Capítulo
18 EL ESTADO COMO LUGAR DE LA POLÍTICA
En la recurrente separación entre los motivos más
profundos y periódicos del conflicto social que implica siempre, incluso en el
caso de reivindicaciones salariales, una respuesta a la división entre dirigentes
y ejecutores, entre gobernantes y gobernados –en primer lugar en los centros de trabajo— y su
interpretación y gestión política por parte de las fuerzas de la cultura y de
las organizaciones del movimiento obrero, incluso en la época en que Gramsci volvía
a pensar, en Americanismo y fordismo, la experiencia de los consejos de fábrica y el
papel prometeico del “Príncipe moderno”, es decir, el partido de vanguardia, la
nueva dimensión que asumía el papel del Estado
en las sociedades y en las economías de la primera posguerra parecía haber
tenido un peso determinante (86).
Si, de hecho, se sitúa más atentamente la sufrida
búsqueda de Gramsci (con sus importantes elementos de novedad y ruptura con el
marxismo “vulgar” y el determinismo) en el debate sobre las profundas
transformaciones del Estado que atraviesa, en los años de la primera posguerra,
todas las componentes del movimiento socialista (incluso otras orientaciones
reformadoras), no es difícil vislumbrar cómo la reflexión de Gramsci y algunas
de sus más fecundas intuiciones (la revolución pasiva, la autonomía del
gobierno consejista sobre la “guerra de posiciones” y la conquista de
“fortificaciones” en el cuerpo vivo de la sociedad civil) han permanecido casi
secuestradas por la deriva estatalista y elitista (la “revolución por arriba”)
que ha impregnado a una gran parte de la izquierda de derivación marxista (87).
Se trata de un proceso que viene acentuándose, tras
la “crisis del marxismo” de finales del siglo XIX, con la búsqueda de una
solución (revolucionaria o reformista) al problema de la distribución de los
recursos y a la modificación de los estratos propietarios, a través de la
intervención y la mediación preliminar del Estado central como punto fuerte y
de resolución de una cuestión social que ya no podía expresarse mediante una
transformación desde debajo de la sociedad civil y del Estado mismo. Se trataba
de un proceso que asumirá un peso dominante en las ideologías de los
movimientos revolucionarios y reformadores y en sus experiencias concretas
–políticas y de gobierno-- cuando las
concentraciones técnicas, organizativas y financieras entre las grandes
industrias y la intervención reguladora de los Estados en la economía de guerra
abrieron la época del “planismo” y del gobierno “racionalizado” de las empresas
y la economía (88).
Con la opción de situar “la relación del
proletariado con el Estado en el centro de su política” y de asumir la
tendencia a la “estatalización” como el “el elemento absolutamente nuevo que no
conoce Marx” se supera una ambigüedad que persistía en las reflexiones del
mismo Marx, a propósito del vínculo entre “alienación / opresión” y
“explotación” en la relación de trabajo subordinado y las vías a seguir para atacar dicho vínculo.
Pero la disolución de la ambigüedad de Marx en una
frontera que, durante un largo periodo, alejará el movimiento socialista y
comunista de la atención de la rápida transformación de los contenidos
alienantes y opresivos de la relación del trabajo subordinado en la época de la
gran “racionalización” y la búsqueda de los fundamentos de una reforma, incluso
institucional, de la sociedad civil y de sus formas de participación en las decisiones de la comunidad, incluso
cuando estas decisiones se toman en el ámbito de de una relación de trabajo
“privado”. Con la consecuencia de
oscurecer casi completamente, en la búsqueda y en el debate de los movimientos
socialistas y reformadores, en nombre de la doble primacía de la “clase” y del
“Estado”, la dimensión de los derechos humanos. Y, sobre todo, la conciencia,
que no disminuirá tampoco en Marx, de las raíces individuales, personales,
de la libertad y de su represión como “autorrealización” de la persona, ante
todo en el trabajo.
La expropiación de los medios de producción,
mediante la acción legitimadora del Estado (incluso si está ocupado por una
nueva capa dirigente), como una etapa preliminar y propedéutica para una lejana
liberación del trabajo y su superación, que se reenvía a la llegada del
comunismo, de las restricciones y de la opresión que pesan sobre el trabajador
subordinado, debía resolver el problema de una conquista del poder que ya no
podía madurar más que con una espontánea radicalización del “conflicto
redistributivo” en la sociedad civil.
La ruptura con el determinismo vendrá en nombre del
Estado como lugar exclusivo de la política y como sede de legitimación de la
acción reformadora; como lugar de mediación y superación del conflicto social
(¿de qué manera es posible hacerle una huelga al Estado y contra sus retoños?);
y como la única institución capaz de plasmar
y transformar la sociedad civil.
Ciertamente, este proceso que llevará a redefinir,
incluso el rol del partido como representante único de la clase llamada a
ejercer –siempre a través del Estado— su
propia “dictadura” alcanzará su ápice con la metamorfosis del marxismo que
Lenin llevó a cabo y del primer grupo dirigente bolchevique, incluido Trostky.
