Capítulo
19. LOS OTROS CAMINOS
Sin embargo, en el movimiento obrero existían otros
caminos, y no sólo en el movimiento socialista y comunista; había otras
tendencias, otras culturas. Y, sobre todo, otras experiencias que –aunque
fueron derrotadas entre las dos guerras mundiales-- pudieron ofrecer preciosos
esbozos y estímulos a una búsqueda para sacar del impasse a las fuerzas
reformadoras en el que se encontraban sobre cuestión de la autorrealización de
la persona en el trabajo y por los escombros que dejó tras de si la idolatría
estatalista de la política.
El primer nombre que nos viene a la cabeza en el ala
radical del movimiento socialdemócrata es el de Rosa Luxemburgo con su
intransigente anti lassallianismo que la llevará a combatir, durante toda su
existencia, la “revolución por arriba”, contra el “socialismo de los decretos”
(116), y contra la sustitución en las funciones de gobierno de las viejas
clases dominantes por parte de los “delegados de la clase obrera” que deja
intactos –ante todo, en los centros de trabajo— el “espíritu esclavista de
disciplina” y la restricción de los derechos individuales (117).
Incluso su concepción de la “huelga general”, “como
el arma más potente de la lucha política por los derechos políticos (y como
precondición de cualquier proceso transformador), por unilateral y
provocadoramente esquemática que fuese, expresaba su preocupación constante por
“soldar la espontaneidad con la organización” y construir siempre, sobre las
necesidades y las reivindicaciones cotidianas específicas de los trabajadores,
un movimiento reformador con un sentido socialista (118).
“Trabajar desde abajo”, como
justamente subrayaba Oskar
Negt,
contra la ideología dominante en la socialdemocracia por la conquista del poder
de arriba es la recurrente fórmula de la batalla “libertaria” de Rosa
Luxemburgo que da un contenido inédito a los objetivos que ella plantea al
movimiento consejista (119). No es una “prueba general” y una “educación de las
masas para la revolución”; no es la anticipación de la toma del poder a nivel
de Estado. Sino un momento autónomo
de construcción del cambio: “La conquista del poder no se consigue de golpe
sino progresivamente, injertándose en el Estado burgués hasta ocupar todas las
posiciones, defendiéndolas con uñas y dientes […] Debemos luchar paso a paso,
cuerpo a cuerpo en todo Estado, en toda ciudad y en todo pueblo para transferir
a los consejos de obreros y soldados todos los instrumentos de poder del Estado
que deben ser expropiados, paso a paso, a la burguesía” (120). Es sobre la base
de esta concepción de la transformación como proceso –como obra de los
individuos de carne y hueso que componen las clases subalternas y encarnan los
objetivos reformadores— que Rosa Luxemburgo entrará en abierto conflicto con el
“socialismo de Estado” y con el “partido de vanguardia” que madura en la
concepción de Kautsky y Lenin y que desemboca, en la aventura autoritaria del
socialismo, con la expropiación del poder estatal solamente por parte del
partido bolchevique.
Aquí Rosa Luxemburgo hace
una ruptura radical (a la que Gramsci nunca se adhirió) con la concepción
marxista del “Estado de la dictadura del proletariado”, aunque buscó
desesperadamente defender esa “fórmula” como la expresión más ilimitada y
amplia de la democracia (121). “En lugar de los cuerpos representativos,
salidos de las elecciones populares, Lenin y Trotsky han instalado los soviets
como única representación de las masas trabajadoras. Pero con el
estrangulamiento de la vida política en todo el país, incluso la vida de los
soviets, no podrá escapar de una parálisis cada vez más extendida. Sin elecciones
generales, sin libertades ilimitadas de prensa y de reunión, libre lucha de
opinión en toda la enseñanza pública, la vida se desconecta y se convierte en
aparente. Ahí el único elemento activo es la burocracia […] un predominio de
grietas, ciertamente, una dictadura --pero no la dictadura del proletariado— de
un puñado de políticos, es decir, la dictadura en el sentido burgués, en el
sentido de dominio jacobino” (122).
La alternativa que Rosa
Luxemburgo vislumbra, incluso con relación a los posibles desarrollos del
socialismo real, entre “socialismo y barbarie” encuentra aquí sus bases más
profundas en una concepción de la transformación social anclada en una libre y
creativa iniciativa de las masas y de las personas, y una tensión hacia el
autogobierno que no está “escrita” en la historia, sino encomendada a la
voluntad de los hombres. Aquí está el fundamento de su visión de la libertad
como proceso en expansión, como derecho “uno e indivisible”. “La libertad sólo
para los partidarios del gobierno, sólo para los miembros de un partido –por
numerosos que estos fueran— no es libertad. La libertad es siempre únicamente
libertad para quien piensa de manera diferente” (123).
Pero también Rosa Luxemburgo
–incluso asumiendo como conquista estructural toda esperanza de autogobierno en
los centros de trabajo, toda ruptura del “espíritu esclavista de disciplina, toda
experiencia de masas que, naciendo de la “esperanza, las necesidades y los
deseos de cada proletario en sus praxis cotidiana, politiza los intereses
cotidianos y las necesidades de los hombres (124)-- se detiene ante el problema
específico de la alienación que se produce con la expropiación de los
instrumentos de producción y de los
saberes del trabajador, y frente a la necesidad de explorar nuevos caminos en
la misma fase de la transformación de los núcleos de la sociedad civil que
precede y acompaña el acceso de los trabajadores al gobierno del Estado. Todo
ello con la idea de superar gradualmente la separación entre gobernantes y gobernados
que se va exasperando en los procesos de la racionalización taylorista. Por lo
demás, este límite se expresa –a pesar de sus importantes afirmaciones de
principio sobre el “trabajo desde abajo” o sobre las potencialidades políticas
de las “pequeñas reivindicaciones cotidianas”-- en el escaso interés que ella
demuestra, en su trabajo teórico y en sus escritos políticos, por las
implicaciones de los procesos de racionalización sobre las relaciones de poder
en los centros de trabajo y en los contenidos del conflicto social, en la
práctica diaria de los trabajadores organizados o auto organizados.
También por esta razón, si Rosa Luxemburgo capta con agudeza el
impacto de los procesos de racionalización y de las ideologías de la
racionalización sobre las organizaciones del movimiento obrero con el
nacimiento de nuevas estructuras burocráticas que constituyen un inter espacio,
cada vez con un mayor espesor, entre “organización y espontaneidad” en el
conflicto de clase, no conseguirá nunca superar –en la propia concepción del
gobierno de este conflicto-- la vieja
dicotomía entre lucha social y lucha política a la que debía corresponder la
“natural” división del trabajo entre “partido y sindicato”. Rosa Luxemburgo
indicó ciertamente un camino, como escribe Oskar Negt, una vía que lleva a una
concepción de la democracia en los centros de trabajo, no alternativa sino
integrada en un sistema de democracia representativa (125). Y ello la coloca,
ciertamente, en un horizonte que pocos dirigentes y teóricos del movimiento
socialista del siglo XX han alcanzado. No obstante, recorrió la mitad de este
camino.
Contrariamente a un juicio
al uso, no creo que se pueda situar a los llamados comunistas de izquierda de la
tendencia “consejista” entre los que supieron captar la nueva frontera de una
batalla por la democracia en el conflicto entre gobernantes y gobernados en el
interior de la relación de trabajo y no sólo en el circuito distributivo. Una
relectura de las tesis de Anton
Pannekoek, Paul
Mattick, Otto
Rühle o de Helmut
Wagner` confirma que sus tesis de los años veinte sobre el poder
consejista y sus elaboraciones posteriores (sobre todo en el International
Council Correspondance) no constituían una alternativa creíble al estatalismo
racionalizador que ya triunfaba en el movimiento socialista y comunista (126).
