miércoles, 4 de julio de 2012

18. EL ESTADO COMO LUGAR DE LA POLÍTICA


Capítulo 18  EL ESTADO COMO LUGAR DE LA POLÍTICA


En la recurrente separación entre los motivos más profundos y periódicos del conflicto social que implica siempre, incluso en el caso de reivindicaciones salariales, una respuesta a la división entre dirigentes y ejecutores, entre gobernantes y gobernados –en primer lugar en los centros de trabajo— y su interpretación y gestión política por parte de las fuerzas de la cultura y de las organizaciones del movimiento obrero, incluso en la época en que Gramsci volvía a pensar, en Americanismo y fordismo,  la experiencia de los consejos de fábrica y el papel prometeico del “Príncipe moderno”, es decir, el partido de vanguardia, la nueva dimensión que asumía el papel del Estado en las sociedades y en las economías de la primera posguerra parecía haber tenido un peso determinante (86).

Si, de hecho, se sitúa más atentamente la sufrida búsqueda de Gramsci (con sus importantes elementos de novedad y ruptura con el marxismo “vulgar” y el determinismo) en el debate sobre las profundas transformaciones del Estado que atraviesa, en los años de la primera posguerra, todas las componentes del movimiento socialista (incluso otras orientaciones reformadoras), no es difícil vislumbrar cómo la reflexión de Gramsci y algunas de sus más fecundas intuiciones (la revolución pasiva, la autonomía del gobierno consejista sobre la “guerra de posiciones” y la conquista de “fortificaciones” en el cuerpo vivo de la sociedad civil) han permanecido casi secuestradas por la deriva estatalista y elitista (la “revolución por arriba”) que ha impregnado a una gran parte de la izquierda de derivación marxista (87).

Se trata de un proceso que viene acentuándose, tras la “crisis del marxismo” de finales del siglo XIX, con la búsqueda de una solución (revolucionaria o reformista) al problema de la distribución de los recursos y a la modificación de los estratos propietarios, a través de la intervención y la mediación preliminar del Estado central como punto fuerte y de resolución de una cuestión social que ya no podía expresarse mediante una transformación desde debajo de la sociedad civil y del Estado mismo. Se trataba de un proceso que asumirá un peso dominante en las ideologías de los movimientos revolucionarios y reformadores y en sus experiencias concretas –políticas y de gobierno--  cuando las concentraciones técnicas, organizativas y financieras entre las grandes industrias y la intervención reguladora de los Estados en la economía de guerra abrieron la época del “planismo” y del gobierno “racionalizado” de las empresas y la economía (88).

Con la opción de situar “la relación del proletariado con el Estado en el centro de su política” y de asumir la tendencia a la “estatalización” como el “el elemento absolutamente nuevo que no conoce Marx” se supera una ambigüedad que persistía en las reflexiones del mismo Marx, a propósito del vínculo entre “alienación / opresión” y “explotación” en la relación de trabajo subordinado y las vías  a seguir para atacar dicho vínculo.

Pero la disolución de la ambigüedad de Marx en una frontera que, durante un largo periodo, alejará el movimiento socialista y comunista de la atención de la rápida transformación de los contenidos alienantes y opresivos de la relación del trabajo subordinado en la época de la gran “racionalización” y la búsqueda de los fundamentos de una reforma, incluso institucional, de la sociedad civil y de sus formas de participación en las decisiones de la comunidad, incluso cuando estas decisiones se toman en el ámbito de de una relación de trabajo “privado”.  Con la consecuencia de oscurecer casi completamente, en la búsqueda y en el debate de los movimientos socialistas y reformadores, en nombre de la doble primacía de la “clase” y del “Estado”, la dimensión de los derechos humanos. Y, sobre todo, la conciencia, que no disminuirá tampoco en Marx, de las raíces individuales, personales, de la libertad y de su represión como “autorrealización” de la persona, ante todo en el trabajo.

La expropiación de los medios de producción, mediante la acción legitimadora del Estado (incluso si está ocupado por una nueva capa dirigente), como una etapa preliminar y propedéutica para una lejana liberación del trabajo y su superación, que se reenvía a la llegada del comunismo, de las restricciones y de la opresión que pesan sobre el trabajador subordinado, debía resolver el problema de una conquista del poder que ya no podía madurar más que con una espontánea radicalización del “conflicto redistributivo” en la sociedad civil.       