Sobre todo tras la conquista del poder en Rusia. Pero se trataba de un proceso
mucho más vasto y plural. No sólo porque tenía sus propias raíces incluso en la
ambigüedad, en las contradicciones y en los errores del análisis y las
previsiones de Marx, sino porque también se limita a considerar la historia del
movimiento socialista y— teniendo en cuenta la influencia de Ferdinand Lassalle
en la cultura socialdemócrata europea y en el mismo Lenin-- la deriva ideológica hacia el
redescubrimiento de la primacía del Estado (como posible terreno “neutro” de
redistribución de los recursos, de propiedad y de legitimación de las políticas
sociales de los partidos reformadores) implicará, en primer lugar, a algunos
entre los más desprejuiciados críticos de Marx en la socialdemocracia: Eduard
Bernstein, Karl Renner y Hans Kelsen.
Es en ese contexto que la cuestión de la liberación
del trabajo --cada vez más inseparable
de la salvaguarda de la libertad en una sociedad compleja y de la temática de
los derechos de la persona en las modernas organizaciones “racionalizadas”-- será removida (e, incluso, combatida),
durante un largo periodo, por las ideologías dominantes del movimiento
socialista.
Hemos
hablado –tras muchos otros-- de una
ambigüedad nunca resuelta en el análisis marxista de la “génesis” del proceso
de acumulación en las grandes sociedades industriales y de la relación
existente entre la instauración de un dominio y una coerción sobre el
trabajador (la opresión), a través de una organización del trabajo basada en la
separación entre dirección y ejecución, de un lado, y la posibilidad de sacar
un superávit al trabajo de ese trabajador con respecto al valor del mercado de
la mercancía de trabajo, de otro lado.
En efecto, desde los escritos juveniles de Marx
hasta los de edad madura, la génesis de la relación de explotación es vista en
el proceso de alienación y opresión incluso como una condición recurrente. Y
también es recurrente la tendencia a repetir la expropiación del trabajador de
sus instrumentos de producción y de sus saberes a toda transformación de las
tecnologías y de la organización del trabajo. De igual manera, también es
recurrente la tendencia a basar sobre una relación de autoridad y coerción toda
adaptación del trabajador a las cambiantes condiciones de la prestación
laboral. Y de esta redefinición histórica del concepto de alienación y deshumanización
del trabajo, Marx señala una contradicción insanable entre el trabajador --como
individuo, como persona concreta que aspira a realizarse en ella-- y un sistema de producción que, eliminando
todo sentido a su trabajo y toda posibilidad de intervenir conscientemente en
su desarrollo, lo transforma en una “horrenda monstruosidad”, en una “cosa”, en
un “esclavo de las cosas” (91).
La “recomposición del
trabajo a través de la comunidad” sigue siendo, de hecho, la preocupación de la
reflexión de Marx a lo largo de toda su obra. Y ello explica la simpatía con la
que el “socialista científico” que era Marx mira los escritos y experiencias de
trabajo comunitario de un “utópico” como Robert
Owen y las batallas por la
libertad del movimiento “cartista”, tan influenciado por el owenismo.
No sólo. Marx, incluso en
las obras de madurez, los Grundisse y
El
Capital, buscará más veces las señales posibles de una
recomposición del trabajo alienado y parcelado en las transformaciones de la
organización social promovidas por las luchas de los trabajadores y por las
iniciativas legislativas de los reformadores liberales. Se trata de la
reconstrucción de una profesionalidad “compleja” a través de la movilidad del
trabajo y la alternancia de las
prestaciones, de la función “revolucionaria” de la formación profesional y de
las primeras leyes de limitación y reducción de los horarios de trabajo. De
hecho, Marx habló –a propósito de estas trasformaciones estructurales de la condición de trabajo (y no de los aumentos
salariales)-- de una “economía política
de la fuerza de trabajo”.
Pero, simultáneamente, Marx
pareció más preocupado por restablecer una especie de jerarquía, lógica y no histórica, entre las
categorías que definen “las relaciones de producción”: propiedad de los medios
de producción y extracción de la plusvalía; estructura y superestructura;
división social del trabajo y división técnica del trabajo. Con la consecuencia
de situar el proceso de alienación y la división técnica del trabajo en el
reino de la “necesidad”, de la colocación objetiva de las “fuerzas
productivas”, tomadas globalmente, en un sistema de relaciones sociales que
habría podido ser afectado solamente con un cambio radical de las relaciones de
propiedad como única fuente, en última instancia, de las relaciones de poder.
En ese sentido, Marx acabó
abandonando su investigación sobre la “economía política de la fuerza de
trabajo”, volviendo siempre a confrontarse con la “economía política del
capital”. Y sin llegar a compartir las tesis de cuantos sostienen que Marx
advirtió “que no había solución antes de la pérdida de del ´sí´ en el trabajo intrínseco de la
tecnología” y que “de hecho se debía aceptar no sólo la división del trabajo
sino incluso su organización jerárquica”, es cierto que Marx acabó por reenviar
a un futuro lejano, y a una utopía del trabajo totalmente liberado, la solución
de la que había señalado como la primera contradicción lacerante de la
identidad de la persona en la relación del trabajo subordinado.
Así Marx pudo acercarse –en
contradicción con todo su análisis anti idealista del proceso de alienación en
el trabajo-- a la revalorización del Estado como instrumento de emancipación,
aunque fuera en términos escasamente profundos desde el punto de vista teórico.
Del Estado como necesario instrumento de cambio de las relaciones de propiedad
y de transición hacia la liberación del trabajo y a una sucesiva e improbable
extinción de las funciones del Estado como “administrador de hombres”.