De
los “comunistas consejistas” y, particularmente, de Pannekoek se mantiene como
actual, aunque no aislada, su crítica despiadada a los procesos de
burocratización en las organizaciones tradicionales del movimiento obrero, de
la involución autoritaria de las estructuras de gobierno en la fábrica y en el
Estado de la naciente Unión Soviética, de la inevitable dictadura de un partido
de élite y de un partido “unico” de la clase obrera en la Rusia de los soviets y de la
consiguiente esclerotización de la democracia de los consejos. Y conserva un tono incisivo su tesis sobra la
impracticabilidad de una experiencia consejista en un país relativamente
subdesarrollado donde la clase obrera es una minoría. También sobre el carácter
“populista”, romántico (e intrínsecamente autoritario) de “una revolución
contra el capital”. Pero el “espontaneismo” de los comunistas “de izquierda”,
su rechazo de toda subordinación de los consejos al “partido único de la clase
obrera”, su teorización del autogobierno en los centros de trabajo como la
“auto actividad de amplias masas de trabajadores” y como regulación de las
“relaciones entre seres humanos en función de la producción”, son
sistemáticamente refutados por una concepción organicista y corporativa del
poder consejista que es concebido como el único que detenta una legitimación
para deliberar en nombre de toda la ciudadanía.
El
gobierno “autárquico” del consejo obrero de empresa, situado como alternativa a
la estatalización y al poder de las burocracias manageriales, mantiene de hecho
una mera función sustitutiva de la gestión “burguesa” de la empresa,
exactamente como en el esquema leninista, y es concebido simplemente como
gestión colectiva de la racionalización taylorista que, como tal, nunca se pone
en cuestión. Incluso, el proceso de “socialización” de los recursos, propugnado
por los comunistas “consejistas”, se expresa una vez más solamente en el campo
de la distribución: el “socialismo” es la retribución, con un criterio uniforme,
de “la hora media de trabajo” sustituyendo, con un mecanismo igualitario, la
“relación del trabajo asalariado” (128). De dicha manera, el sistema consejista
–mediante su estructura “piramidal”--
sería capaz de convertirse en Estado, superponiéndose a los partidos
(cuya existencia es transitoria), eliminando los sindicatos (cuya función está
superada por la supresión de la propiedad privada de los medios de producción)
y sustituyendo al sistema parlamentario que, en tanto que expresa la
representación del universo de la ciudadanía, es incompatible con el poder
consejista. De hecho, esto excluye del propio ámbito los representantes de las
clases “enemigas” de la clase obrera o extrañas a ella (129). Es el “Estado de
la dictadura del proletariado” en su versión más autoritaria que sustituye a la
dictadura de un partido por la del poder indiviso de los consejos obreros.
Las
huellas que dejaron los comunistas “consejistas” en la historia de las ideas
socialistas son las de un movimiento “contra” la dictadura burocrática de los
partidos de “élite”. Pero también las de un movimiento sin un proyecto, y
sorprendentemente separado, en sus análisis y objetivos, de los acontecimientos
concretos y de los objetivos específicos del conflicto social.
Incluso
si Karl
Korsch confluyó en parte –sobre todo tras su emigración a los
Estados Unidos en 1936-- con lo que
quedaba del comunismo de izquierda (en particular la revista Living Marxism), compartiendo su lucha
sin cuartel contra el “imperialismo rojo”, su relación con la historia de las
ideas del movimiento socialista y la construcción de una teoría de la
democracia industrial, como parte integrante de la democracia política que
marcó la primera fase de su experiencia política, no puede ser confundido, en
modo alguno, con las tesis sumarias y totalizantes de los teóricos del poder
exclusivo del poder de los consejos.
En
primer lugar porque la reflexión de Korsch sobre los problemas de la democracia
en los centros de trabajo nace de su búsqueda de nuevos caminos para superar –a
través del instrumento del control y no de la formal expropiación de los títulos
de propiedad-- la separación entre
gobernantes y gobernados que excluía de la fábrica las reglas de la democracia.
Toda su obra, desde los inicios de su colaboración en la “Comisión por la
socialización” (130), instituida por la República de Weimar en 1918, está impregnada por el
convencimiento de que una transformación socialista, y lo que la distingue de
las revoluciones burguesas que liberaron al hombre en tanto que ciudadano,
“consiste en el hecho de que ella no es sólo una batalla por las libertades
políticas e intelectuales sino, al mismo tiempo, una lucha por la liberación
del hombre que trabaja” (131). Korsch busca aquí la construcción de “un Estado
social de derecho” (132) donde el proceso de “autoliberación” de la clase
obrera –para permitirle una “forma directa de autodeterminación de sus
condiciones de trabajo” (objetivo siempre ignorado en los programas y en la
praxis de los viejos partidos y sindicatos socialdemócratas de Europa y
América)-- se combine, mediante la
praxis del control en los centros de trabajo, con una democracia de la
representación, capaz de expresar los intereses, sobre todo los de los
consumidores, en toda la colectividad (132).
La
palabra clave que inspira la búsqueda de Korsch, y que no cambia de valor con
la mutación de las relaciones de propiedad, es la del “control desde abajo”
sobre las condiciones y la organización del trabajo y --en sus hipótesis más
audaces-- sobre la gestión de la empresa. Un control que no elimina, con un
utopismo facilón, la existencia de formas
–si bien mudables y reformables--
de la división técnica del trabajo y de la estructura jerárquica de
la empresa, también ésta reformable, no
dejando espacio a una gestión autoritaria indiscutible. La cual se afirma tan
pronto como la utopía instrumental del cambio “autosuficiente” de los titulares exclusivos del poder revelando
su propio carácter despótico. Un control que conserve y alimente espacios
efectivos de libertad de la ciudadanía, de participación en las decisiones, de
poder en los centros de trabajo en una dialéctica conflictual, pero no
irreducible al compromiso con las instituciones a cargo del gobierno de la
empresa, y que se confronte con las instituciones democráticas del gobierno del
Estado sin privarlas nunca de su autoridad (134).
De
hecho, en Korsch es manifiesta la aversión a una concepción del socialismo,
llevado de la mano por un mecanismo utilizable para ese fin, que se limitase a
una modificación de las relaciones de propiedad sin dañar el sistema que regula
las relaciones entre personas en los centros de producción y en la organización
del trabajo humano. Así, su repulsa es radical hacia las nuevas ideologías
estatalistas que predominaron en aquella época, con formas diversas, en los
partidos socialdemócratas y en el Partido comunista ruso: “Ninguno de los
medios políticos para la liberación de la clase obrera de la explotación
capitalista, en primer lugar la teoría socialista, se ha referido, de un modo
exclusivo, a ser capaz de llevarnos al socialismo al que aspiran las masas
trabajadoras […] la clase de los obreros –que es la única productiva-- no deviene más libre, su modo de vida y de trabajo no deviene más humano por el hecho de que al director
nombrado por el dueño del capital privado le suceda un funcionario designado
por el gobierno o por la administración local” (115). La prioridad absoluta de
la conquista del “poder político”, ocupando el Estado, arruina, según Korsch,
el objetivo de una democracia industrial que debe realizarse paso a paso,
mediante el control desde abajo hasta el control de la gestión de la empresa,
independientemente del régimen de propiedad. En esto Korsch coincidía con otros
dirigentes de la socialdemocracia alemana, influenciados por la Sociedad
Fabiana inglesa y por el Guild
Socialsim, como Bernstein. Incluso si este último se detiene
ante la organización racional de la gran fábrica, asumiéndola, tal como era:
como “fuerza productiva” al servicio de un nuevo Estado.
Para
Korsch la socialización “no se detiene en la conquista del poder político”, sino que –siendo capaz
de construir un sistema de democracia industrial in progress— deviene un proceso que no espera el cambio de las
relaciones de poder a nivel del Estado, sino que influencia, más bien, su
carácter y sus contenidos.