La ruptura con el determinismo vendrá en nombre del Estado como lugar exclusivo de la política y como sede de legitimación de la acción reformadora; como lugar de mediación y superación del conflicto social (¿de qué manera es posible hacerle una huelga al Estado y contra sus retoños?); y como la única institución capaz de plasmar y transformar la sociedad civil. 

Ciertamente, este proceso que llevará a redefinir, incluso el rol del partido como representante único de la clase llamada a ejercer –siempre a través del Estado—  su propia “dictadura” alcanzará su ápice con la metamorfosis del marxismo que Lenin llevó a cabo y del primer grupo dirigente bolchevique, incluido Trostky. Sobre todo tras la conquista del poder en Rusia. Pero se trataba de un proceso mucho más vasto y plural. No sólo porque tenía sus propias raíces incluso en la ambigüedad, en las contradicciones y en los errores del análisis y las previsiones de Marx, sino porque también se limita a considerar la historia del movimiento socialista y— teniendo en cuenta la influencia de Ferdinand Lassalle en la cultura socialdemócrata europea y en el mismo Lenin--  la deriva ideológica hacia el redescubrimiento de la primacía del Estado (como posible terreno “neutro” de redistribución de los recursos, de propiedad y de legitimación de las políticas sociales de los partidos reformadores) implicará, en primer lugar, a algunos entre los más desprejuiciados críticos de Marx en la socialdemocracia: Eduard Bernstein, Karl Renner y Hans Kelsen.

Es en ese contexto que la cuestión de la liberación del trabajo --cada vez  más inseparable de la salvaguarda de la libertad en una sociedad compleja y de la temática de los derechos de la persona en las modernas organizaciones “racionalizadas”--  será removida (e, incluso, combatida), durante un largo periodo, por las ideologías dominantes del movimiento socialista.


     Hemos hablado –tras muchos otros--  de una ambigüedad nunca resuelta en el análisis marxista de la “génesis” del proceso de acumulación en las grandes sociedades industriales y de la relación existente entre la instauración de un dominio y una coerción sobre el trabajador (la opresión), a través de una organización del trabajo basada en la separación entre dirección y ejecución, de un lado, y la posibilidad de sacar un superávit al trabajo de ese trabajador con respecto al valor del mercado de la mercancía de trabajo, de otro lado.

En efecto, desde los escritos juveniles de Marx hasta los de edad madura, la génesis de la relación de explotación es vista en el proceso de alienación y opresión incluso como una condición recurrente.  Y también es recurrente la tendencia a repetir la expropiación del trabajador de sus instrumentos de producción y de sus saberes a toda transformación de las tecnologías y de la organización del trabajo. De igual manera, también es recurrente la tendencia a basar sobre una relación de autoridad y coerción toda adaptación del trabajador a las cambiantes condiciones de la prestación laboral. Y de esta redefinición histórica del concepto de alienación y deshumanización del trabajo, Marx señala una contradicción insanable entre el trabajador --como individuo, como persona concreta que aspira a realizarse en ella--  y un sistema de producción que, eliminando todo sentido a su trabajo y toda posibilidad de intervenir conscientemente en su desarrollo, lo transforma en una “horrenda monstruosidad”, en una “cosa”, en un “esclavo de las cosas” (91).

La “recomposición del trabajo a través de la comunidad” sigue siendo, de hecho, la preocupación de la reflexión de Marx a lo largo de toda su obra. Y ello explica la simpatía con la que el “socialista científico” que era Marx mira los escritos y experiencias de trabajo comunitario de un “utópico” como Robert Owen  y las batallas por la libertad del movimiento “cartista”, tan influenciado por el owenismo.   

No sólo. Marx, incluso en las obras de madurez, los Grundisse y El  Capital,  buscará más veces las señales posibles de una recomposición del trabajo alienado y parcelado en las transformaciones de la organización social promovidas por las luchas de los trabajadores y por las iniciativas legislativas de los reformadores liberales. Se trata de la reconstrucción de una profesionalidad “compleja” a través de la movilidad del trabajo  y la alternancia de las prestaciones, de la función “revolucionaria” de la formación profesional y de las primeras leyes de limitación y reducción de los horarios de trabajo. De hecho, Marx habló –a propósito de estas trasformaciones estructurales de la condición de trabajo (y no de los aumentos salariales)-- de una “economía  política de la fuerza de trabajo”.

