casualidad que  tiende a desaparecer, en la concepción de Korsch, todo ritual de la “división del trabajo” y toda jerarquía preconstituida entre las diversas expresiones asociativas del movimiento obrero. Korsch hablará siempre de “los partidos” y no del partido de vanguardia; defenderá la obra, no efímera, de los sindicatos que –transformados en “sindicatos de industria” y superando el corporativismo de oficio— pueden, en su opinión, constituir el verdadero trait d´union entre los consejos y las sociedades nacionales con sus complejos intereses. Y considerará fatal para la experiencia consejista y para el sindicato la desnaturalización del carácter autónomo y voluntario de las expresiones organizadas del movimiento obrero. La obligación de afiliarse a un sindicato “legal” y toda legislación coercitiva del asociacionismo obrero están en contradicción, dice Korsch, con toda forma de democracia industrial. Su defensa del pluralismo de las ideas y de las libres expresiones organizadas del movimiento de los trabajadores constituye el corazón de su concepción de la democracia consejista como parte de una democracia completa (136).

Korsch no afrontó de cara los problemas inéditos, en los puestos de trabajo, de la organización taylorista y del modelo fordista. Solamente intentó esbozar una solución institucional que dejara la gestión del proceso de “racionalización” a la dirección de la fábrica, subordinando post factum esta dirección al veredicto de los trabajadores. Y ello fue una limitación en su fecunda búsqueda. Pero Korsch sigue siendo el principal exponente de relieve del movimiento socialdemócrata y después comunista al haber afrontado, de manera orgánica, la problemática de la transformación (137).

En su investigación siempre estuvo atento a las diversas experiencias políticas y reivindicativas que maduraban también en los aledaños del movimiento socialista en las organizaciones obreras de los diversos países europeos en la primera posguerra (138). Entre ellas, además del Guild Socialism, incluso las que expresaban por los movimientos sindicales revolucionarios en Alemania, Francia e Italia. Aunque nunca se identificó con ellos, supo captar la fecundidad de sus análisis y la pars construens de su lucha contra las nuevas formas de opresión que ya maduraban con la racionalización taylorista. Sin embargo, es necesario decir que, salvo el Guild Socialism, casi nadie de estos movimientos consiguió expresar una capacidad de proyecto alternativo que no estuviera limitada a la mera teoría, ni ser capaz de construir esperanzas duraderas en la lucha, en algunos países, contra la racionalización taylorista.              



Entre otros muchos que, en el movimiento obrero –y sobre todo en la socialdemocracia alemana y austriaca— sufrieron una fuerte influencia de las ideas de Guild Socialism en la búsqueda de los problemas de la libertad del trabajo, casi en antítesis con el redescubrimiento del Estado que otros hicieron, como única sede y espacio de la política, hay que recordar a Otto Bauer que intentó conciliar la experiencia de los consejos con el Estado parlamentario, basado en la defensa prioritaria de los derechos individuales.

Es verdad que tampoco Bauer cuestiona radicalmente el proceso de racionalización, aunque denuncia “su uso capitalista” (lo que no es poco). Es verdad que una parte de su pensamiento sigue anclado en las categorías de la racionalidad y la racionalización formal. Sin embargo, mucho más que otros de su tiempo, sabe captar algunos aspectos esenciales de la racionalización taylorista en sus implicaciones “objetivas” sobre la “deshumanización” del trabajo. Y contrariamente a las corrientes “estatalistas” del socialismo europeo y del leninismo no ve, en absoluto, la superación o la “transmutación” de sus efectos en una “ética socialista” o en el “ascetismo” gramsciano del trabajador alienado; ni tampoco en una política de altos salarios o en la búsqueda fuera del trabajo (sólo con la reducción de los horarios) de la libertad negada en el lugar de la producción.

Lo que Bauer percibe como la única vía es, más bien, un proceso de control conflictual sobre los procesos del trabajo, y ésta debería ser la función de los consejos. “La racionalidad tiene todavía otros efectos: encadena al obrero a la cadena de producción, a la máquina semi automática y a la eterna repetición del mismo gesto; encadena al administrativo a la máquina calculadora [ … ], condena a las masas a trabajos que no ofrecen posibilidad alguna de valoración y satisfacción de la iniciativa personal, de la fantasía y  del instinto personal de creación y afirmación. Lo que el trabajo niega a los hombres lo buscan el domingo por la tarde en el cine, en el campo de deportes y en la vida social. El deseo de experiencias más fuertes, del riesgo, de la aventura arroja a unos al fascismo y a otros al bolchevismo. Si la clase capitalista se siente amenazada en el dominio y en la posesión puede explotar este estado de ánimo, ampliamente extendido en las masas, para destruir la democracia y hacer un llamamiento a la fuerza”.

De hecho es un dato revelador que Bauer ponga en el centro de su crítica la involución autoritaria del experimento leninista, en la URSS, no sólo la negación de los derechos y de las libertades individuales que son el fundamento de la democracia, sino que (con Max Adler) sitúa la cuestión de la dialéctica entre gestión y control. En suma, la división de los poderes –en primer lugar, incluso--  en los centros de producción. Bauer no considera, en absoluto, como resolutiva la solución de la “sustitución” en las funciones de gobierno de la empresa o del Estado de una clase contra otra, cuando introduce, también en una empresa “socializada”, la necesidad de un control de la nueva dirigencia de la burocracia industrial desde debajo.