También en la famosa Crítica al Programa de Gotha que
refutaba el “estatalismo” jacobino de Lassalle y sus seguidores, Marx tendrá
que plegarse a una visión del momento de la ocupación y transformación del
Estado no como un hecho conclusivo de un proceso real de la trasformación y
reforma de la sociedad civil sino como premisa. Como punto de partida de una
gradual y lejana liberación del trabajo que habría tenido –como insuperables
etapas intermedias-- la modificación de
las relaciones de propiedad y de las relaciones de poder en el sistema
económico, la superación de la división social del trabajo y de la estructura
de clase que ella determina. Y, por último, la modificación de las formas
dominantes de división técnica del trabajo, es decir: la relación entre
gobernantes y gobernados en los centros de trabajo.
Desde este punto de vista, a
pesar de su lúcida polémica con el mito del Estado “neutral” y contra la tesis
lassalliana de un Estado “libre” y “titular autoritario de una función general
de la formación ético-pedagógica del cuerpo social”, no se puede decir que la
reproposición, en la Crítica al Programa de Gotha, del “Estado de la
dictadura del proletariado”, como forma
política de transición al socialismo, constituya una contradicción fortuita en
el planteamiento de la reflexión marxiana (93). Como tampoco, en aquel
contexto, son fortuitas la ausencia la
exigencia de pluralismo en el movimiento socialista en el Marx de la Primera Internacional ;
el carácter transitorio de los partidos; la riqueza de las formas del
asociacionismo del movimiento de los trabajadores y la necesidad de no
subordinar los sindicatos a un partido político.
Marx, sobre todo en sus
últimos escritos, no parece haber resuelto la relación entre “historia” y
“lógica” del sistema capitalista y su superación, ni tampoco la relación entre
la transformación de la sociedad civil y los microcosmos comunitarios que se
constituyen en los centros de trabajo y la transformación (no la extinción) del
Estado. Tal vez por esta razón Marx acaba adhiriéndose a una concepción de
partido como “arma” que tiene como objetivo la conquista del Estado antes que
la transformación “corpuscular” de la sociedad civil.
¿Cómo entender diversamente
la reproposición del “Estado de la dictadura del proletariado”, negador de
derechos individuales universales? ¿Y aquel partido, salpicado de lassalleismo,
que nacerá de la unificación del Congreso de Gotha, que Marx criticará con
tanta vehemencia, no era tal vez incluso el hijo de sus ambigüedades e
incertidumbres? No es posible, pues, sorprenderse si el mismo Engels provocará
una decidida torsión hacia una “vía estatal” que relega en la utopía la
contestación de las características opresivas y alienantes del trabajo
subordinado. “Dado que todo partido político se propone conquistar el dominio
del Estado, se desprende que el Partido Socialdemócrata Alemán persigue su propio dominio político, el dominio
político de la clase obrera y, así, un “dominio de clase” (94). Y en polémica
con algunos anarquistas italianos: “Al menos en lo concerniente a las horas de
trabajo se puede escribir en las puertas de las fábricas: lasciate ogni autonomia voi che entrate. Si el hombre, a través del
conocimiento y su genio inventivo ha sometido las fuerzas de la naturaleza,
estas fuerzas se vuelven contra él, sometiéndolo hasta que se sirve de ellas, a un auténtico
despotismo que no depende de ninguna
organización social. Querer abolir
la autoridad de la industria, a gran escala, equivale a abolir la industria misma, a
destruir el telar mecánico para volver al hilado” [las cursivas son de
Trentin] (95).
En esta relevante ambigüedad
de la política de Marx y en su sucesiva adhesión a posponer a un futuro lejano,
a la edad de oro del “fin” de la política, toda hipótesis de superación, aunque
fuera gradual y parcial, de la separación entre gobernantes y gobernados en la
relación del trabajo subordinado, mucho más que en su sumaria profecía
filosófica de la extinción del Estado (que no constituía el “corazón del
marxismo”, al decir de Hans
Kelsen), estaba el pasaje abierto a las posteriores
derivas del movimiento socialista hacia el “socialismo de Estado” y la teoría
de la “revolución por arriba” que solamente Stalin tuvo el coraje de enunciar
en sus términos más crudos (96). Aquí estaba el espacio que Lassalle pudo
ocupar, muchos años después de su muerte, en la ideología de los partidos
socialdemócratas y en la ideología leninista. Sobre todo cuando aparece claro
que la falaz tendencia al “empobrecimiento absoluto” de las masas proletarias
no habría llevado a una crisis catastrófica del sistema capitalista y que, por
otra parte, la Ley
de hierro de los salarios, evocada por Lassalle (incluso para
demostrar la vanidad de una contestación desde
abajo de las relaciones de poder en
los centros de trabajo y de las leyes del mercado), podía incluso ser hecha
trizas por la intervención ilustrada del Estado bajo el impulso de un partido
claramente orientado a su conquista.
No pasarán muchos años antes
de que Rudolf
Hilferding pueda hablar, en un congreso de la socialdemocracia alemana, del
salario semanal como “un salario político
que depende de la fuerza de la representación parlamentaria de la clase obrera,
de la fuerza de su organización y de las relaciones sociales de poder fuera del
Parlamento” (97). Pero, mucho antes, ya
son dominantes en la ideología de la socialdemocracia y en la de su ala más
radical, las tesis engelsianas de la “neutralidad material de la organización
de las fuerzas productivas” y de la absoluta prioridad de la conquista del
poder del Estado con el fin de que el partido de la clase obrera pueda
apoderarse de esta organización [de las fuerzas productivas] y “emanciparla” de
sus vínculos capitalistas (98). Para Karl
Kautsky –ya en el lejano 1891-- era necesario discutir, no tanto
la cuestión de “cómo el proletariado debe usar los medios de producción, tras
haberse apoderado de ellos sino “a
través de qué vía debemos batirnos para alcanzar dicha posesión”. Y Kautsky
concluía: “El verdadero problema está ahí, no en el Estado del futuro” (99).