Es
un proceso que no se agota sino que se acentúa en el momento en que es una
eventual “sustitución en las funciones” en el gobierno de la empresa y del
Estado. Es un proceso que no se agota sino que se acentúa en el momento en el
que se opera una eventual “sustitución
en las funciones” del gobierno de la empresa y del Estado. Para Korsch –también
para Otto Bauer y otros muchos—
“la dialéctica de los poderes”, la coexistencia de diversas formas de
democracia, no excluyentes entre sí, constituye la única garantía de que la
“socialización” –incluso antes de la conquista y la reforma del Estado—
comporte una transformación del “modo de producción” y no sólo del modelo distributivo,
mediante una transformación de la relación del trabajo subordinado realizada
por los mismos trabajadores y no sólo de los que se auto invisten como sus
representantes.
No
es por casualidad que tiende a
desaparecer, en la concepción de Korsch, todo ritual de la “división del
trabajo” y toda jerarquía preconstituida entre las diversas expresiones
asociativas del movimiento obrero. Korsch hablará siempre de “los partidos” y
no del partido de vanguardia;
defenderá la obra, no efímera, de los sindicatos que –transformados en
“sindicatos de industria” y superando el corporativismo de oficio— pueden, en
su opinión, constituir el verdadero trait
d´union entre los consejos y las sociedades nacionales con sus complejos
intereses. Y considerará fatal para la experiencia consejista y para el
sindicato la desnaturalización del carácter autónomo y voluntario de las expresiones organizadas del movimiento obrero. La
obligación de afiliarse a un sindicato “legal” y toda legislación coercitiva
del asociacionismo obrero están en contradicción, dice Korsch, con toda forma
de democracia industrial. Su defensa del pluralismo de las ideas y de las
libres expresiones organizadas del movimiento de los trabajadores constituye el
corazón de su concepción de la democracia consejista como parte de una
democracia completa (136).
Korsch
no afrontó de cara los problemas inéditos, en los puestos de trabajo, de la
organización taylorista y del modelo fordista. Solamente intentó esbozar una
solución institucional que dejara la gestión del proceso de “racionalización” a
la dirección de la fábrica, subordinando post
factum esta dirección al veredicto de los trabajadores. Y ello fue una
limitación en su fecunda búsqueda. Pero Korsch sigue siendo el principal
exponente de relieve del movimiento socialdemócrata y después comunista al
haber afrontado, de manera orgánica, la problemática de la transformación
(137).
En
su investigación siempre estuvo atento a las diversas experiencias políticas y
reivindicativas que maduraban también en los aledaños del movimiento socialista
en las organizaciones obreras de los diversos países europeos en la primera
posguerra (138). Entre ellas, además del Guild
Socialism, incluso las que expresaban por los movimientos sindicales
revolucionarios en Alemania, Francia e Italia. Aunque nunca se identificó con
ellos, supo captar la fecundidad de sus análisis y la pars construens de su lucha
contra las nuevas formas de opresión que ya maduraban con la racionalización
taylorista. Sin embargo, es necesario decir que, salvo el Guild Socialism, casi nadie de estos movimientos consiguió expresar
una capacidad de proyecto alternativo que no estuviera limitada a la mera
teoría, ni ser capaz de construir esperanzas duraderas en la lucha, en algunos
países, contra la racionalización taylorista.
Entre otros muchos que, en el movimiento obrero –y
sobre todo en la socialdemocracia alemana y austriaca— sufrieron una fuerte
influencia de las ideas de Guild
Socialism en la búsqueda de los problemas de la libertad del trabajo, casi
en antítesis con el redescubrimiento del Estado que otros hicieron, como única
sede y espacio de la política, hay que recordar a Otto
Bauer
que intentó conciliar la experiencia de los consejos con el Estado
parlamentario, basado en la defensa prioritaria de los derechos individuales.
Es verdad que tampoco Bauer cuestiona radicalmente
el proceso de racionalización, aunque denuncia “su uso capitalista” (lo que no
es poco). Es verdad que una parte de su pensamiento sigue anclado en las categorías
de la racionalidad y la racionalización formal. Sin embargo, mucho más que
otros de su tiempo, sabe captar algunos aspectos esenciales de la
racionalización taylorista en sus implicaciones “objetivas” sobre la
“deshumanización” del trabajo. Y contrariamente a las corrientes “estatalistas”
del socialismo europeo y del leninismo no ve, en absoluto, la superación o la
“transmutación” de sus efectos en una “ética socialista” o en el “ascetismo”
gramsciano del trabajador alienado; ni tampoco en una política de altos
salarios o en la búsqueda fuera del
trabajo (sólo con la reducción de los horarios) de la libertad negada en el
lugar de la producción.
Lo que Bauer percibe como la única vía es, más bien,
un proceso de control conflictual sobre los procesos del trabajo, y ésta
debería ser la función de los consejos. “La racionalidad tiene todavía otros
efectos: encadena al obrero a la cadena de producción, a la máquina semi
automática y a la eterna repetición del mismo gesto; encadena al administrativo
a la máquina calculadora [ … ], condena a las masas a trabajos que no ofrecen
posibilidad alguna de valoración y satisfacción de la iniciativa personal, de
la fantasía y del instinto personal de
creación y afirmación. Lo que el trabajo niega a los hombres lo buscan el
domingo por la tarde en el cine, en el campo de deportes y en la vida social.
El deseo de experiencias más fuertes, del riesgo, de la aventura arroja a unos
al fascismo y a otros al bolchevismo. Si la clase capitalista se siente
amenazada en el dominio y en la posesión puede explotar este estado de ánimo,
ampliamente extendido en las masas, para destruir la democracia y hacer un
llamamiento a la fuerza”.
De hecho es un dato
revelador que Bauer ponga en el centro de su crítica la involución autoritaria
del experimento leninista, en la
URSS , no sólo la negación de los derechos y de las libertades
individuales que son el fundamento de la democracia, sino que (con Max
Adler) sitúa la cuestión de la dialéctica entre gestión y
control. En suma, la división de los poderes –en primer lugar, incluso-- en los centros de producción. Bauer no considera,
en absoluto, como resolutiva la solución de la “sustitución” en las funciones
de gobierno de la empresa o del Estado de una clase contra otra, cuando
introduce, también en una empresa “socializada”, la necesidad de un control de
la nueva dirigencia de la burocracia industrial desde debajo.
Tal
vez está aquí la fecunda contradicción de las reflexiones de Otto Bauer y otros
austromarxistas
como Max Adler: la introducción de una auténtica democracia industrial en los
centros de trabajo dentro de una dialéctica conflictiva, no sólo entre el
sistema de los consejos y las instituciones de la democracia parlamentaria,
aunque respetando de la prerrogativas recíprocas con en el reconocimiento de la
supremacía del parlamento, sino entre el “control social” desde abajo y la
dirección de la “burocracia industrial”. Esta concepción de la burocracia
industrial no conduce, como asegura Alvater, a una “racionalización con
suficiente eficiencia” pero consolidada en sus presupuestos, aunque introduce
una contradicción dinámica en el mismo corazón de los procesos de
racionalización. Que son, por su naturaleza, radicalmente alternativos a toda
forma de democracia de base, a todo control, a todo proceso de
“codeterminación” de la organización del trabajo. Me parece que ésta es la
correcta interpretación de la transformación molecular de la sociedad civil, que no espera el “acto creativo de
la política”, insito en la conquista del Estado (tal como lo concebían Renner,
Hilferding y Kelsen) y que constituye, sin “etapas prefiguradas”, unas
experiencias socialistas en la fábrica y en la comunidad, sobrepasando –como
observa Giacomo
Marramao— la “mixtificante alternativa entre reforma y revolución”.