Tal vez está aquí la fecunda contradicción de las reflexiones de Otto Bauer y otros austromarxistas como Max Adler: la introducción de una auténtica democracia industrial en los centros de trabajo dentro de una dialéctica conflictiva, no sólo entre el sistema de los consejos y las instituciones de la democracia parlamentaria, aunque respetando de la prerrogativas recíprocas con en el reconocimiento de la supremacía del parlamento, sino entre el “control social” desde abajo y la dirección de la “burocracia industrial”. Esta concepción de la burocracia industrial no conduce, como asegura Alvater, a una “racionalización con suficiente eficiencia” pero consolidada en sus presupuestos, aunque introduce una contradicción dinámica en el mismo corazón de los procesos de racionalización. Que son, por su naturaleza, radicalmente alternativos a toda forma de democracia de base, a todo control, a todo proceso de “codeterminación” de la organización del trabajo. Me parece que ésta es la correcta interpretación de la transformación molecular de la sociedad civil, que no espera el “acto creativo de la política”, insito en la conquista del Estado (tal como lo concebían Renner, Hilferding y Kelsen) y que constituye, sin “etapas prefiguradas”, unas experiencias socialistas en la fábrica y en la comunidad, sobrepasando –como observa  Giacomo Marramao— la “mixtificante alternativa entre reforma y revolución”. Escribe Bauer: “Todavía nos rodean muchas Bastillas. ¡Todas hay que asaltarlas y destruirlas! Si lo queremos, cada día podemos destruir una. Pero no todos los días podemos abatir las grandes Bastillas; mientras tanto, podemos destruir innumerables pequeñas Bastillas: las de la superstición, la explotación y la servidumbre”.

Otto Bauer --que no dudaba en propugnar, sobre estas bases, unas “vías nacionales al socialismo” contra el principio del Estado-guía y del partido-guía, incluso cuando “se consolidaba la teoría del socialismo en un solo país”— sostendrá con orgullo que “lo que la ignorancia de nuestros burguesuchos llama austromarxismo, es en realidad la corriente espiritual internacional del centro marxista; no se trata de una especialidad, sino de una tendencia ideal en el interior de la Internacional que tiene sus exponentes y seguidores en todos los partidos socialistas. Pero, aplastada por el conflicto entre el reformismo estatalista y la dictadura bolchevique en un solo país –y abrumada por el derrumbe de la ejemplar “utopía” que fue aquella “Viena roja” bajo el ataque de la reacción fascista--  esta “tendencia ideal”  fue marginada primero y derrotada después. Ciertamente, por los acontecimientos. Y por los graves errores de perspectiva. Pero también por la agresión conjunta de ideologías opuestas que coincidían en una concepción común de la primacía del Estado y de la primacía “ilustrada” de la política sobre la sociedad civil. Y que acabaron por compartir la hegemonía en los diversos movimientos socialistas.

La gran crisis de la racionalización taylorista y la ingobernabilidad de de las sociedades complejas, mediante la mera gestión burocrática y autoritaria del Estado y de las empresas que emergen a finales del siglo XX, restituyen sin embargo al austromarxismo de Otto Bauer y Max Adler el valor de un intento fecundo que debemos reconsiderar con respeto.

Pero en ese aspecto es bueno volver la mirada a una de las experiencias que, más allá de sus resultados concretos (nada despreciables) ejerció una relevante influencia entre los que, en las primeras décadas del siglo XX, se interrogaban sobre las vías a recorrer para luchar contra “la raíz del despotismo como tal y la falta de libertad del hombre que trabaja en la esfera de la producción. Es decir, a la experiencia del “control obrero” en las fábricas inglesas, a caballo de la segunda guerra mundial, y a las tesis del Guild Socialism. La gran influencia del socialismo guildista –un pequeño grupo minoritario en el panorama de los movimientos socialistas ingleses--  sobre alguno de los más relevantes teóricos de la socialdemocracia alemana y austriaca (desde Bernstein a Hilferding y de Korsch a Bauer y Adler) solamente puede explicarse por el hecho de que su fuerza y su fascinación no se apoyaban sólo en la gran tradición del pensamiento radical inglés –desde Owen a los Cartistas, a los primeros partidarios del sindicalismo industrial como Tom Mann— sino incluso y, sobre todo, a su capacidad de dar voz, legitimación teórica y representación política a un movimiento real por el control desde abajo que se desarrolló, a partir de 1914, en algunos centros vitales del sistema industrial británico. 

El giro que tomó en Gran Bretaña la militarización de la industria y los transportes en la difusión de los procesos de “racionalización” de la organización de la producción y del trabajo y en la composición social y profesional de la clase trabajadora, constituyó el terreno en el que maduró una iniciativa obrera, a menudo autónoma de la dirección de los sindicatos tradicionales, en la defensa, la mejora y la negociación las condiciones de trabajo: para contener y, sobre todo, determinar los criterios de los destajos; para negociar los niveles de empleo y la composición de las plantillas; para representar y tutelar la nueva “profesionalidad colectiva” de los grupos de trabajo que, de manera creciente, sustituían las viejas categorías profesionales. Fue un movimiento complejo e, incluso, contradictorio. Que, en algunos casos, expresaba una resistencia a  la transformación, una reacción “corporativa” a la crisis y a la marginación de los viejos oficios. Pero que, en la mayoría de los casos, afirmaba una voluntad de control de las decisiones del management. Fue un intento consciente de participar en el gobierno de la organización del trabajo en la empresa y de intervenir en la gestión de la empresa misma. La elección de los delegados (shop stewards) y de sus comités de fábrica –y su lucha por construir sindicatos industriales “generales”, superando las viejas organizaciones de oficio--  expresaban la búsqueda de nuevas formas de organización del conflicto social en torno a objetivos de “segundo tipo”. De una parte, escribe un observador atento del movimiento de los shop stewards, Carter L. Goodrich, “está el control que, desde hacía tiempo, se ejercía como derecho consuetudinario, por los sindicatos conservadores, exclusivistas (y, a menudo, pequeños) de los viejos oficios que luchaban, desde tiempos lejanos, únicamente para resistir las ´violaciones´ de sus antiguos privilegios;  por otra parte, estaba el control-- conquistado reciente y conscientemente por los sindicatos agresivos, frecuentemente los industriales-- de las grandes industrias organizadas, los cuales no luchaban para resistir a las ´violaciones´  sino para realizarlas.