La
tesis kautskyana se convirtió en dominante --¡aunque impregnada del prometeismo
de Lassalle!-- en la consciencia
socialista y “de clase”, exportada a la clase obrera por los intelectuales de
vanguardia que legitimaba en esencia una nueva concepción elitista del partido
como cuerpo separado de revolucionarios profesionales que conquista una
representación y una delegación en nombre de la clase obrera. La nueva
concepción del partido socialdemócrata, orientado al monopolio de la
representación de la clase trabajadora; la neta “división del trabajo” entre el
sindicato y el partido, que relegaba a aquél a una actividad subordinaba y lo
extrañaba de la acción “política”, debido a la “espontaneidad corporativa” de
la clase obrera, una y otra constituirán el cuerpo esencial de la gran revisión
lassalliana que triunfa a finales del siglo XIX y en puertas de la primera
guerra mundial. Lenin reconocerá esta deuda que tiene con Lassalle en una obra
que será una piedra miliar en su elaboración política y a la que volverá, con
mayor énfasis, tras la conquista del poder en Rusia y el fugaz paréntesis de El Estado y la Revolución. Esa obra es el ¿Qué hacer?, de 1903. Max Weber, con mucha ironía, podrá comentar
esta nueva ideología del partido-Estado que conquista la socialdemocracia
alemana a principios del siglo XX: “De este modo, a la larga, no es la
socialdemocracia quien conquista la ciudad y el Estado sino al contrario, es el
Estado el que conquista al partido. Y yo no veo cómo todo ello puede constituir
un peligro para la sociedad burguesa en
cuanto tal” (101).
Sin
embargo, será un gran teórico del derecho y un gran demócrata como Hans Kelsen
quien dio posteriormente la sanción más explícita a este retorno a la ideología
socialista de Lassalle y a su concepción del Estado (incluso del Estado
autoritario prusiano) como instrumento neutro y abierto a diversas hegemonías
políticas; y, sobre todo, como única fuente de cualquier otra forma posible de
transformación de la sociedad civil. Que no hubiera podido existir sino como
producto del Estado mismo. En obras como Sozialismus
und Staat (1923) y Marx oder Lassalle
(1924), Kelsen hará justicia a las tesis de Marx sobre el Estado y su posible
extinción y sobre la “autonomía” de la sociedad civil. Y dibujará
despiadadamente “los cambios que ya se han dado en la teoría política del
marxismo” acerca de la cuestión del Estado bajo el impulso de las ideas y las
intuiciones de Lassalle, cuyos “conceptos fundamentales –a pesar de los
posteriores programas de partido más o menos orientados marxianamente— han
permanecido como auténticas directivas para la Realpolitk de la
socialdemocracia alemana (102).
Naturalmente, en el
redescubrimiento del “Estado natural” no estaba solamente la revalorización del
papel que el Estado moderno puede desarrollar en la promoción de la
transformación de la sociedad civil, en el apoyo incluso legislativo y
administrativo a una evolución y una reforma de las relaciones sociales. Marx,
por lo demás, nunca ignoró esta dimensión, y siempre supo captar la recurrente
manifestación de estas potencialidades, no sólo cuando el Estado conquistaba su
propia autonomía en los contrastes de las clases sociales en las “fases de
transición”. Sino cuando, estando ampliamente dominado y gobernado por los
representantes de las clases agrarias, podía promover legislaciones
reformadoras como la ampliación del derecho de voto, la regulación del trabajo
para las mujeres y los niños, el derecho a la enseñanza o la limitación del
horario legal de trabajo.
No, el salto de cualidad que
se opera insensiblemente en la ideología
socialista –a finales del siglo XIX--
consiste sobre todo en la aceptación
de la economía, en la organización de la empresa, en las relaciones de trabajo
como el reino de la necesidad, no sólo inmodificable sino susceptible, en
cuanto tal, de estar al servicio de una nueva clase dirigente, siempre que ésta
estuviese a la altura de sustituir a la vieja clase dirigente en el gobierno y
en la ocupación del Estado. El salto de cualidad consiste, sobre todo, en una escisión entre “política” y “economía”
en la estrategia del partido reformador; y en la redefinición de una concepción
del Estado que, bajo las leyes de la racionalización, devenía –también él— como
la empresa, susceptible en esencia de ser gobernado sin reformas profundas,
sino con las puramente “funcionales” para la “modernización” del poder y a
favor de los intereses de los que se hacía portador el movimiento socialista.
Con la subordinación de la sociedad civil con sus articulaciones y sus
múltiples formas asociativas en el dominio del Estado; con la redefinición del
partido político que se estructura como una élite que se propone gobernar el
Estado, tendencialmente orientado a superar toda forma de pluralismo político y
asociativo, al menos en la clase social que pretende representar.
Que esta evolución, que
encontrará sus más coherentes partidarios en los teóricos del “socialismo de
Estado”, no consiguiera ajustar las cuentas --(como no lo hizo si no superficialmente Marx) con el
desarrollo de la burocratización que los procesos de racionalización llevaban
en sí, tanto en la empresa como en el Estado, hasta la creación de una nueva y
autónoma capa dirigente en las sociedades industriales modernas de un nuevo
grupo, capaz de dictar sus leyes y
sus reglas en el gobierno de la empresa y del Estado-- es ya otro problema.