Escribe Bauer: “Todavía nos rodean muchas Bastillas. ¡Todas hay que asaltarlas
y destruirlas! Si lo queremos, cada día podemos destruir una. Pero no todos los
días podemos abatir las grandes Bastillas; mientras tanto, podemos destruir
innumerables pequeñas Bastillas: las de la superstición, la explotación y la
servidumbre”.
Otto
Bauer --que no dudaba en propugnar, sobre estas bases, unas “vías nacionales al
socialismo” contra el principio del Estado-guía y del partido-guía, incluso
cuando “se consolidaba la teoría del socialismo en un solo país”— sostendrá con
orgullo que “lo que la ignorancia de nuestros burguesuchos llama
austromarxismo, es en realidad la corriente espiritual internacional del centro
marxista; no se trata de una especialidad, sino de una tendencia ideal en el
interior de la
Internacional que tiene sus exponentes y seguidores en todos
los partidos socialistas. Pero, aplastada por el conflicto entre el reformismo
estatalista y la dictadura bolchevique en un solo país –y abrumada por el
derrumbe de la ejemplar “utopía” que fue aquella “Viena roja” bajo el ataque de
la reacción fascista-- esta “tendencia
ideal” fue marginada primero y derrotada
después. Ciertamente, por los acontecimientos. Y por los graves errores de
perspectiva. Pero también por la agresión conjunta de ideologías opuestas que
coincidían en una concepción común de la primacía del Estado y de la primacía
“ilustrada” de la política sobre la sociedad civil. Y que acabaron por
compartir la hegemonía en los diversos movimientos socialistas.
La
gran crisis de la racionalización taylorista y la ingobernabilidad de de las
sociedades complejas, mediante la mera gestión burocrática y autoritaria del
Estado y de las empresas que emergen a finales del siglo XX, restituyen sin embargo
al austromarxismo de Otto Bauer y Max Adler el valor de un intento fecundo que
debemos reconsiderar con respeto.
Pero
en ese aspecto es bueno volver la mirada a una de las experiencias que, más
allá de sus resultados concretos (nada despreciables) ejerció una relevante
influencia entre los que, en las primeras décadas del siglo XX, se interrogaban
sobre las vías a recorrer para luchar contra “la raíz del despotismo como tal y
la falta de libertad del hombre que trabaja en la esfera de la producción. Es
decir, a la experiencia del “control obrero” en las fábricas inglesas, a
caballo de la segunda guerra mundial, y a las tesis del Guild Socialism. La
gran influencia del socialismo guildista –un pequeño grupo minoritario en el
panorama de los movimientos socialistas ingleses-- sobre alguno de los más relevantes teóricos
de la socialdemocracia alemana y austriaca (desde Bernstein a Hilferding y de
Korsch a Bauer y Adler) solamente puede explicarse por el hecho de que su
fuerza y su fascinación no se apoyaban sólo en la gran tradición del
pensamiento radical inglés –desde Owen a los Cartistas, a los primeros
partidarios del sindicalismo industrial como Tom
Mann— sino incluso y, sobre todo, a su capacidad de dar
voz, legitimación teórica y representación política a un movimiento real por el control desde abajo que se desarrolló, a
partir de 1914, en algunos centros vitales del sistema industrial
británico.
El
giro que tomó en Gran Bretaña la militarización de la industria y los
transportes en la difusión de los procesos de “racionalización” de la
organización de la producción y del trabajo y en la composición social y
profesional de la clase trabajadora, constituyó el terreno en el que maduró una
iniciativa obrera, a menudo autónoma de la dirección de los sindicatos
tradicionales, en la defensa, la mejora y la negociación las condiciones de
trabajo: para contener y, sobre todo, determinar los criterios de los destajos;
para negociar los niveles de empleo y la composición de las plantillas; para
representar y tutelar la nueva “profesionalidad colectiva” de los grupos de
trabajo que, de manera creciente, sustituían las viejas categorías
profesionales. Fue un movimiento complejo e, incluso, contradictorio. Que, en
algunos casos, expresaba una resistencia a
la transformación, una reacción “corporativa” a la crisis y a la
marginación de los viejos oficios. Pero que, en la mayoría de los casos,
afirmaba una voluntad de control de las decisiones del management. Fue un
intento consciente de participar en el gobierno de la organización del trabajo
en la empresa y de intervenir en la gestión de la empresa misma. La elección de
los delegados (shop stewards) y de
sus comités de fábrica –y su lucha por construir sindicatos industriales
“generales”, superando las viejas organizaciones de oficio-- expresaban la búsqueda de nuevas formas de
organización del conflicto social en torno a objetivos de “segundo tipo”. De una
parte, escribe un observador atento del movimiento de los shop stewards, Carter L.
Goodrich, “está el control que, desde hacía tiempo, se ejercía como derecho
consuetudinario, por los sindicatos conservadores, exclusivistas (y, a menudo,
pequeños) de los viejos oficios que luchaban, desde tiempos lejanos, únicamente
para resistir las ´violaciones´ de sus antiguos privilegios; por otra parte, estaba el control--
conquistado reciente y conscientemente por los sindicatos agresivos,
frecuentemente los industriales-- de las grandes industrias organizadas, los
cuales no luchaban para resistir a las ´violaciones´ sino para realizarlas.
Se
trató de un movimiento articulado en sus objetivos, pero difuso y “contagioso”
que, mediante conflictos muy duros, resultaron ventajosos en algunos grandes
complejos industriales, de la minería y los transportes con innovaciones
radicales en la negociación colectiva. Fue un movimiento de masas que acabó
consiguiendo, con algunas experiencias punteras y en algunos sectores (como los
mineros y los ferrocarriles) reivindicaciones de control y transformación de la
organización del trabajo, de participación en la gestión de la empresa,
contraponiéndose a la hipótesis de la “estatalización”. “El hecho es que
–declaraba William Straker, dirigente de la federación de los mineros, en la Comisión de la Industria Carbonífera ,
constituida en 1919-- la inquietud es
mayor por las esterlinas, los chelines y los peniques que por lo que es
necesario. La raíz del problema reside en las tensiones del espíritu humano
hacia la libertad”.
El
Guild Socialism, que se constituyó
pocos años antes de la primera guerra mundial con la idea de crear sindicatos
de industria, el control de los trabajadores sobre su propio trabajo y la
superación gradual del capitalismo, encontró un nuevo respiro con el movimiento
de los shop stewards y los “consejos
de fábrica” y, más allá --en
organizaciones como el Partido Laborista o de los apologetas de la
“racionalización industrial” como Beatrice
y Sidney Webb-- tuvo la
oportunidad de ejercer una influencia real con experiencias de control,
practicados en aquellos años, con los principales dirigentes del movimiento
consejista. Y, sobre todo, el Guild
Socialism fue capaz de dar a los
primeros objetivos un respiro teórico y político internacional.
En
1922, Karl
Polanyi escribirá: “ […] el socialismo guildista elabora una
teoría completamente nueva que podemos resumir en estas tesis: el Estado no
expresa la esencia de la sociedad, y ésta en su realidad no es otra cosa que el
armónico funcionamiento conjunto de sus órganos funcionales […] Hoy por hoy, el
socialismo guildista es sólo una teoría […] En Inglaterra, el autogobierno
industrial ha sido algo más que una consigna en la lucha general. Junto a su
resultado práctico, el guildismo actúa para el triunfo de sus ideas, para el
que trabajador consiga nuevamente relaciones vitales con una verdadera lucha de
liberación, por los ideales de la autodeterminación personal, el respeto a la
profesionalidad libremente asumida”.