Se trató de un movimiento articulado en sus objetivos, pero difuso y “contagioso” que, mediante conflictos muy duros, resultaron ventajosos en algunos grandes complejos industriales, de la minería y los transportes con innovaciones radicales en la negociación colectiva. Fue un movimiento de masas que acabó consiguiendo, con algunas experiencias punteras y en algunos sectores (como los mineros y los ferrocarriles) reivindicaciones de control y transformación de la organización del trabajo, de participación en la gestión de la empresa, contraponiéndose a la hipótesis de la “estatalización”. “El hecho es que –declaraba William Straker, dirigente de la federación de los mineros, en la Comisión de la Industria Carbonífera, constituida en 1919--  la inquietud es mayor por las esterlinas, los chelines y los peniques que por lo que es necesario. La raíz del problema reside en las tensiones del espíritu humano hacia la libertad”.

El Guild Socialism, que se constituyó pocos años antes de la primera guerra mundial con la idea de crear sindicatos de industria, el control de los trabajadores sobre su propio trabajo y la superación gradual del capitalismo, encontró un nuevo respiro con el movimiento de los shop stewards y los “consejos de fábrica” y, más allá  --en organizaciones como el Partido Laborista o de los apologetas de la “racionalización industrial” como Beatrice y Sidney Webb--  tuvo la oportunidad de ejercer una influencia real con experiencias de control, practicados en aquellos años, con los principales dirigentes del movimiento consejista. Y, sobre todo, el Guild Socialism  fue capaz de dar a los primeros objetivos un respiro teórico y político internacional.

En 1922, Karl Polanyi escribirá: “ […] el socialismo guildista elabora una teoría completamente nueva que podemos resumir en estas tesis: el Estado no expresa la esencia de la sociedad, y ésta en su realidad no es otra cosa que el armónico funcionamiento conjunto de sus órganos funcionales […] Hoy por hoy, el socialismo guildista es sólo una teoría […] En Inglaterra, el autogobierno industrial ha sido algo más que una consigna en la lucha general. Junto a su resultado práctico, el guildismo actúa para el triunfo de sus ideas, para el que trabajador consiga nuevamente relaciones vitales con una verdadera lucha de liberación, por los ideales de la autodeterminación personal, el respeto a la profesionalidad libremente asumida”.

La tesis de los socialistas guildistas presentan impresionantes analogías con las de Karl Korsch en los años veinte, con las de Bauer y Adler. De todas ellas G.D.H. Cole, en más de una ocasión, hará un reconocimiento explícito. Esas tesis se contraponen radicalmente a las posiciones de los comunistas de izquierda en lo referente al carácter totalizante de los consejos de fábrica; y también, naturalmente, de las diversas versiones socialdemócratas del socialismo de Estado y de las posiciones bolcheviques. Estas últimas, partiendo del engañoso “todo el poder a los soviets” –sin introducir ninguna dialéctica entre “control” y “dirección”— recalaban en la dictadura del partido, a través del Estado, y en la dictadura del “director único” en los centros de trabajo. Los guildistas imaginaron, en efecto, la necesidad de una estructura de control de la condición obrera y del gobierno de la empresa en todas las formas de gestión y propiedad de la empresa.

Ellos concibieron el control como parte integrante de un sistema de democracia industrial fundado en el principio de la coparticipación conflictual en las decisiones y en el “título” en el “ejercicio cotidiano de la capacidad directiva”. Es un principio que no niega de raíz el papel de la jerarquía ni la necesidad de una forma de división técnica del trabajo, pero que quiere definir sus contrapesos a través de un control “propositivo” de los trabajadores que se refiera a “las condiciones internas de la industria, de tal manera que la fábrica y el puesto de trabajo se gestionen cómo son elegidos los directivos y cómo se establecen las condiciones de trabajo y, sobre todo, la cantidad de libertad que, en su trabajo, goza el productor del brazo y de la mente.

Los guildistas, en fin, no consiguieron, aunque reivindicaron, una corresponsbilidad de los institutos de control con los de un Estado, basado en la democracia representativa que sea expresión de los intereses generales de la ciudadanía política y de la tutela de las grandes masas de ciudadanos consumidores. De tal manera pensaron que se podía establecer una relación no pasiva entre gobernantes y gobernados en una sociedad que pudiera ser auto “gobernada”, porque estaba fundada en la iniciativa local de “pequeños grupos”, capaces de contrapesar las rigideces conservadoras de la “organización a gran escala”. Los guildistas concibieron la  transformación social y política de la sociedad y el Estado, en sentido socialista, como un proceso que parte de la conquista de un poder de la economía para conseguir el poder político que no permitiera nunca una ampliación de la política del Estado o a “una revolución del Estado” que derogara, desde arriba, las nuevas reglas de “la organización social, confiando en la neutralidad pasiva de la mayoría de la población”.