En todo caso, esta torsión
“estatalista” de las ideologías del movimiento socialista y de las fuerzas
reformadoras de Occidente estaba orientada a recorrer una nueva etapa frente a
las transformaciones rápidas de la organización de los Estados con la
revolución “taylorista”, la racionalización que experimentó la economía de
guerra antes del primer conflicto mundial y con los intentos de la respuesta
“planista”, dirigista en la gran crisis de 1929. Fueron trastornos que
–entiéndase bien-- cabalgan por la sociedad civil, pero que estaban destinados
a cambiar la fisonomía de las economías y las funciones de los Estados. De
hecho, madura la convicción, que deviene “sentido común” tanto en los partidos
de la Segunda Internacional como en los partidos comunistas (sobre todo
el partido bolchevique), de que el
“capitalismo organizado” --con su inmodificable proceso de racionalización, con
la concentración de los más importantes medios de producción en las manos de un
número cada vez más restringido de grandes corporaciones industriales, capaces
de programar con las técnicas de la racionalización su propio desarrollo,
reduciendo la anarquía del mercado, (esto es, lo que algunos economistas
norteamericanos llamaron, más tarde, las soulful
corporations, las “corporaciones con alma”)-- consienta y exija la intervención del Estado,
capaz de introducir las reglas de la racionalización en el gobierno mismo de
las economías en su conjunto.
Y madura la concepción de que el cuadro organizativo-- que estaba
predominando en la producción de bienes y en las prestaciones de trabajo y que
constituía “el máximo desarrollo posible de las fuerzas productivas”, la “base”
para cualquier sistema de reparto de los recursos-- permita a la esfera de la
“circulación” de los productos y los capitales desarrollar una función
“neutral” respecto a las estructuras de la propiedad, susceptible de ser
gobernada y desarrollar una función reguladora al servicio de los grupos de
poder que ocupan el Estado del capitalismo organizado (103). Este modelo de
pensamiento es típico del marxismo de la Segunda y Tercera Internacional, y como subraya
agudamente Elma Alvater: “Ciertamente hay que volver a relacionarlo con las
ideas de la planificación, racionalización y organización que son expresiones
específicamente marxistas de una concepción de la modernidad y del trabajo
planificado, simbolizada por los nombres de Taylor, Rathenau, Nauman, Max Weber
y Goldscheid” (104).
Y así, de un lado, un
eminente socialdemócrata como Rudolf Hilferding pudo subrayar en 1927 que “el
capitalismo organizado significa que el principio capitalista de la libre
concurrencia es sustituido por el principio socialista de la producción
planificada”; y cómo “esta economía planificada, conscientemente dirigida, está
sometida en una medida superior a la influencia de la sociedad”. Lo que
significa “intervención de la organización de la sociedad, que es la única consciente y la que está dotada de un
poder coercitivo; lo que significa también intervención del Estado (105).
Mientras que, por otro lado, Lenin sostenía, ya en 1917, que “el socialismo es el
monopolio capitalista del Estado, puesto al servicio de todo el pueblo y, en
cuanto tal, ha dejado de ser el monopolio del capitalismo. […] Toda la economía
nacional organizada como Correos […] Eso
es el Estado, esa es la base económica del Estado que necesitamos” (106).
Fue ciertamente Karl
Renner el precursor más audaz en el campo socialdemócrata de la tesis según la cual “la progresiva
estatalización de la economía –que durante la guerra asume un ritmo
precipitado— coloca la relación del proletariado con el Estado en el centro de
su política”. De hecho, para Renner “el núcleo del socialismo, hoy, [es ya
inherente] a todas las instituciones del Estado capitalista […] y eso se puede
comprender bien, porque el socialismo en su aspecto jurídico es organización y
administración […]. El Estado será la palanca del socialismo (107). Era la orgullosa
reafirmación del principio que Renner había afirmado en tiempos lejanos (en
1899): “El poder de hecho debe ser poder de derecho para que el problema
político no se transforme en problema jurídico” (108). En Karl Renner, al igual
que Lenin –por tomar dos posiciones extremas y aparentemente en las antípodas—
esta progresiva revaloración del papel del Estado en la época de la
racionalización deriva del convencimiento de que “desde abajo” y “por abajo” no
se podía determinar ninguna transformación estructural de la sociedad civil que
no fuese el producto del capitalismo organizado y de las fuerzas productivas
(incluida la organización del trabajo) gobernadas por los procesos de
racionalización. A menos que esta transformación no descienda de la decisión
del Estado, articulando las propias funciones y conceder autonomías a las
instituciones descentralizadas, pero la organización y el gobierno de las
empresas quedarán siempre necesariamente excluidas de tal proceso reformador
desde abajo. Y, por otro lado, esta revalorización del Estado nacía de la
convicción de que, con las transformaciones del capitalismo organizado y su
creciente “actitud” en la programación, el Estado “racionalizado” podía
conseguir poder y autonomía para situarlo por encima de los intereses
contingentes del capital y transformarlo en un “campo neutro”, abierto a la
intervención de aquellos grupos de poder que estuvieran a la altura de tomar
posesión de sus instrumentos. Era el “Estado plan” que substituía radicalmente
al “guardián nocturno” de Marx.