La
tesis de los socialistas guildistas presentan impresionantes analogías con las
de Karl Korsch en los años veinte, con las de Bauer y Adler. De todas ellas
G.D.H. Cole, en más de una ocasión, hará un reconocimiento explícito. Esas
tesis se contraponen radicalmente a las posiciones de los comunistas de
izquierda en lo referente al carácter totalizante de los consejos de fábrica; y
también, naturalmente, de las diversas versiones socialdemócratas del socialismo
de Estado y de las posiciones bolcheviques. Estas últimas, partiendo del
engañoso “todo el poder a los soviets” –sin introducir ninguna dialéctica entre
“control” y “dirección”— recalaban en la dictadura del partido, a través del
Estado, y en la dictadura del “director único” en los centros de trabajo. Los
guildistas imaginaron, en efecto, la necesidad de una estructura de control de
la condición obrera y del gobierno de la empresa en todas las formas de gestión
y propiedad de la empresa.
Ellos
concibieron el control como parte
integrante de un sistema de democracia industrial fundado en el principio de la
coparticipación conflictual en las decisiones y en el “título” en el “ejercicio
cotidiano de la capacidad directiva”. Es un principio que no niega de raíz el
papel de la jerarquía ni la necesidad de una forma de división técnica del
trabajo, pero que quiere definir sus contrapesos a través de un control
“propositivo” de los trabajadores que se refiera a “las condiciones internas de
la industria, de tal manera que la fábrica y el puesto de trabajo se gestionen
cómo son elegidos los directivos y cómo se establecen las condiciones de
trabajo y, sobre todo, la cantidad de libertad que, en su trabajo, goza el
productor del brazo y de la mente.
Los
guildistas, en fin, no consiguieron, aunque reivindicaron, una
corresponsbilidad de los institutos de control con los de un Estado, basado en
la democracia representativa que sea expresión de los intereses generales de la
ciudadanía política y de la tutela de las grandes masas de ciudadanos
consumidores. De tal manera pensaron que se podía establecer una relación no
pasiva entre gobernantes y gobernados en una sociedad que pudiera ser auto
“gobernada”, porque estaba fundada en la iniciativa local de “pequeños grupos”,
capaces de contrapesar las rigideces conservadoras de la “organización a gran
escala”. Los guildistas concibieron la
transformación social y política de la sociedad y el Estado, en sentido
socialista, como un proceso que parte de la conquista de un poder de la
economía para conseguir el poder político que no permitiera nunca una
ampliación de la política del Estado o a “una revolución del Estado” que
derogara, desde arriba, las nuevas reglas de “la organización social, confiando
en la neutralidad pasiva de la mayoría de la población”.
Cierto,
se trataba solamente del esbozo de un proyecto político, no privado de
unilateralidades y aproximaciones. Pero capaz –y esta era su verdadera
fuerza-- de entrelazarse con un
movimiento real y con experiencias concretas de control en los centros de
trabajo; con la misma fuerza y el mismo impacto que tuvieron, a mediados del
siglo XIX, movimientos como el owenismo y el cartismo. Como la de hacer
emerger, en algunas fases cruciales de las luchas sociales la contraposición
radical que enfrenta –no sólo en los objetivos, parciales y graduales (en unos
casos y totalizantes en otros), pero con la misma concepción de la política—
dos “estrategias” del conflicto social. De un lado, la utopía consciente y
deliberada (el proyecto imaginado, ya fuera por deducción del movimiento real o
ya lo fuese por una opción ética) que se mide de manera urgente con lo cotidiano y plasma con la experiencia
concreta la nueva cultura política de muchas personas, y no tanto de las masas.
De otro lado, el “historicismo milenarista” que acaba liquidando la
subjetividad de la persona y su historia individual en la entidad “presupuesta”
de la “clase” como sujeto. Todo ello con una inmensa carga de idealidad,
ciertamente. Pero también –a diferencia de la “utopía consciencia y
deliberada”-- con el límite de no
exponerse nunca a la terrible prueba de la verificación y del consenso crítico,
temiendo ser un experimento “prematuro” y una pérdida de sentido.
El Guild Socialism, como fenómeno político relevante y expresión de
una experiencia colectiva de cierta importancia, tuvo una vida breve, como
reconoció el mismo Cole. A mitad de los años veinte no existía prácticamente
como movimiento de masas. Pero es innegable que su impronta sobre las primeras
experiencias de control de la organización del trabajo y la dirección de la
fábrica dejó una huella profunda en la historia del movimiento obrero inglés, y
no sólo en él. Una huella que volverá a florecer en la experiencia de los workers control y que enlazará con los shop stewards
y los sindicatos industriales durante la segunda guerra mundial y en el curso
de los procesos de reestructuración industrial de la segunda posguerra.
Desde este punto de vista se
convirtió en un alma –ciertamente minoritaria y muchas veces derrotada, pero
todavía viva-- del movimiento obrero
inglés. Un alma capaz de nutrir aún algunas respuestas a los interrogantes del
presente: por ejemplo, ahora que la racionalización capitalista, como “base
neutra” de cualquier modelo de desarrollo con su aparato jerárquico y
burocrático --que los guildistas intentaron cuestionar con sus experiencias de
“control”— está afectada por la crisis
del taylorismo y el fordismo, poniendo a prueba la falta de preparación cultural
y política de los movimientos reformadores para afrontar en el actual contexto
los problemas de la libertad de la persona en el trabajo.
La experiencia británica del control obrero y de la
lucha por una articulación autónoma de la sociedad civil no fue una experiencia
aislada, más allá de la reconocida influencia de las tesis de los socialistas
guildistas en muchos dirigentes del movimiento socialista en Europa y en los
Estados Unidos.
Como subrayaba Cole en su referencia a la Gran Bretaña , esta experiencia
se relacionaba con los movimientos reivindicativos partidarios del “unionismo
industrial” y con las del sindicalismo revolucionario que luchaban por
conquistar nuevas formas de “democracia industrial” y construir sindicatos
“generales”, capaces de reunificar, en torno al “control desde abajo”, a los
trabajadores de las más diversas categorías y formas de ocupación.
Ciertamente había una influencia recíproca entre el
movimiento por el control obrero en la Gran
Bretaña y el que se desarrollaba en los Estados Unidos en los
primeros veinte años del siglo XX para construir los sindicatos de industria y
los comités de fábrica (una vez más, los shop
stewards). Era una alternativa no corporativa al proceso de racionalización
taylorista. Se trataba de un movimiento mucho más complejo y articulado de lo
que entendió Gramsci a través de la lectura de los apologetas franceses del
taylorismo, y más allá de las figuras –quizá demasiado sobredimensionadas—
como, entre otras, Daniel
de Leon.
Las batallas de los Industrial
Workers of the World por la conquista de
nuevos derechos individuales y colectivos en los centros de trabajo; la creación de nuevos organismos de
representación y control; el ingreso de los “no organizados” y las minorías
étnicas en el “sindicato de industria”; su acción contra el corporativismo
conservador de la American Federation
of Labour (y su pacto con los fautores de la racionalización taylorista a
cambio de la legitimación del sindicato), dejará una huella en el movimiento
obrero americano que volverá a emerger en los años de la gran crisis con el
surgimiento de la CIO
y de un nuevo sindicalismo general en lucha para negociar las condiciones de
trabajo, sustrayéndolas de la determinación autoritaria de los jerarcas de las
empresas.
El sindicalismo revolucionario francés sufrirá, sin
embargo, un colapso con la explosión de la primera guerra mundial.