Cierto, se trataba solamente del esbozo de un proyecto político, no privado de unilateralidades y aproximaciones. Pero capaz –y esta era su verdadera fuerza--  de entrelazarse con un movimiento real y con experiencias concretas de control en los centros de trabajo; con la misma fuerza y el mismo impacto que tuvieron, a mediados del siglo XIX, movimientos como el owenismo y el cartismo. Como la de hacer emerger, en algunas fases cruciales de las luchas sociales la contraposición radical que enfrenta –no sólo en los objetivos, parciales y graduales (en unos casos y totalizantes en otros), pero con la misma concepción de la política— dos “estrategias” del conflicto social. De un lado, la utopía consciente y deliberada (el proyecto imaginado, ya fuera por deducción del movimiento real o ya lo fuese por una opción ética) que se mide de manera urgente con  lo cotidiano y plasma con la experiencia concreta la nueva cultura política de muchas personas, y no tanto de las masas. De otro lado, el “historicismo milenarista” que acaba liquidando la subjetividad de la persona y su historia individual en la entidad “presupuesta” de la “clase” como sujeto. Todo ello con una inmensa carga de idealidad, ciertamente. Pero también –a diferencia de la “utopía consciencia y deliberada”--  con el límite de no exponerse nunca a la terrible prueba de la verificación y del consenso crítico, temiendo ser un experimento “prematuro” y una pérdida de sentido.                             

El Guild Socialism, como fenómeno político relevante y expresión de una experiencia colectiva de cierta importancia, tuvo una vida breve, como reconoció el mismo Cole. A mitad de los años veinte no existía prácticamente como movimiento de masas. Pero es innegable que su impronta sobre las primeras experiencias de control de la organización del trabajo y la dirección de la fábrica dejó una huella profunda en la historia del movimiento obrero inglés, y no sólo en él. Una huella que volverá a florecer en la experiencia de los workers control y que enlazará con los shop stewards y los sindicatos industriales durante la segunda guerra mundial y en el curso de los procesos de reestructuración industrial de la segunda posguerra.

Desde este punto de vista se convirtió en un alma –ciertamente minoritaria y muchas veces derrotada, pero todavía viva--  del movimiento obrero inglés. Un alma capaz de nutrir aún algunas respuestas a los interrogantes del presente: por ejemplo, ahora que la racionalización capitalista, como “base neutra” de cualquier modelo de desarrollo con su aparato jerárquico y burocrático --que los guildistas intentaron cuestionar con sus experiencias de “control”—  está afectada por la crisis del taylorismo y el fordismo, poniendo a prueba la falta de preparación cultural y política de los movimientos reformadores para afrontar en el actual contexto los problemas de la libertad de la persona en el trabajo.


La experiencia británica del control obrero y de la lucha por una articulación autónoma de la sociedad civil no fue una experiencia aislada, más allá de la reconocida influencia de las tesis de los socialistas guildistas en muchos dirigentes del movimiento socialista en Europa y en los Estados Unidos.

Como subrayaba Cole en su referencia a la Gran Bretaña, esta experiencia se relacionaba con los movimientos reivindicativos partidarios del “unionismo industrial” y con las del sindicalismo revolucionario que luchaban por conquistar nuevas formas de “democracia industrial” y construir sindicatos “generales”, capaces de reunificar, en torno al “control desde abajo”, a los trabajadores de las más diversas categorías y formas de ocupación.

Ciertamente había una influencia recíproca entre el movimiento por el control obrero en la Gran Bretaña y el que se desarrollaba en los Estados Unidos en los primeros veinte años del siglo XX para construir los sindicatos de industria y los comités de fábrica (una vez más, los shop stewards). Era una alternativa no corporativa al proceso de racionalización taylorista. Se trataba de un movimiento mucho más complejo y articulado de lo que entendió Gramsci a través de la lectura de los apologetas franceses del taylorismo, y más allá de las figuras –quizá demasiado sobredimensionadas— como, entre otras,  Daniel de Leon. Las batallas de los Industrial Workers of the World  por la conquista de nuevos derechos individuales y colectivos en los centros de trabajo;  la creación de nuevos organismos de representación y control; el ingreso de los “no organizados” y las minorías étnicas en el “sindicato de industria”; su acción contra el corporativismo conservador de la American Federation of Labour (y su pacto con los fautores de la racionalización taylorista a cambio de la legitimación del sindicato), dejará una huella en el movimiento obrero americano que volverá a emerger en los años de la gran crisis con el surgimiento de la CIO y de un nuevo sindicalismo general en lucha para negociar las condiciones de trabajo, sustrayéndolas de la determinación autoritaria de los jerarcas de las empresas.

El sindicalismo revolucionario francés sufrirá, sin embargo, un colapso con la explosión de la primera guerra mundial. Sucesivamente se verá afectado tanto por su crisis interna como por la política de “unión sagrada” del sindicalismo reformista, en torno a compromisos salariales, de la mayoría de la CGT con los empresarios que pusieron en marcha la “organización científica del trabajo”. Estos luchaban contra “todos los abusos”, es cierto. Pero con la reafirmación del viejo principio reformista: “Producir el máximo de trabajo con el menor tiempo para el mayor salario”. Los objetivos establecidos --desde el “periodo bélico” del control obrero y de la democracia industrial como contrapesos de la “organización científica del trabajo”--  devienen en la práctica reivindicativa de la CGT la simple cobertura verbal de la búsqueda de un compromiso con las empresas en el terreno meramente distributivo. Sin embargo, sobrevivieron a la crisis del sindicalismo revolucionario, que fue mayoritario durante un tiempo, algunas tendencias “federalistas” y “consejistas”. Por ejemplo, las que representaba la Conféderation Général du Travail Syndicaliste Revolutionaire, que se opuso categóricamente al taylorismo, particularmente en su versión francesa, intentado –con poco éxito— la construcción de experiencias alternativas para “aumentar la posibilidad del rendimiento mecánico y disminuir la fatiga del hombre”.