Es
sintomático que esta “revolución copernicana” que se realiza en las ideologías
socialistas del Estado encuentre su propio fundamento cultural sólo en la
victoria de la “racionalización” taylorista en los centros de trabajo; en la
aceptación como dato objetivo y necesario de las relaciones entre dirigentes y
ejecutores que se consolidan con la organización “científica” del trabajo; y en
la asunción de que aquella forma de organización pudiese devenir la “palanca”
que transforma el Estado en un instrumento de planificación de la sociedad
civil. En fin, en la forma que encontraron mediante la “revolución por
arriba”.
Las reflexiones de Gramsci
en Americanismo y fordismo se sitúan,
de hecho, en un periodo en el que maduran las tesis “planistas” y
“corporativistas” de un socialista como Henri de Mann cuando se afirman en la Europa occidental las
teorías de la “racionalización” como instrumento del socialismo (109). Era en
agosto de 1931 cuando se desarrolló en Amsterdam el Congreso de la International
Relations Institute sobre el significativo tema de la
planificación económica internacional (World
Economic Planning). Fue un evento que vio reunidos a los exponentes de la Taylor Society , del Planning social-progresista, dirigentes
socialistas y socialdemócratas de varios países (entre ellos De Man y Albert
Thomas), dirigentes sindicales y una
delegación del gobierno soviético y del Gosplán. En aquel contexto se
afirmaron, en el movimiento socialista y comunista, una concepción del primado
de la política que se desprende de su identificación con el gobierno del Estado
y por la lucha de la conquista del Estado; una concepción prometeica del Estado
como lugar de la política y de la
posible organización de la sociedad civil; una concepción de la política que la
separa de la transformación de la economía y se enroca en la esfera de la
circulación y la distribución de los recursos; una concepción totalizante del
partido como “máquina de guerra” para la conquista del Estado; y, en fin, una
concepción organicista de la sociedad plasmada en un Estado que estaba en
condiciones de garantizar la paz “corporativa” entre las clases bajo el impulso
de la “racionalización”. Henri De Man, con candor y desprejuiciadamente, pudo
afirmar en 1934 (mucho antes de su posterior y significativa adhesión a la
deriva fascista) que “No es a través de la revolución como se puede llegar al
poder, sino mediante el poder de la revolución” (111).
En la Rusia soviética, a la que
Gramsci miraba en los años de cárcel, esta carrera al “socialismo de Estado” y
la transformación del taylorismo en férrea ley del gobierno en los centros de
trabajo, alcanzó sus resultados más paroxísticos muy rápidamente. Y,
paradójicamente, mientras el New Deal
de Roosvelt --con la promoción de una
concertación neocorporativa y su legislación de apoyo a los sindicatos,
extenuados por la gran crisis-- dio un
nuevo impulso al sindicalismo industrial y a una práctica reivindicativa de
control de las condiciones de trabajo en las grandes fábricas, incluso poniendo
algunos vínculos (las work rules) al
gobierno unilateral y despótico de la racionalización taylorista.
Ya, en 1919, se consumía en la Rusia soviética la breve
época de los consejos de fábrica. Y, en 1920, con la definitiva derrota de la Oposición Obrera , se quita a
los sindicatos toda autonomía y función de control de las condiciones de
trabajo. Mientras tanto será sancionado, para “todo un periodo histórico”, el
papel dictatorial del director único de empresa que estaba investido de todos
los poderes para aplicar las directivas del Estado y de su “partido”. Y se
constituirá, a marchas forzadas, la osamenta de la nueva burocracia, destinada
a gestionar la racionalización taylorista en las fábricas y en la
administración pública. Son muy conocidos los escritos y los discursos de Lenin
de aquel periodo, por lo tanto no haremos su exégesis. Basta subrayar la
ligazón orgánica que ya existía entre la nueva concepción leninista del Estado
--como “terreno neutro”, que puede ser ocupado por el partido de vanguardia,
cambiando así de signo las finalidades “distributivas” del capitalismo de
Estado— y la asunción de la racionalización taylorista como “ciencia neutra” de
la organización del trabajo y de la economía, temperada (si lo podemos llamar
de esa manera) por una reducción del tiempo destinado al trabajo parcelado, con
la búsqueda fuera del trabajo de un espacio de libertad que Lenin
vislumbraba en “el trabajo para la administración del Estado” (112). En 1935 la
construcción del mito estajanovista sancionará esta férrea superposición entre la
exaltación de la racionalización taylorista y la “política en el puesto de
mando”, del partido y del “Estado”.
De esa manera se efectuó una
auténtica y real inversión de los valores que estaban en la base de las
primeras ideologías socialistas y del marxismo. El medio, la propiedad pública
de los medios de producción, identificándose con la ocupación del Estado,
deviene un fin “autosuficiente”. El fin, el gobierno de las condiciones de
trabajo y de la creatividad de los hombres, por parte de los mismos hombres,
deviene el medio, en las formas “invertidas” de la expropiación de todo control
del trabajo, de la fragmentación y descualificación del trabajo, de la
competencia entre los trabajadores en la intensificación de la prestación
laboral.