Pero, simultáneamente, Marx pareció más preocupado por restablecer una especie de jerarquía, lógica y no histórica,  entre las categorías que definen “las relaciones de producción”: propiedad de los medios de producción y extracción de la plusvalía; estructura y superestructura; división social del trabajo y división técnica del trabajo. Con la consecuencia de situar el proceso de alienación y la división técnica del trabajo en el reino de la “necesidad”, de la colocación objetiva de las “fuerzas productivas”, tomadas globalmente, en un sistema de relaciones sociales que habría podido ser afectado solamente con un cambio radical de las relaciones de propiedad como única fuente, en última instancia, de las relaciones de poder.

En ese sentido, Marx acabó abandonando su investigación sobre la “economía política de la fuerza de trabajo”, volviendo siempre a confrontarse con la “economía política del capital”. Y sin llegar a compartir las tesis de cuantos sostienen que Marx advirtió “que no había solución antes de la pérdida de del  ´sí´ en el trabajo intrínseco de la tecnología” y que “de hecho se debía aceptar no sólo la división del trabajo sino incluso su organización jerárquica”, es cierto que Marx acabó por reenviar a un futuro lejano, y a una utopía del trabajo totalmente liberado, la solución de la que había señalado como la primera contradicción lacerante de la identidad de la persona en la relación del trabajo subordinado.

Así Marx pudo acercarse –en contradicción con todo su análisis anti idealista del proceso de alienación en el trabajo-- a la revalorización del Estado como instrumento de emancipación, aunque fuera en términos escasamente profundos desde el punto de vista teórico. Del Estado como necesario instrumento de cambio de las relaciones de propiedad y de transición hacia la liberación del trabajo y a una sucesiva e improbable extinción de las funciones del Estado como “administrador de hombres”. 

También en la famosa Crítica al Programa de Gotha que refutaba el “estatalismo” jacobino de Lassalle y sus seguidores, Marx tendrá que plegarse a una visión del momento de la ocupación y transformación del Estado no como un hecho conclusivo de un proceso real de la trasformación y reforma de la sociedad civil sino como premisa. Como punto de partida de una gradual y lejana liberación del trabajo que habría tenido –como insuperables etapas intermedias--  la modificación de las relaciones de propiedad y de las relaciones de poder en el sistema económico, la superación de la división social del trabajo y de la estructura de clase que ella determina. Y, por último, la modificación de las formas dominantes de división técnica del trabajo, es decir: la relación entre gobernantes y gobernados en los centros de trabajo.

Desde este punto de vista, a pesar de su lúcida polémica con el mito del Estado “neutral” y contra la tesis lassalliana de un Estado “libre” y “titular autoritario de una función general de la formación ético-pedagógica del cuerpo social”, no se puede decir que la reproposición, en la Crítica al Programa de Gotha, del “Estado de la dictadura del proletariado”,  como forma política de transición al socialismo, constituya una contradicción fortuita en el planteamiento de la reflexión marxiana (93). Como tampoco, en aquel contexto, son fortuitas la ausencia  la exigencia de pluralismo en el movimiento socialista en el Marx de la Primera Internacional; el carácter transitorio de los partidos; la riqueza de las formas del asociacionismo del movimiento de los trabajadores y la necesidad de no subordinar los sindicatos a un partido político.     

Marx, sobre todo en sus últimos escritos, no parece haber resuelto la relación entre “historia” y “lógica” del sistema capitalista y su superación, ni tampoco la relación entre la transformación de la sociedad civil y los microcosmos comunitarios que se constituyen en los centros de trabajo y la transformación (no la extinción) del Estado. Tal vez por esta razón Marx acaba adhiriéndose a una concepción de partido como “arma” que tiene como objetivo la conquista del Estado antes que la transformación “corpuscular” de la sociedad civil.