Junto a estas huellas del pasado toman cuerpo, no obstante, nuevos tipos de experiencias reivindicativas y, sobre todo, de elaboración que se sitúan más abiertamente en el terreno de la búsqueda de una organización del trabajo centrada en la autonomía y la creatividad del trabajo humano. En primer lugar, es significativo el testimonio de una organización sindical autónoma como la Union de Syndicats de Techniciens que organizaba a menudo trabajadores que fueron un observatorio o “actores directos” de la organización científica del trabajo. La UST basará, de hecho, su programa en el “rechazo de colaborar con la auténtica superexplotación que comportan los procesos de racionalización bajo la cobertura de una “mixtificación cultural y científica” (no existe, dicen, un tiempo de trabajo justo como no existe un salario justo) y en la promoción de una organización colectiva de la empresa que permita practicar una “racionalización verdaderamente racional”.

Por su parte, una revista como “La Révolution proletarienne”, que agrupaba intelectuales y militantes provinentes del sindicalismo revolucionario o del movimiento comunista como  Pierre Monatte, Boris Souvarine  y  Simone Weil, conduce una dura batalla incluso en el interior de los sindicatos (tanto en la CGT como en la CGTU, próxima ésta al Partido comunista) para boicotear toda forma de resignación ante el taylorismo (“lo opuesto a la ciencia”, afirman), planteando un espacio “ergonómico” en la organización del trabajo en la industria, promover iniciativas de resistencia y autogobierno del trabajo y responder al recurso desenfrenado del “trabajo en la cadena de montaje”.

Ya hemos dicho que en Italia (como el mismo Gramsci subrayaba) el sindicalismo revolucionario no expresó, tras la primera guerra mundial, un movimiento de gran consistencia como alternativa al taylorismo. Tampoco produjo una literatura que, al menos en términos de protesta, indicara otras soluciones a las que imponía el proceso de racionalización. Algunos “sindicalistas” como Carlo Petri que escribían en L´Ordine Nuevo fueron partidarios del sistema Taylor.

Sin embargo, tiene alguna importancia, ya en los años del fascismo, la contribución de un grupo de intelectuales, algunos de origen socialista, que se agrupa en torno a   Giustizia e libertà.  De hecho, esta aportación sitúa en el interior de una concepción federalista de la organización del Estado (que hoy alguien descubre como “extraña” a las tradiciones seculares de la izquierda, después de haber aceptado en el pasado con cierta desenvoltura un descubrimiento improvisado y facciosamente apologético de Proudhon) las reivindicaciones de un sistema de autonomías que se articula no sólo en las instituciones públicas sino también en la sociedad civil, en los parlamentos centrales y regionales, en los sindicatos y en los ayuntamientos. Este intento de formular un proyecto articulado de autogobierno que emanaba sobre todo de los intelectuales turineses de Giustizia e Libertà, aunque fuera todavía aproximativo, se situaba más allá de la versión gramsciana de los consejos y de las tesis de  Piero Gobetti

En las tesis de los turineses la autonomía se identifica con el desarrollo de formas de autogobierno, no alternativas a la democracia representativa, que en los consejos “no deben representar solamente la medida de la capacidad técnica de los trabajadores sino –a través del control obrero (esto es, el sistema de control que se substituye en la visión pública y estatalista de los consejos) constituir una afirmación de libertad política”. Por otra parte, hace tiempo que se ha subrayado la influencia que tuvieron en la reelaboración del federalismo, como “sistema de autonomías” que se vivifica en la sociedad civil,  tanto la obra de un gran sociólogo y jurista como Georges Gurvitch  como la aportación de una figura tan compleja intelectualmente como la de  Andrea Caffi o los escritos de G.D.H. Cole y las experiencias del Guild Socialism. Por otra parte, el debate que planteó el grupo turinés contribuirá a una reelaboración de los contenidos “sociales” del federalismo, sostenido por el movimiento de Giustizia e Libertà y, por parte de su ala socialista, Carlo Rosselli  y   Silvio Trentin a un cada vez más marcado enraizamiento en una concepción de la sociedad civil como lugar de reconstitución de formas de autogobierno, capaces de relacionarse y confrontarse con las instituciones de un Estado descentralizado.


Sin embargo, en los años de la reflexión gramsciana sobre el taylorismo y el fordismo no faltaron las aportaciones de estudiosos o de corrientes culturales minoritarias que se expresaron no sólo en los márgenes del movimiento obrero organizado sino incluso en el mundo católico. Que, dentro y fuera de los sindicatos, de los partidos socialista y comunista, pudieron plantear (además de su búsqueda de la libertad de la persona en la relación de trabajo) una ruptura ideal y política con la vulgata dominante del socialismo de Estado, de los planes estatales y la revolución “por arriba”. Ante todo, clarificando las raíces de esta vía estatalista al socialismo y esta involución de la política, convertida en patrimonio de un cuerpo especializado y separado (con sus reglas y sus “secretos”) como fue el caso de la tecnoburocracia. Es decir, por un lado, la negación de toda libertad en la prestación de trabajo subordinado, una vez que han sido convenidas la duración del tiempo de trabajo y las remuneraciones; la pérdida de todo derecho de ciudadanía en el centro de trabajo; la fisicidad y unilateralidad, que caracterizan en el trabajo subordinado, la relación entre gobernantes y gobernados; y, por otro lado, la sistemática sustitución de la “liberación del trabajo”, de la conquista de una mayor libertad de la persona en el trabajo por la modificación de las relaciones de propiedad, operada por las ideologías “vencedoras” que hegemonizaron las diversas asociaciones inspiradas en el objetivo del socialismo o la emancipación de los trabajadores.