Este vuelco de los valores producirá, andando el tiempo, unos efectos
aberrantes en el campo de la sociología, la psicología y la psiquiatría. Es
interesante recordar que, en la ideología americana de la segunda mitad de los
años treinta, se dibuja una auténtica transmutación del estudio de la
alienación (marxiana) y de la “anomia” (de Émile Durkeim) en un estudio de las desviaciones, una vez asumido como
”objetivo y socialmente necesario” el proceso de racionalización de la
organización del trabajo y de los comportamientos humanos. El parámetro que
permite analizar la “alienación” y la “anomia” se convierte, en este punto, no
ya en la “pérdida del gobierno sobre el trabajo” sino en una contradicción en
la “ética del triunfo”; o sea, una discrepancia entre las metas esperadas y las
oportunidades efectivamente realizadas (113). Dicha involución conservadora y
apologética de la llamada sociología “objetiva” encontró puntualmente su
correspondencia en las nuevas orientaciones de la sociología, la psicología y
la psiquiatría represivas de la Unión
Soviética cuando la “alienación” fue concebida como
desviación patológica de los comportamientos inducidos por la “cultura”
política dominante, y como reacción “agresiva” en contra de un ordenamiento
“racional y necesariamente compartible”, en términos de frustración morbosa
ante los éxitos ajenos, de envidia desmesurada y de ambición paranoica.
Pero sería reduccionista y
erróneo achacar genéricamente al leninismo
la quiebra de los valores que se perfilan, desde el inicio del siglo XX,
en las ideologías del movimiento socialista y se instalan en la teorización
lassalliana del “socialismo de Estado” y en la identificación de la política
con la conquista del gobierno del Estado. Es una concepción orientada a
sobrevivir tras la caída de las ideologías estatalistas de la socialización; el
recurrente redescubrimiento de la “autonomía de lo político” es una buena prueba de ello.
Muchos dirigentes del
partido bolchevique y de la socialdemocracia occidental se situaban,
“autónomamente”, en las mismas posiciones de Lenin. Es Trotsky quien escribe, sin paráfrasis, en 1920: “El
obrero no hace mercantilismo con el gobierno soviético, está subordinado al
Estado, le está sometido en todos los aspectos por el hecho de que es su Estado” (114). Y respondiendo con
tonos despreciativos a las tesis de la Oposición Obrera --que defendía
la necesidad de una “dirección colegiada” de las empresas, sin afrontar
verdaderamente la ligazón de una cooperación conflictual en la reglamentación de la organización del
trabajo y se oponía a la figura del “director único”— dirá: “La decisión de
poner un director a la cabeza de la fábrica, en vez de un comité obrero, no
tiene relevancia política. Puede ser justa o errónea solamente desde el punto
de vista de la técnica administrativa […] El más grave de los errores sería
confundir la cuestión de la autoridad del proletariado con la de los comités
obreros que gestionan las fábricas. La dictadura del proletariado se expresa a
través de la abolición de la propiedad privada de los medios de producción
mediante el dominio –en todo el mecanismo soviético-- de la voluntad colectiva de las masas y no
mediante la forma de dirección de cada empresa”. Trotsky, así las cosas, tiene
cuidado a la hora de precisar en el mismo texto, que “la voluntad colectiva de
las masas” se expresa a través del partido instalado en el Estado: “En esta
substitución del poder del partido en el poder de la clase obrera no hay nada
de casual e, incluso en el fondo, no existe substitución alguna. Los comunistas
expresan los intereses fundamentales de
la clase obrera. Y es del todo natural que en una época, donde la historia pone
en el orden del día la discusión de estos intereses en todo su alcance, los
comunistas sean los representes declarados de la clase obrera en su totalidad
(115).
Es en ese contexto de radical repensamiento del papel del Estado
en la transformación de la sociedad que impregna a todos los movimientos
socialistas donde se sitúa la figura solitaria de Gramsci sobre el
“americanismo”, el papel de los Estados en las sociedades industriales y la
función del “partido” como “Príncipe” moderno. El límite de fondo que señala el
enfoque de Gramsci en el análisis de las transformaciones que nacen en la
sociedad civil (los consejos) y su impacto en la “revolución fordista” parecen
derivar del rol determinante que le asigna progresivamente al momento de la
mediación / legitimación del Estado, entendida como condición para asegurar un
cambio de las relaciones sociales a través del cambio de la “titularidad” de la
propiedad de los medios de producción. De ese modo emerge una lacerante
contradicción entre el papel de “motor” que Gramsci, en varias ocasiones,
asigna a las transformaciones de la sociedad civil, a su privilegiada atención
a los movimientos (excepto a las nuevas reivindicaciones) que maduran en los
centros de producción (ni siquiera el fordismo y el taylorismo son una
revolución “desde arriba”), aunque hayan permeabilizado a la organización de los Estados) y la
necesidad de legitimación del Estado que Gramsci manifiesta cuando afronta el
tema de la modificación de las relaciones de poder entre las clases. Una
legitimación del Estado que explica, ya en el periodo ordinovista, la
naturaleza “pública”, sólo estatal, que Gramsci intenta atribuir a los consejos
como alternativa a la naturaleza “privada” de los sindicatos y, en primer
lugar, al partido mismo. Una necesidad de legitimación pública, estatal, cuando
en un segundo momento Gramsci advierte la exigencia de justificar el papel
dirigente y dominante -–en todo caso, “hegemónico”-- del moderno “Príncipe”, el partido (un solo
partido) en la competición con otras formas de asociación del movimiento
obrero.