¿Cómo entender diversamente la reproposición del “Estado de la dictadura del proletariado”, negador de derechos individuales universales? ¿Y aquel partido, salpicado de lassalleismo, que nacerá de la unificación del Congreso de Gotha, que Marx criticará con tanta vehemencia, no era tal vez incluso el hijo de sus ambigüedades e incertidumbres? No es posible, pues, sorprenderse si el mismo Engels provocará una decidida torsión hacia una “vía estatal” que relega en la utopía la contestación de las características opresivas y alienantes del trabajo subordinado. “Dado que todo partido político se propone conquistar el dominio del Estado, se desprende que el Partido Socialdemócrata Alemán persigue su propio dominio político, el dominio político de la clase obrera y, así, un “dominio de clase” (94). Y en polémica con algunos anarquistas italianos: “Al menos en lo concerniente a las horas de trabajo se puede escribir en las puertas de las fábricas: lasciate ogni autonomia voi che entrate. Si el hombre, a través del conocimiento y su genio inventivo ha sometido las fuerzas de la naturaleza, estas fuerzas se vuelven contra él, sometiéndolo  hasta que se sirve de ellas, a un auténtico despotismo que no depende de ninguna organización social.  Querer abolir la autoridad de la industria, a gran escala, equivale a abolir la industria misma, a  destruir el telar mecánico para volver al hilado” [las cursivas son de Trentin] (95).   

En esta relevante ambigüedad de la política de Marx y en su sucesiva adhesión a posponer a un futuro lejano, a la edad de oro del “fin” de la política, toda hipótesis de superación, aunque fuera gradual y parcial, de la separación entre gobernantes y gobernados en la relación del trabajo subordinado, mucho más que en su sumaria profecía filosófica de la extinción del Estado (que no constituía el “corazón del marxismo”, al decir de Hans Kelsen),  estaba el pasaje abierto a las posteriores derivas del movimiento socialista hacia el “socialismo de Estado” y la teoría de la “revolución por arriba” que solamente Stalin tuvo el coraje de enunciar en sus términos más crudos (96). Aquí estaba el espacio que Lassalle pudo ocupar, muchos años después de su muerte, en la ideología de los partidos socialdemócratas y en la ideología leninista. Sobre todo cuando aparece claro que la falaz tendencia al “empobrecimiento absoluto” de las masas proletarias no habría llevado a una crisis catastrófica del sistema capitalista y que, por otra parte, la Ley de hierro de los salarios, evocada por Lassalle (incluso para demostrar la vanidad de una contestación desde abajo de las relaciones de poder en los centros de trabajo y de las leyes del mercado), podía incluso ser hecha trizas por la intervención ilustrada del Estado bajo el impulso de un partido claramente orientado a su conquista.

No pasarán muchos años antes de que Rudolf Hilferding pueda hablar, en un congreso de la socialdemocracia alemana, del salario semanal como “un salario político que depende de la fuerza de la representación parlamentaria de la clase obrera, de la fuerza de su organización y de las relaciones sociales de poder fuera del Parlamento” (97).  Pero, mucho antes, ya son dominantes en la ideología de la socialdemocracia y en la de su ala más radical, las tesis engelsianas de la “neutralidad material de la organización de las fuerzas productivas” y de la absoluta prioridad de la conquista del poder del Estado con el fin de que el partido de la clase obrera pueda apoderarse de esta organización [de las fuerzas productivas] y “emanciparla” de sus vínculos capitalistas (98). Para Karl Kautsky –ya en el lejano 1891-- era necesario discutir, no tanto la cuestión de “cómo el proletariado debe usar los medios de producción, tras haberse apoderado de ellos sino  “a través de qué vía debemos batirnos para alcanzar dicha posesión”. Y Kautsky concluía: “El verdadero problema está ahí, no en el Estado del futuro” (99).

La tesis kautskyana se convirtió en dominante --¡aunque impregnada del prometeismo de Lassalle!--  en la consciencia socialista y “de clase”, exportada a la clase obrera por los intelectuales de vanguardia que legitimaba en esencia una nueva concepción elitista del partido como cuerpo separado de revolucionarios profesionales que conquista una representación y una delegación en nombre de la clase obrera. La nueva concepción del partido socialdemócrata, orientado al monopolio de la representación de la clase trabajadora; la neta “división del trabajo” entre el sindicato y el partido, que relegaba a aquél a una actividad subordinaba y lo extrañaba de la acción “política”, debido a la “espontaneidad corporativa” de la clase obrera, una y otra constituirán el cuerpo esencial de la gran revisión lassalliana que triunfa a finales del siglo XIX y en puertas de la primera guerra mundial. Lenin reconocerá esta deuda que tiene con Lassalle en una obra que será una piedra miliar en su elaboración política y a la que volverá, con mayor énfasis, tras la conquista del poder en Rusia y el fugaz paréntesis de El Estado y la Revolución.  Esa obra es el ¿Qué hacer?, de 1903.  Max Weber, con mucha ironía, podrá comentar esta nueva ideología del partido-Estado que conquista la socialdemocracia alemana a principios del siglo XX: “De este modo, a la larga, no es la socialdemocracia quien conquista la ciudad y el Estado sino al contrario, es el Estado el que conquista al partido. Y yo no veo cómo todo ello puede constituir un peligro para la sociedad burguesa en cuanto tal” (101).