Entre tales aportaciones emerge, en la segunda mitad de los años treinta, la  provocada por la extraordinaria aventura intelectual y política de Simone Weil.     

Muchos críticos, pero también numerosos defensores de la obra de Simone Weil, haciendo una relectura “en el interior” de su tormentosa búsqueda, tienden a reconducir su testimonio a una especie de revuelta moral ante el trabajo “despersonalizado” y “desarraigado” y a algo así como un rechazo, místico y nostálgico, a la par del progreso y la modernidad. Y lo achacan a las formas que asumió, en el último periodo de su vida, su conversión al catolicismo. Existe, ciertamente, un momento místico en el sufrido itinerario de Simone Weil, donde parece que entrevé las vías de la liberación del hombre en una especie de ascesis y auto obligación de la persona, que incluso puede tener una cierta forma de iluminismo autoritario que transpira en las páginas tan sugestivas de  sus escritos de los años cuarenta en Londres. Pero es totalmente equivocado reducir toda la contribución de Weil a la cultura de la liberación a su conversión religiosa. Estas lecturas reduccionistas, cuando no viciadas por un prejuicio de fondo, no hacen sino reververar el rechazo opuesto, en años ya lejanos, a la crítica laica que Weil hizo del “marxismo post Marx” y de las ideologías autoritarias de la racionalización por parte de los mayores exponentes de la izquierda tradicional y de la comunista (entre ellos, el herético Trotsky) y, en el lado opuesto, por parte de los apologetas “burgueses” del taylorismo, como nos recuerda  Georges Friedmann.

En realidad, el acercamiento de Weil a la cuestión de la opresión del trabajo, como “génesis” del Estado autoritario moderno, precede a su dolorosa experiencia personal que quiso vivir como testigo y actor en la fábrica de trabajo parcelado. De ahí arranca su crítica radical a la deriva autoritaria del socialismo de Estado y un análisis desencantado de los mitos del progreso industrial y la “neutralidad” de las fuerzas de producción, que están en el origen del influjo dominante que ejercieron las ideologías de la racionalización en todas las corrientes del movimiento socialista. Detrás de la “religión de la ciencia” --trasmudada a una cultura de “iniciados” y en un “lugar secreto” del saber, dentro del culto al Estado (como único lugar de la política), como centro impulsor de los procesos de racionalización y planificación centralizada--  Weil, desde sus escritos de 1933, capta la proyección del gobierno opresivo y totalitario sobre el trabajo asalariado en las fábricas racionalizadas hacia una organización autoritaria y totalitaria del Estado, y la emergencia en la fábrica y en el Estado de una nueva clase social capaz de hacer madurar la naturaleza del Estado mismo.

Weil subraya una diferencia neta entre la relación de explotación que nace en el mercado de trabajo con la compraventa “desigual” del tiempo de trabajo y la relación de opresión. Y llevando a sus últimas consecuencias las observaciones de Marx, evidencia la autonomía de la relación de opresión y del sistema de poder insito en todas las formas de organización industrial, tanto de las relaciones de propiedad como de las políticas distributivas. Con un recorrido diferente al que siguió Hannah Arendt, Weil consigue determinar, en la opresión en el trabajo humano,  una contradicción lacerante de las democracias modernas y el “crisol” del Estado moderno racionalizado y totalitario. Su crítica de la utopía totalizante de la tecnocracia y del Estado totalitario –y, al mismo tiempo, de su impotencia para gobernar desde arriba la totalidad y la complejidad— madura en aquellos años de la racionalización triunfante.

De este acto de ruptura con la deriva lassalleana del marxismo y con la “religión de las fuerzas productivas” que, según ella, constituía la gran limitación del análisis de Marx, madurará la decisión, que no era impulsiva, de experimentar personalmente el trabajo parcelado y oprimido; de vivir y padecer el taylorismo y el fordismo ya realizados. Weil afrontará dicha prueba para situar, en su bagaje crítico, sus reflexiones sobre  las “causas de la libertad y la opresión social”, y para buscar los caminos posibles de una salida progresiva a un sistema de gobierno opresivo del hombre y de su trabajo, que no podía cambiarse con la ilusoria ruptura revolucionaria, reducida a un solo momento.

Aquí esta el valor de su trabajo práctico, que no está desprovisto de un punto de vista teórico. Incluso por esta razón, su aguda desmixtificación del “cientifismo” y la misma racionalidad del modelo taylorista y el sistema fordista, sus investigaciones en el terreno práctico en torno al ligamen entre “la orden” y “el tiempo” en el trabajo parcelado; sobre el despiadado vínculo que la subordinación a la “orden” recibida, a la predeterminación –incluso repentina--  del instante de ese trabajo, impone a la persona confinada en una tarea sólo de ejecución y sobre el nexo simultáneo del “tiempo” exigido para la ejecución del trabajo (que impide, en la terrible monotonía y repetición de la tarea, estar descuidada y obliga al trabajador a concentrarse “segundo a segundo” sobre un problema mezquino), constituyeron en los años treinta una de las más profundas investigaciones críticas sobre la racionalización y la despersonalización del trabajo. Todo ello en flagrante contraste con las doctrinas productivistas que triunfaban en el movimiento socialista.