Sucesivamente se verá afectado tanto por su crisis interna como por la política
de “unión sagrada” del sindicalismo reformista, en torno a compromisos
salariales, de la mayoría de la
CGT con los empresarios que pusieron en marcha la
“organización científica del trabajo”. Estos luchaban contra “todos los
abusos”, es cierto. Pero con la reafirmación del viejo principio reformista:
“Producir el máximo de trabajo con el menor tiempo para el mayor salario”. Los objetivos
establecidos --desde el “periodo bélico” del control obrero y de la democracia
industrial como contrapesos de la “organización científica del trabajo”-- devienen en la práctica reivindicativa de la CGT la simple cobertura verbal
de la búsqueda de un compromiso con las empresas en el terreno meramente
distributivo. Sin embargo, sobrevivieron a la crisis del sindicalismo
revolucionario, que fue mayoritario durante un tiempo, algunas tendencias
“federalistas” y “consejistas”. Por ejemplo, las que representaba la Conféderation
Général du Travail Syndicaliste Revolutionaire, que se opuso
categóricamente al taylorismo, particularmente en su versión francesa,
intentado –con poco éxito— la construcción de experiencias alternativas para
“aumentar la posibilidad del rendimiento mecánico y disminuir la fatiga del
hombre”.
Junto a estas huellas del pasado toman cuerpo, no
obstante, nuevos tipos de experiencias reivindicativas y, sobre todo, de
elaboración que se sitúan más abiertamente en el terreno de la búsqueda de una
organización del trabajo centrada en la autonomía y la creatividad del trabajo
humano. En primer lugar, es significativo el testimonio de una organización
sindical autónoma como la Union
de Syndicats de Techniciens que organizaba a menudo trabajadores que fueron un
observatorio o “actores directos” de la organización científica del trabajo. La UST basará, de hecho, su
programa en el “rechazo de colaborar con la auténtica superexplotación que
comportan los procesos de racionalización bajo la cobertura de una
“mixtificación cultural y científica” (no existe, dicen, un tiempo de trabajo
justo como no existe un salario justo) y en la promoción de una organización
colectiva de la empresa que permita practicar una “racionalización
verdaderamente racional”.
Por su parte, una revista
como “La Révolution
proletarienne”, que agrupaba intelectuales y militantes provinentes del
sindicalismo revolucionario o del movimiento comunista como Pierre
Monatte, Boris Souvarine
y Simone
Weil,
conduce una dura batalla incluso en el interior de los sindicatos (tanto en la CGT como en la CGTU , próxima ésta al Partido
comunista) para boicotear toda forma de resignación ante el taylorismo (“lo
opuesto a la ciencia”, afirman), planteando un espacio “ergonómico” en la
organización del trabajo en la industria, promover iniciativas de resistencia y
autogobierno del trabajo y responder al recurso desenfrenado del “trabajo en la
cadena de montaje”.
Ya hemos dicho que en Italia
(como el mismo Gramsci subrayaba) el sindicalismo revolucionario no expresó,
tras la primera guerra mundial, un movimiento de gran consistencia como
alternativa al taylorismo. Tampoco produjo una literatura que, al menos en
términos de protesta, indicara otras soluciones a las que imponía el proceso de
racionalización. Algunos “sindicalistas” como Carlo Petri que escribían en
L´Ordine Nuevo fueron partidarios del sistema Taylor.
Sin embargo, tiene alguna
importancia, ya en los años del fascismo, la contribución de un grupo de
intelectuales, algunos de origen socialista, que se agrupa en torno a Giustizia
e libertà. De hecho, esta
aportación sitúa en el interior de una concepción federalista de la organización
del Estado (que hoy alguien descubre como “extraña” a las tradiciones seculares
de la izquierda, después de haber aceptado en el pasado con cierta desenvoltura
un descubrimiento improvisado y facciosamente apologético de Proudhon) las
reivindicaciones de un sistema de autonomías que se articula no sólo en las
instituciones públicas sino también en la sociedad civil, en los parlamentos
centrales y regionales, en los sindicatos y en los ayuntamientos. Este intento
de formular un proyecto articulado de autogobierno que emanaba sobre todo de
los intelectuales turineses de Giustizia e Libertà, aunque fuera todavía
aproximativo, se situaba más allá de la versión gramsciana de los consejos y de
las tesis de Piero
Gobetti.
En
las tesis de los turineses la autonomía se identifica con el desarrollo de
formas de autogobierno, no alternativas a la democracia representativa, que en
los consejos “no deben representar solamente la medida de la capacidad técnica
de los trabajadores sino –a través del control obrero (esto es, el sistema de
control que se substituye en la visión pública y estatalista de los consejos)
constituir una afirmación de libertad política”. Por otra parte, hace tiempo
que se ha subrayado la influencia que tuvieron en la reelaboración del
federalismo, como “sistema de autonomías” que se vivifica en la sociedad civil, tanto la obra de un gran sociólogo y jurista
como Georges
Gurvitch como la
aportación de una figura tan compleja intelectualmente como la de Andrea Caffi o los escritos
de G.D.H. Cole y las experiencias del Guild Socialism. Por otra parte, el
debate que planteó el grupo turinés contribuirá a una reelaboración de los
contenidos “sociales” del federalismo, sostenido por el movimiento de Giustizia
e Libertà y, por parte de su ala socialista, Carlo
Rosselli y Silvio
Trentin a un cada vez más marcado enraizamiento en una
concepción de la sociedad civil como lugar de reconstitución de formas de
autogobierno, capaces de relacionarse y confrontarse con las instituciones de
un Estado descentralizado.
Sin
embargo, en los años de la reflexión gramsciana sobre el taylorismo y el
fordismo no faltaron las aportaciones de estudiosos o de corrientes culturales
minoritarias que se expresaron no sólo en los márgenes del movimiento obrero
organizado sino incluso en el mundo católico. Que, dentro y fuera de los
sindicatos, de los partidos socialista y comunista, pudieron plantear (además
de su búsqueda de la libertad de la persona en la relación de trabajo) una
ruptura ideal y política con la vulgata dominante del socialismo de Estado, de
los planes estatales y la revolución “por arriba”. Ante todo, clarificando las
raíces de esta vía estatalista al socialismo y esta involución de la política,
convertida en patrimonio de un cuerpo especializado y separado (con sus reglas
y sus “secretos”) como fue el caso de la tecnoburocracia. Es decir, por un
lado, la negación de toda libertad en la prestación de trabajo subordinado, una
vez que han sido convenidas la duración del tiempo de trabajo y las remuneraciones;
la pérdida de todo derecho de ciudadanía en el centro de trabajo; la fisicidad
y unilateralidad, que caracterizan en el trabajo subordinado, la relación entre
gobernantes y gobernados; y, por otro lado, la sistemática sustitución de la
“liberación del trabajo”, de la conquista de una mayor libertad de la persona
en el trabajo por la modificación de las relaciones de propiedad, operada por
las ideologías “vencedoras” que hegemonizaron las diversas asociaciones
inspiradas en el objetivo del socialismo o la emancipación de los trabajadores.
Entre
tales aportaciones emerge, en la segunda mitad de los años treinta, la provocada por la extraordinaria aventura
intelectual y política de Simone
Weil.
Muchos
críticos, pero también numerosos defensores de la obra de Simone Weil, haciendo
una relectura “en el interior” de su tormentosa búsqueda, tienden a reconducir
su testimonio a una especie de revuelta moral ante el trabajo
“despersonalizado” y “desarraigado” y a algo así como un rechazo, místico y
nostálgico, a la par del progreso y la modernidad. Y lo achacan a las formas
que asumió, en el último periodo de su vida, su conversión al catolicismo.
Existe, ciertamente, un momento místico en el sufrido itinerario de Simone
Weil, donde parece que entrevé las vías de la liberación del hombre en una
especie de ascesis y auto obligación de la persona, que incluso puede tener una
cierta forma de iluminismo autoritario que transpira en las páginas tan
sugestivas de sus escritos de los años
cuarenta en Londres. Pero es totalmente equivocado reducir toda la contribución
de Weil a la cultura de la liberación a su conversión religiosa. Estas lecturas
reduccionistas, cuando no viciadas por un prejuicio de fondo, no hacen sino
reververar el rechazo opuesto, en años ya lejanos, a la crítica laica que Weil hizo del “marxismo post
Marx” y de las ideologías autoritarias de la racionalización por parte de los
mayores exponentes de la izquierda tradicional y de la comunista (entre ellos,
el herético Trotsky) y, en el lado opuesto, por parte de los apologetas
“burgueses” del taylorismo, como nos recuerda
Georges
Friedmann.