Sin embargo, será un gran teórico del derecho y un gran demócrata como Hans Kelsen quien dio posteriormente la sanción más explícita a este retorno a la ideología socialista de Lassalle y a su concepción del Estado (incluso del Estado autoritario prusiano) como instrumento neutro y abierto a diversas hegemonías políticas; y, sobre todo, como única fuente de cualquier otra forma posible de transformación de la sociedad civil. Que no hubiera podido existir sino como producto del Estado mismo. En obras como Sozialismus und Staat (1923) y Marx oder Lassalle (1924), Kelsen hará justicia a las tesis de Marx sobre el Estado y su posible extinción y sobre la “autonomía” de la sociedad civil. Y dibujará despiadadamente “los cambios que ya se han dado en la teoría política del marxismo” acerca de la cuestión del Estado bajo el impulso de las ideas y las intuiciones de Lassalle, cuyos “conceptos fundamentales –a pesar de los posteriores programas de partido más o menos orientados marxianamente— han permanecido como auténticas directivas para la Realpolitk de la socialdemocracia alemana (102).   
   
Naturalmente, en el redescubrimiento del “Estado natural” no estaba solamente la revalorización del papel que el Estado moderno puede desarrollar en la promoción de la transformación de la sociedad civil, en el apoyo incluso legislativo y administrativo a una evolución y una reforma de las relaciones sociales. Marx, por lo demás, nunca ignoró esta dimensión, y siempre supo captar la recurrente manifestación de estas potencialidades, no sólo cuando el Estado conquistaba su propia autonomía en los contrastes de las clases sociales en las “fases de transición”. Sino cuando, estando ampliamente dominado y gobernado por los representantes de las clases agrarias, podía promover legislaciones reformadoras como la ampliación del derecho de voto, la regulación del trabajo para las mujeres y los niños, el derecho a la enseñanza o la limitación del horario legal de trabajo.

No, el salto de cualidad que se opera insensiblemente en la ideología  socialista –a finales del siglo XIX--  consiste sobre todo  en la aceptación de la economía, en la organización de la empresa, en las relaciones de trabajo como el reino de la necesidad,  no sólo inmodificable sino susceptible, en cuanto tal, de estar al servicio  de  una nueva clase dirigente, siempre que ésta estuviese a la altura de sustituir a la vieja clase dirigente en el gobierno y en la ocupación del Estado. El salto de cualidad consiste, sobre todo,  en una escisión entre “política” y “economía” en la estrategia del partido reformador; y en la redefinición de una concepción del Estado que, bajo las leyes de la racionalización, devenía –también él— como la empresa, susceptible en esencia de ser gobernado sin reformas profundas, sino con las puramente “funcionales” para la “modernización” del poder y a favor de los intereses de los que se hacía portador el movimiento socialista. Con la subordinación de la sociedad civil con sus articulaciones y sus múltiples formas asociativas en el dominio del Estado; con la redefinición del partido político que se estructura como una élite que se propone gobernar el Estado, tendencialmente orientado a superar toda forma de pluralismo político y asociativo, al menos en la clase social que pretende representar.

Que esta evolución, que encontrará sus más coherentes partidarios en los teóricos del “socialismo de Estado”, no consiguiera ajustar las cuentas --(como no lo hizo  si no superficialmente Marx) con el desarrollo de la burocratización que los procesos de racionalización llevaban en sí, tanto en la empresa como en el Estado, hasta la creación de una nueva y autónoma capa dirigente en las sociedades industriales modernas de un nuevo grupo, capaz de dictar sus leyes y sus reglas en el gobierno de la empresa y del Estado-- es ya otro problema.