Por otra parte, Simone Weil  --mucho más que otros--  supo establecer la la alienación en el trabajo como resultado de una relación opresiva y deshumanizadora con la alienación de la sociedad civil. No sólo subrayando que las formas de la “fuga” del trabajo resultan ilusorias e, incluso, desestabilizadoras para la convivencia civil si no encuentran en la liberación, aunque sea gradual y siempre parcial, del trabajo su fundamental punto de referencia. Pero también evidenciando la exasperación de la relación de opresión y  el proceso de burocratización del poder en los centros de trabajo la matriz de una involución burocrática y autoritaria del Estado que nunca podrá ser eliminada únicamente con la modificación de las relaciones de propiedad. Incluso cuando la modificación de estas relaciones  coincide con la estatalización de los medios de producción, la relación de opresión en la fábrica es, para Weil, la sanción de la deriva represiva del Estado totalitario.

Pero, al mismo tiempo, no se escapa de su investigación la toma de conciencia del límite y la contradicción profunda que hay en el proceso de racionalización tanto en la fábrica como en el Estado. Mientras percibe con lucidez los “límites del desarrollo”, Weil sabe poner de relieve que el poder centralizado y su aparato burocrático, con su progresiva tendencia a la centralización de las decisiones y al control detallado de lo existente, son cada vez más impotentes para gobernar la realidad cada vez más compleja y dinámica, de la fábrica y la sociedad civil. El poder autoritario del Estado autoritario crea un divorcio entre la sociedad legal y la real, entre política y economía, entre las élites tecnocráticas y el resto de los estratos sociales. Y, en la fábrica, la aplicación rigurosa de la racionalización taylorista llevaría a la parálisis del aparato productivo si no se eludieran cotidianamente, contradiciéndolas, mediante las mil astucias del “saber hacer”  y de los espacios de libertad que cada cual se ve obligado a inventar. Se trata de observaciones que, aunque comprobadas en el terreno práctico, fueron liquidadas en los años de la segunda posguerra. Pero ¡qué ruptura con las profecías de la racionalización triunfante como crisol del socialismo lo que todo ello representó en aquellos años!

En la utopía del despotismo ilustrado, que acaba por “oprimir con la esperanza de la liberación, como hizo Lenin, Weil propone una utopía experimental, es decir, la determinación de las condiciones óptimas  para garantizar al hombre “la verdadera libertad”, una condición en la que todas sus acciones “se derivarían de una anterior valoración referente al fin que él propone y la sucesión de medios idóneos para realizar dicho fin”, escribe en  Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la opresión social*.  Ello en la plena conciencia de lo inalcanzable de tal objetivo, y sólo con el objetivo de alcanzar un criterio para experimentar, en su interacción, todas las posibilidades, incluso las más modestas, de “aproximación” a este resultado “imposible”.

Con gran lucidez, Weil pasando revista a las diversas pistas que debía intentar como alternativa a la ilusión del momento único de resolución (por ejemplo, el control obrero y de la formación polivalente, de la alternancia de funciones y la movilidad profesional, de los grupos de trabajo multifuncionales y la experimentación de nuevas tecnologías en función de la liberación de las potencialidades intelectivas de los trabajadores, de la investigación de grandes dimensiones, incluso arquitectónicas, más “humanas” en la empresa o de una estrategia de la innovación organizativa donde se entrelazan colaboración y conflicto entre obreros y management) busca sin ningún tipo de nostalgia en el mundo preindustrial la forma de “dar un poco de alegría a la máquina que nos aplasta: el modo de dejar al individuo, aquí y allá, una cierta libertad de movimiento en el interior de los lazos que le rodea la organización social. Este es el único proceso revolucionario imaginable, capaz de incidir en las causas estructurales de la opresión, “ejercida en nombre de la función”, que Weil contrapone a la contumacia de la teoría y la práctica dominantes en partidos y sindicatos que, de cualquier modo, están relacionados al movimiento socialista y comunista.     
    
No había moralismo de ninguna clase, ni tampoco metafísica en la investigación minuciosa y casi escéptica que vislumbra Simone Weil buscando las connotaciones de un “sistema que no conocemos” para ensayar las potencialidades de reducir --aunque parcial y siempre gradualmente--  la opresión en el trabajo subordinado; las potencialidades  que presentan la enseñanza, el control, la información y promoción de una tecnología que asuma tendencialmente al hombre como variable independiente.

Y no es por casualidad que dicha investigación constituirá una fundamental referencia para quienes, en los años treinta, se midieron con las contradicciones devastadoras de la gran “racionalización” de la condición del trabajo subordinado: Georges Bernanos, Emmanuel Mounier,  y el grupo del Esprit, y sobre todo gentes como Geroges Friedmann  y otros muchas tras él.


Georges Friedmann, en el curso de su largo y sistemático análisis de las implicaciones de los procesos de racionalización sobre la naturaleza y la libertad del trabajo humano, siguió un itinerario diferente, si no opuesto, al de Simone Weil. A mitad de los años treinta, el joven Friedmann estaba ocupado sobre todo en refutar las rebeliones metafísicas y reaccionarias del progreso, que la gran crisis de 1929, exigía a muchos intelectuales; y de subrayar, sin embargo, las connotaciones de clase que los procesos de racionalización asumían en el capitalismo. De hecho, Friedmann atribuía un papel determinante a las relaciones de producción (y, entre estas, a las de propiedad) en la exasperación de los contenidos opresivos de la división técnica del trabajo. Por esta razón buscaba percibir –en la primera fase del experimento soviético— un taylorismo de “rostro humano”, inspirándose en los escritos de la escuela rusa de psicotécnica y hasta en el movimiento estajanovista que el confundía al pensar que había una recuperación de la relación entre el pensamiento y la acción en el momento de trabajar. 