En
realidad, el acercamiento de Weil a la cuestión de la opresión del trabajo,
como “génesis” del Estado autoritario moderno, precede a su dolorosa
experiencia personal que quiso vivir como testigo y actor en la fábrica de
trabajo parcelado. De ahí arranca su crítica radical a la deriva autoritaria
del socialismo de Estado y un análisis desencantado de los mitos del progreso
industrial y la “neutralidad” de las fuerzas de producción, que están en el
origen del influjo dominante que ejercieron las ideologías de la
racionalización en todas las corrientes del movimiento socialista. Detrás de la
“religión de la ciencia” --trasmudada a una cultura de “iniciados” y en un
“lugar secreto” del saber, dentro del culto al Estado (como único lugar de la
política), como centro impulsor de los procesos de racionalización y planificación
centralizada-- Weil, desde sus escritos
de 1933, capta la proyección del gobierno opresivo y totalitario sobre el
trabajo asalariado en las fábricas racionalizadas hacia una organización
autoritaria y totalitaria del Estado, y la emergencia en la fábrica y en el
Estado de una nueva clase social capaz de hacer madurar la naturaleza del
Estado mismo.
Weil
subraya una diferencia neta entre la relación de explotación que nace en el
mercado de trabajo con la compraventa “desigual” del tiempo de trabajo y la
relación de opresión. Y llevando a sus últimas consecuencias las observaciones
de Marx, evidencia la autonomía de la relación de opresión y del sistema de
poder insito en todas las formas de organización industrial, tanto de las
relaciones de propiedad como de las políticas distributivas. Con un recorrido
diferente al que siguió Hannah
Arendt, Weil consigue determinar, en la opresión en el trabajo
humano, una contradicción lacerante de
las democracias modernas y el “crisol” del Estado moderno racionalizado y
totalitario. Su crítica de la utopía totalizante de la tecnocracia y del Estado
totalitario –y, al mismo tiempo, de su impotencia para gobernar desde arriba la
totalidad y la complejidad— madura en aquellos años de la racionalización
triunfante.
De
este acto de ruptura con la deriva lassalleana del marxismo y con la “religión
de las fuerzas productivas” que, según ella, constituía la gran limitación del
análisis de Marx, madurará la decisión, que no era impulsiva, de experimentar
personalmente el trabajo parcelado y oprimido; de vivir y padecer el taylorismo
y el fordismo ya realizados. Weil afrontará dicha prueba para situar, en su
bagaje crítico, sus reflexiones sobre
las “causas de la libertad y la opresión social”, y para buscar los
caminos posibles de una salida progresiva a un sistema de gobierno opresivo del
hombre y de su trabajo, que no podía cambiarse con la ilusoria ruptura
revolucionaria, reducida a un solo momento.
Aquí
esta el valor de su trabajo práctico, que no está desprovisto de un punto de
vista teórico. Incluso por esta razón, su aguda desmixtificación del “cientifismo”
y la misma racionalidad del modelo taylorista y el sistema fordista, sus
investigaciones en el terreno práctico en torno al ligamen entre “la orden” y
“el tiempo” en el trabajo parcelado; sobre el despiadado vínculo que la
subordinación a la “orden” recibida, a la predeterminación –incluso
repentina-- del instante de ese trabajo,
impone a la persona confinada en una tarea sólo de ejecución y sobre el nexo
simultáneo del “tiempo” exigido para la ejecución del trabajo (que impide, en
la terrible monotonía y repetición de la tarea, estar descuidada y obliga al
trabajador a concentrarse “segundo a segundo” sobre un problema mezquino),
constituyeron en los años treinta una de las más profundas investigaciones
críticas sobre la racionalización y la despersonalización del trabajo. Todo
ello en flagrante contraste con las doctrinas productivistas que triunfaban en
el movimiento socialista.
Por
otra parte, Simone Weil --mucho más que
otros-- supo establecer la la alienación
en el trabajo como resultado de una relación opresiva y deshumanizadora con la
alienación de la sociedad civil. No sólo subrayando que las formas de la “fuga”
del trabajo resultan ilusorias e, incluso, desestabilizadoras para la
convivencia civil si no encuentran en la liberación, aunque sea gradual y
siempre parcial, del trabajo su fundamental punto de referencia. Pero también
evidenciando la exasperación de la relación de opresión y el proceso de burocratización del poder en
los centros de trabajo la matriz de una involución burocrática y autoritaria
del Estado que nunca podrá ser eliminada únicamente con la modificación de las
relaciones de propiedad. Incluso cuando la modificación de estas
relaciones coincide con la
estatalización de los medios de producción, la relación de opresión en la
fábrica es, para Weil, la sanción de
la deriva represiva del Estado totalitario.
Pero,
al mismo tiempo, no se escapa de su investigación la toma de conciencia del
límite y la contradicción profunda que hay en el proceso de racionalización
tanto en la fábrica como en el Estado. Mientras percibe con lucidez los
“límites del desarrollo”, Weil sabe poner de relieve que el poder centralizado
y su aparato burocrático, con su progresiva tendencia a la centralización de
las decisiones y al control detallado de lo existente, son cada vez más
impotentes para gobernar la realidad cada vez más compleja y dinámica, de la
fábrica y la sociedad civil. El poder autoritario del Estado autoritario crea
un divorcio entre la sociedad legal y la real, entre política y economía, entre
las élites tecnocráticas y el resto de los estratos sociales. Y, en la fábrica,
la aplicación rigurosa de la racionalización taylorista llevaría a la parálisis
del aparato productivo si no se eludieran cotidianamente, contradiciéndolas,
mediante las mil astucias del “saber hacer”
y de los espacios de libertad que cada cual se ve obligado a inventar.
Se trata de observaciones que, aunque comprobadas en el terreno práctico,
fueron liquidadas en los años de la segunda posguerra. Pero ¡qué ruptura con
las profecías de la racionalización triunfante como crisol del socialismo lo
que todo ello representó en aquellos años!
En
la utopía del despotismo ilustrado, que acaba por “oprimir con la esperanza de
la liberación, como hizo Lenin, Weil propone una utopía experimental, es decir,
la determinación de las condiciones óptimas
para garantizar al hombre “la verdadera libertad”, una condición en la
que todas sus acciones “se derivarían de una anterior valoración referente al
fin que él propone y la sucesión de medios idóneos para realizar dicho fin”,
escribe en Reflexiones sobre las causas de la libertad
y de la opresión social*. Ello en la plena
conciencia de lo inalcanzable de tal objetivo, y sólo con el objetivo de
alcanzar un criterio para experimentar, en su interacción, todas las
posibilidades, incluso las más modestas, de “aproximación” a este resultado
“imposible”.
Con
gran lucidez, Weil pasando revista a las diversas pistas que debía intentar
como alternativa a la ilusión del momento único de resolución (por ejemplo, el
control obrero y de la formación polivalente, de la alternancia de funciones y
la movilidad profesional, de los grupos de trabajo multifuncionales y la
experimentación de nuevas tecnologías en función de la liberación de las potencialidades
intelectivas de los trabajadores, de la investigación de grandes dimensiones,
incluso arquitectónicas, más “humanas” en la empresa o de una estrategia de la
innovación organizativa donde se entrelazan colaboración y conflicto entre
obreros y management) busca sin ningún tipo de nostalgia en el mundo
preindustrial la forma de “dar un poco de alegría a la máquina que nos aplasta:
el modo de dejar al individuo, aquí y allá, una cierta libertad de movimiento
en el interior de los lazos que le rodea la organización social. Este es el
único proceso revolucionario imaginable, capaz de incidir en las causas
estructurales de la opresión, “ejercida en nombre de la función”, que Weil
contrapone a la contumacia de la teoría y la práctica dominantes en partidos y
sindicatos que, de cualquier modo, están relacionados al movimiento socialista
y comunista.