En todo caso, esta torsión “estatalista” de las ideologías del movimiento socialista y de las fuerzas reformadoras de Occidente estaba orientada a recorrer una nueva etapa frente a las transformaciones rápidas de la organización de los Estados con la revolución “taylorista”, la racionalización que experimentó la economía de guerra antes del primer conflicto mundial y con los intentos de la respuesta “planista”, dirigista en la gran crisis de 1929. Fueron trastornos que –entiéndase bien-- cabalgan por la sociedad civil, pero que estaban destinados a cambiar la fisonomía de las economías y las funciones de los Estados. De hecho, madura la convicción, que deviene “sentido común” tanto en los partidos de la Segunda Internacional  como en los partidos comunistas (sobre todo el partido bolchevique),  de que el “capitalismo organizado” --con su inmodificable proceso de racionalización, con la concentración de los más importantes medios de producción en las manos de un número cada vez más restringido de grandes corporaciones industriales, capaces de programar con las técnicas de la racionalización su propio desarrollo, reduciendo la anarquía del mercado, (esto es, lo que algunos economistas norteamericanos llamaron, más tarde, las soulful corporations, las “corporaciones con alma”)--  consienta y exija la intervención del Estado, capaz de introducir las reglas de la racionalización en el gobierno mismo de las economías en su conjunto.

Y madura la concepción  de que el cuadro organizativo-- que estaba predominando en la producción de bienes y en las prestaciones de trabajo y que constituía “el máximo desarrollo posible de las fuerzas productivas”, la “base” para cualquier sistema de reparto de los recursos-- permita a la esfera de la “circulación” de los productos y los capitales desarrollar una función “neutral” respecto a las estructuras de la propiedad, susceptible de ser gobernada y desarrollar una función reguladora al servicio de los grupos de poder que ocupan el Estado del capitalismo organizado (103). Este modelo de pensamiento es típico del marxismo de la Segunda y Tercera Internacional, y como subraya agudamente Elma Alvater: “Ciertamente hay que volver a relacionarlo con las ideas de la planificación, racionalización y organización que son expresiones específicamente marxistas de una concepción de la modernidad y del trabajo planificado, simbolizada por los nombres de Taylor, Rathenau, Nauman, Max Weber y Goldscheid” (104).

Y así, de un lado, un eminente socialdemócrata como Rudolf Hilferding pudo subrayar en 1927 que “el capitalismo organizado significa que el principio capitalista de la libre concurrencia es sustituido por el principio socialista de la producción planificada”; y cómo “esta economía planificada, conscientemente dirigida, está sometida en una medida superior a la influencia de la sociedad”. Lo que significa “intervención de la organización de la sociedad, que es la única consciente y la que está dotada de un poder coercitivo; lo que significa también intervención del Estado (105). Mientras que, por otro lado, Lenin sostenía, ya en 1917, que “el socialismo es el monopolio capitalista del Estado, puesto al servicio de todo el pueblo y, en cuanto tal, ha dejado de ser el monopolio del capitalismo. […] Toda la economía nacional organizada como Correos […]  Eso es el Estado, esa es la base económica del Estado que necesitamos” (106).

Fue ciertamente  Karl Renner el precursor más audaz en el campo socialdemócrata  de la tesis según la cual “la progresiva estatalización de la economía –que durante la guerra asume un ritmo precipitado— coloca la relación del proletariado con el Estado en el centro de su política”. De hecho, para Renner “el núcleo del socialismo, hoy, [es ya inherente] a todas las instituciones del Estado capitalista […] y eso se puede comprender bien, porque el socialismo en su aspecto jurídico es organización y administración […]. El Estado será la palanca del socialismo (107). Era la orgullosa reafirmación del principio que Renner había afirmado en tiempos lejanos (en 1899): “El poder de hecho debe ser poder de derecho para que el problema político no se transforme en problema jurídico” (108). En Karl Renner, al igual que Lenin –por tomar dos posiciones extremas y aparentemente en las antípodas— esta progresiva revaloración del papel del Estado en la época de la racionalización deriva del convencimiento de que “desde abajo” y “por abajo” no se podía determinar ninguna transformación estructural de la sociedad civil que no fuese el producto del capitalismo organizado y de las fuerzas productivas (incluida la organización del trabajo) gobernadas por los procesos de racionalización. A menos que esta transformación no descienda de la decisión del Estado, articulando las propias funciones y conceder autonomías a las instituciones descentralizadas, pero la organización y el gobierno de las empresas quedarán siempre necesariamente excluidas de tal proceso reformador desde abajo. Y, por otro lado, esta revalorización del Estado nacía de la convicción de que, con las transformaciones del capitalismo organizado y su creciente “actitud” en la programación, el Estado “racionalizado” podía conseguir poder y autonomía para situarlo por encima de los intereses contingentes del capital y transformarlo en un “campo neutro”, abierto a la intervención de aquellos grupos de poder que estuvieran a la altura de tomar posesión de sus instrumentos. Era el “Estado plan” que substituía radicalmente al “guardián nocturno” de Marx.