En los años siguientes, sobre todo en la segunda posguerra, Friedmann recorrerá, sin embargo, a través de su investigación crítica sobre el “trabajo a trozos” todas las etapas de la búsqueda de Simone Weil de las formas posibles de recomposición del trabajo, de la formación polivalente de los trabajadores, de reconquista mediante el conflicto de los espacios de libertad en la prestación del trabajo. Lo que le llevó a reconocer que los cambios en las relaciones de propiedad podían ser totalmente ininfluyentes en la relación entre gobernantes y gobernados en los centros de trabajo; y que –cuando se traducían en la estatalización de los medios de producción—incluso podían acelerar el surgimiento de un estado totalitario. Como ocurrió en la Unión Soviética, donde los intentos de “domesticar” el taylorismo por parte de la joven escuela psicotécnica fueron hechos trizas por la represión staliniana. Y será su reflexión sobre las fuertes conexiones existentes entre una cierta fase del progreso técnico y el barlovento –sin duda no ineluctable, pero formalmente obligado por la cultura de aquella época, por la ideología taylorista y fordista— lo que llevó a Friedmann, en los últimos años de su vida, a una fuerte revalorización de la crítica espiritualista de Karl Jaspers y de Henri Bergson. E incluso a un cierto escepticismo, mucho más radical que el de Weil, en lo atinente a la necesaria experimentación de formas alternativas de organización del trabajo y de la sociedad civil, capaces de revalorizar la autonomía y la auto realización de la persona en el momento de trabajar.

Sin embargo, es mucho más sintomático que los síntomas de la reflexión de Friedmann en la segunda posguerra estuvieran ya presentes en sus primeros escritos de los años treinta. Estos contienen ya un núcleo de pensamiento del que nunca renegará; así como sigue siendo válida, en esencia, su crítica de las formas espiritualistas de rebelión al progreso técnico y los planteamientos reaccionarios de los procesos de racionalización, como el corporativismo. Y también su crítica al corazón de la ideología de la racionalización –al taylorismo y al fordismo--, a sus contenidos autoritarios: se trata de una ruptura con la apología del taylorismo que se extiende, durante estos años, en los sindicatos reformistas, en los partidos socialdemócratas y en muchos de los partidarios del experimento bolchevique.


Incluso en aquel periodo de entreguerras, caracterizado por el triunfo de las ideologías de la racionalización y la estatalización en las culturas y las estrategias del movimiento socialista y de los movimientos reformadores –como, por ejemplo, los de matriz cristiana— se ensayaron otros caminos. Hubo otras prioridades posibles a legitimar en el conflicto social y en la iniciativa de los partidos reformadores. Hubo otras posibilidades que partieran de un análisis más riguroso frente a la racionalización como crisol de las tendencias de transformación del Estado en sentido autoritario, situando el objetivo de la democracia en la sociedad civil y una mayor libertad de la persona en la relación de trabajo como fin inmediato y no como medio de la política.

Hubo, y todavía las hay posibilidades de una búsqueda para conquistar, aquí y ahora, nuevos espacios de libertad en la actual relación de trabajo y de remoción de la soledad del trabajador subordinado, demediado en su unidad de ser pensante y despedazado en su dignidad. Por lo tanto, de su existencia.

Este es también el valor del testimonio de Simone Weil, más allá de su recorrido errático y su acercamiento místico con rasgos desesperados.

Hubo entonces, y hay todavía otra izquierda posible. 


Notas


(116) “El socialismo no se hace y no puede hacerse mediante decretos, ni siquiera por un gobierno socialista. El socialismo debe hacerse por las masas, por cada proletario, allá donde está ligado a la cadena del capital” (Rosa Luxemburgo, Discurso sobre el Programa de 1919). Citado por Negt en Rosa Luxemburg e il riinovamento del marxismo.     

(117) Ibidem

(118) Rosa Luxemburgo. Huelga general, partido y sindicatos.

(119) Ibidem

(120) Ibidem

(121) Israel Getzler. Octubre de 1917, il dibattito sulla rivoluzione.

(122) Rosa Luxemburgo. La rivoluzione russa (1919)

(123) Ibidem

(124) Negt. Rosa Luxemburg… Obra citada.

(125) Ibidem

(126) Organizzacione rivoluzionaria e Consigli operai, Feltrinelli 1970

(127) La contre-revolution bureaucratique. Obra citada.

(128) Ibidem

(129) Organizzazione rivoluzionaria

(130) Gian Enrico Rusconi. La problemática dei Consigli in Karl Korsch, Feltrinelli 1973

(131) Karl Korsch. Legislazione del lavoro peri l Consigli di fabbrica. Laterza 1970

(132) “Mediante la inmediata y general atracción de un control similar desde abajo, el esclavo asalariado del viejo sistema es transformado de golpe en el ciudadano trabajador del estado social de derecho, un ciudadano que participa concretamente en las decisiones” (Karl Korsch en Ché cosa é la socializzazione?) 

(133) Ibidem

(134) Gian Carlo Rusconi. Obra ya citada.

(135) K. Korsch. Consigli di fabbrica …  

(136) Leonardo Ceppa. La concezzione del marxismo in Karl Korsch.

(137) Danilo Zolo. I marxisti e lo Stato.

(138) Korsch. I Consigli di fabbrica.


*   Hay edición castellana, Paidós Ibérica N. del T. 



No hay comentarios:

Publicar un comentario