No
había moralismo de ninguna clase, ni tampoco metafísica en la investigación
minuciosa y casi escéptica que vislumbra Simone Weil buscando las connotaciones
de un “sistema que no conocemos” para ensayar las potencialidades de reducir
--aunque parcial y siempre gradualmente--
la opresión en el trabajo subordinado; las potencialidades que presentan la enseñanza, el control, la
información y promoción de una tecnología que asuma tendencialmente al hombre
como variable independiente.
Y
no es por casualidad que dicha investigación constituirá una fundamental
referencia para quienes, en los años treinta, se midieron con las
contradicciones devastadoras de la gran “racionalización” de la condición del
trabajo subordinado: Georges
Bernanos, Emmanuel
Mounier, y el grupo del
Esprit, y sobre todo gentes como Geroges Friedmann y otros muchas tras él.
Georges Friedmann, en el
curso de su largo y sistemático análisis de las implicaciones de los procesos
de racionalización sobre la naturaleza y la libertad del trabajo humano, siguió
un itinerario diferente, si no opuesto, al de Simone Weil. A mitad de los años
treinta, el joven Friedmann estaba ocupado sobre todo en refutar las rebeliones
metafísicas y reaccionarias del progreso, que la gran crisis de 1929, exigía a
muchos intelectuales; y de subrayar, sin embargo, las connotaciones de clase
que los procesos de racionalización asumían en el capitalismo. De hecho,
Friedmann atribuía un papel determinante a las relaciones de producción (y,
entre estas, a las de propiedad) en la exasperación de los contenidos opresivos
de la división técnica del trabajo. Por esta razón buscaba percibir –en la
primera fase del experimento soviético— un taylorismo de “rostro humano”,
inspirándose en los escritos de la escuela rusa de psicotécnica y hasta en el
movimiento estajanovista que el confundía al pensar que había una recuperación
de la relación entre el pensamiento y la acción en el momento de trabajar.
En los años siguientes,
sobre todo en la segunda posguerra, Friedmann recorrerá, sin embargo, a través
de su investigación crítica sobre el “trabajo a trozos” todas las etapas de la
búsqueda de Simone Weil de las formas posibles de recomposición del trabajo, de
la formación polivalente de los trabajadores, de reconquista mediante el
conflicto de los espacios de libertad en la prestación del trabajo. Lo que le
llevó a reconocer que los cambios en las relaciones de propiedad podían ser
totalmente ininfluyentes en la relación entre gobernantes y gobernados en los
centros de trabajo; y que –cuando se traducían en la estatalización de los medios
de producción—incluso podían acelerar el surgimiento de un estado totalitario.
Como ocurrió en la Unión Soviética ,
donde los intentos de “domesticar” el taylorismo por parte de la joven escuela
psicotécnica fueron hechos trizas por la represión staliniana. Y será su
reflexión sobre las fuertes conexiones existentes entre una cierta fase del
progreso técnico y el barlovento –sin duda no ineluctable, pero formalmente
obligado por la cultura de aquella época, por la ideología taylorista y
fordista— lo que llevó a Friedmann, en los últimos años de su vida, a una
fuerte revalorización de la crítica espiritualista de Karl
Jaspers y
de Henri Bergson. E incluso a un cierto escepticismo, mucho más
radical que el de Weil, en lo atinente a la necesaria experimentación de formas
alternativas de organización del trabajo y de la sociedad civil, capaces de
revalorizar la autonomía y la auto realización de la persona en el momento de
trabajar.
Sin embargo, es mucho más
sintomático que los síntomas de la reflexión de Friedmann en la
segunda posguerra estuvieran ya presentes en sus primeros escritos de los años
treinta. Estos contienen ya un núcleo de pensamiento del que nunca renegará;
así como sigue siendo válida, en esencia, su crítica de las formas
espiritualistas de rebelión al progreso técnico y los planteamientos
reaccionarios de los procesos de racionalización, como el corporativismo. Y
también su crítica al corazón de la ideología de la racionalización –al
taylorismo y al fordismo--, a sus contenidos autoritarios: se trata de una
ruptura con la apología del taylorismo que se extiende, durante estos años, en
los sindicatos reformistas, en los partidos socialdemócratas y en muchos de los
partidarios del experimento bolchevique.
Incluso en aquel periodo de
entreguerras, caracterizado por el triunfo de las ideologías de la
racionalización y la estatalización en las culturas y las estrategias del
movimiento socialista y de los movimientos reformadores –como, por ejemplo, los
de matriz cristiana— se ensayaron otros caminos. Hubo otras prioridades
posibles a legitimar en el conflicto social y en la iniciativa de los partidos
reformadores. Hubo otras posibilidades que partieran de un análisis más
riguroso frente a la racionalización como crisol de las tendencias de
transformación del Estado en sentido autoritario, situando el objetivo de la
democracia en la sociedad civil y una mayor libertad de la persona en la
relación de trabajo como fin inmediato y no como medio de la política.
Hubo, y todavía las hay
posibilidades de una búsqueda para conquistar, aquí y ahora, nuevos espacios de
libertad en la actual relación de trabajo y de remoción de la soledad del
trabajador subordinado, demediado en su unidad de ser pensante y despedazado en
su dignidad. Por lo tanto, de su existencia.
Este es también el valor del
testimonio de Simone Weil, más allá de su recorrido errático y su acercamiento
místico con rasgos desesperados.
Hubo entonces, y hay todavía
otra izquierda posible.
Notas
(116)
“El socialismo no se hace y no puede hacerse mediante decretos, ni siquiera por
un gobierno socialista. El socialismo debe hacerse por las masas, por cada
proletario, allá donde está ligado a la cadena del capital” (Rosa Luxemburgo, Discurso sobre el Programa de 1919).
Citado por Negt en Rosa Luxemburg e il
riinovamento del marxismo.
(117)
Ibidem
(118)
Rosa Luxemburgo. Huelga general, partido
y sindicatos.
(119)
Ibidem
(120)
Ibidem
(121)
Israel Getzler. Octubre de 1917, il
dibattito sulla rivoluzione.
(122)
Rosa Luxemburgo. La rivoluzione russa (1919)
(123)
Ibidem
(124)
Negt. Rosa Luxemburg… Obra citada.
(125)
Ibidem
(126)
Organizzacione rivoluzionaria e Consigli
operai, Feltrinelli 1970
(127)
La contre-revolution bureaucratique.
Obra citada.
(128)
Ibidem
(129)
Organizzazione rivoluzionaria …
(130)
Gian Enrico Rusconi. La problemática dei
Consigli in Karl Korsch, Feltrinelli 1973
(131)
Karl Korsch. Legislazione del lavoro peri l Consigli di fabbrica. Laterza 1970
(132)
“Mediante la inmediata y general atracción de un control similar desde abajo,
el esclavo asalariado del viejo
sistema es transformado de golpe en el ciudadano
trabajador del estado social de derecho, un ciudadano que participa
concretamente en las decisiones” (Karl Korsch en Ché cosa é la socializzazione?)
(133)
Ibidem
(134)
Gian Carlo Rusconi. Obra ya citada.
(135)
K. Korsch. Consigli di fabbrica …
(136)
Leonardo Ceppa. La concezzione del
marxismo in Karl Korsch.
(137)
Danilo Zolo. I marxisti e lo Stato.
(138) Korsch. I Consigli di fabbrica.
* Hay edición castellana, Paidós Ibérica N. del T.
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