Esta contradicción estaba ya
presente, nos parece, en la “revolución contra el capital”, en la “política
generadora de teoría”, en el “leninismo como ciencia política”. O sea, en la
asunción de la ruptura voluntarista de las “relaciones de legitimación para
gobernar” en la fábrica o en el Estado, como una salida de la “crisis del
marxismo” y de la perspectiva fracasada de una
“convulsión desde abajo”, que
surgiera del empobrecimiento creciente de las masas trabajadoras. Y está
presente en la convicción de que el impulso por la transformación de la
sociedad civil sólo podía nacer de los centros de producción (y expresarse con
formas y estructuras autónomas) y en la simultánea afirmación de un nuevo sujeto
que pudiera sustituir, en la gestión del poder, a la viejas élites, ya privadas
de un rol positivo. Asumiendo, al menos
durante una larga fase de “transición”, la inmutabilidad de la sociedad civil y
sus formas de organización. Así como los “consejos” de fábrica podían y debían
sustituir al emprendedor-propietario –“absentista” o “parasitario”— en la
función de dirigir las fábrica y organizar las fuerzas
productivas. Que habría podido mantenerse inmutable, ya fuera porque contenía
en sí los gérmenes de la organización productiva del futuro o porque si la
clase obrera podía aspirar a la legitimidad estatal del gobierno, en todo caso
no tenía –al menos todavía-- una cultura
de la transformación.
Es esta la contradicción de
fondo que le lleva a Gramsci a forzar al extremo –incluso con respecto a
Lenin-- los progresivos contenidos de la
revolución pasiva que el taylorismo y el fordismo debían injertar
“necesariamente” en las sociedades
modernas y, acentuar, en consecuencia, la función “sustitutiva” más que las
transformaciones de una conquista del poder en la fábrica y en el Estado. Lo
que supondrá una especie de camisa de fuerza las geniales intuiciones
gramscianas sobre el papel de la burocracia, sobre la creciente complejidad del
Estado y sus articulaciones en la sociedad civil (las fortificaciones y las
trincheras a conquistar en la guerra de posiciones) y sobre el papel decisivo
que espera, siempre en última instancia, a las transformaciones en el cuerpo
vivo de la sociedad civil.
De hecho, era difícil para
Gramsci –aislado en su sufrida búsqueda de aquellos años de la cárcel-- substraerse radicalmente del cuadro dominante
de la cultura marxista y post marxista, que a finales del XIX acabó por asumir
el momento de la conquista simultánea de todo el Estado; o del acceso al
gobierno de este Estado “total” como el inicio posible de una política capaz de
ser factor de transformación de lo existente. Sobre todo si esta transformación
estaba explícitamente asociada a un proceso de redistribución de los recursos y
títulos de propiedad, entendidos como sanción jurídico-estatal de la
disponibilidad de aquellos recursos.
Aquí nos encontramos más
allá del conflicto entre reforma y revolución que laceró al movimiento
socialista de la primera posguerra. La asunción de la mediación del Estado,
como condición inicial de cualquier
proceso de transformación; del Estado como lugar de la política; del primado
del partido, que sólo podía actuar en la esfera del Estado respecto a las
organizaciones “sociales” de los trabajadores se convirtió, de hecho, en
“sentido común” de las culturas dominantes en el movimiento socialista desde el
inicio del siglo XX.
Notas
(86) Cornelius Castoriades. L´expérience
du mouvement ouvrier. Union General d´Editions, 1974.
(87) A. Gramsci. Cuadernos
de la Cárcel.
(88) Mario Telò. La socialdemocrazia europea nella crisis
degli anni trenta. Franco Angeli, 1985.
(89) Karl Renner. Marxismos, Krieg
und Internationale (Sttugart, 1917)
(90) Karl Polanyi. Libertà e tecnologia. Bollati
Boringhieri, 1987
(91) Eric Fromm. L´uomo secondo Marx. Franco Angeli, 1980
(92) Daniel Bell. La
riscoperta dell´alienazione. Obra ya citada.
(93) Danilo Zolo. Marx e il Programma di Gotha. Fondazione
Basso, 1981
(94) F. Engels. La questione
delle abitazioni. Citado en el Congresso di Gotha.
(95) F. Engels. Dell´autoritá. Editori Riuniti, 1971
(96) Negt. La logica specifica del periodo di transizione. Obra ya citada.
(97) Alvater. Il capitalismo si organizza en Storia
del marxismo.
(98) Gabriella Bonacchi. Dalla grande depressione al debatito sullo
Staat Sozialismus. Obra ya citada.
(99) Mark Waldenberg.
Strategia della sozialdemocrazia tudesca.
(100) Lenin en ¿Qué hacer?
(101) Oskar Negt. L´ultimo Engels.
(102) Hans Kelsen. Marx o Lassalle. De Donato, 1978.
(103) Alvater. Obra ya
citada.
(104) Ibidem
(105) Ibidem
(106) V.I. Lenin. La catástrofe inminente y cómo luchar contra
ella.
(107) K. Renner. Marxismos, Krieg unde Internationale,
citado por Alvater en la obra ya referida.
(108) Láser. Obra ya
citada.
(109) Jules Moch. Socialisme et rasionalisation.
(110) Ibidem
(111) Henri de Man. Le socialisme devant la crise.
(112) V.I. Lenin. Tareas inmediatas del poder soviético.
(113) John Horton. La disumanizzazione dell´anomia e
dell´alienazione.
(114) L. Tortsky. Terrorismo
y comunismo. Citado por Castoriadis en obra ya referenciada.
(115) Ver Castoriadis en
obra ya citada.
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