Es sintomático que esta “revolución copernicana” que se realiza en las ideologías socialistas del Estado encuentre su propio fundamento cultural sólo en la victoria de la “racionalización” taylorista en los centros de trabajo; en la aceptación como dato objetivo y necesario de las relaciones entre dirigentes y ejecutores que se consolidan con la organización “científica” del trabajo; y en la asunción de que aquella forma de organización pudiese devenir la “palanca” que transforma el Estado en un instrumento de planificación de la sociedad civil. En fin, en la forma que encontraron mediante la “revolución por arriba”. 


Las reflexiones de Gramsci en Americanismo y fordismo se sitúan, de hecho, en un periodo en el que maduran las tesis “planistas” y “corporativistas” de un socialista como Henri de Mann  cuando se afirman en la Europa occidental las teorías de la “racionalización” como instrumento del socialismo (109). Era en agosto de 1931 cuando se desarrolló en Amsterdam el Congreso de la International Relations Institute sobre el significativo tema de la planificación económica internacional (World Economic Planning). Fue un evento que vio reunidos a los exponentes de la Taylor Society, del Planning social-progresista, dirigentes socialistas y socialdemócratas de varios países (entre ellos De Man y Albert Thomas),  dirigentes sindicales y una delegación del gobierno soviético y del Gosplán. En aquel contexto se afirmaron, en el movimiento socialista y comunista, una concepción del primado de la política que se desprende de su identificación con el gobierno del Estado y por la lucha de la conquista del Estado; una concepción prometeica del Estado como lugar de la política y de la posible organización de la sociedad civil; una concepción de la política que la separa de la transformación de la economía y se enroca en la esfera de la circulación y la distribución de los recursos; una concepción totalizante del partido como “máquina de guerra” para la conquista del Estado; y, en fin, una concepción organicista de la sociedad plasmada en un Estado que estaba en condiciones de garantizar la paz “corporativa” entre las clases bajo el impulso de la “racionalización”. Henri De Man, con candor y desprejuiciadamente, pudo afirmar en 1934 (mucho antes de su posterior y significativa adhesión a la deriva fascista) que “No es a través de la revolución como se puede llegar al poder, sino mediante el poder de la revolución” (111). 

En la Rusia soviética, a la que Gramsci miraba en los años de cárcel, esta carrera al “socialismo de Estado” y la transformación del taylorismo en férrea ley del gobierno en los centros de trabajo, alcanzó sus resultados más paroxísticos muy rápidamente. Y, paradójicamente, mientras el New Deal de Roosvelt  --con la promoción de una concertación neocorporativa y su legislación de apoyo a los sindicatos, extenuados por la gran crisis--  dio un nuevo impulso al sindicalismo industrial y a una práctica reivindicativa de control de las condiciones de trabajo en las grandes fábricas, incluso poniendo algunos vínculos (las work rules) al gobierno unilateral y despótico de la racionalización taylorista.

Ya, en 1919, se consumía en la Rusia soviética la breve época de los consejos de fábrica. Y, en 1920, con la definitiva derrota de la Oposición Obrera, se quita a los sindicatos toda autonomía y función de control de las condiciones de trabajo. Mientras tanto será sancionado, para “todo un periodo histórico”, el papel dictatorial del director único de empresa que estaba investido de todos los poderes para aplicar las directivas del Estado y de su “partido”. Y se constituirá, a marchas forzadas, la osamenta de la nueva burocracia, destinada a gestionar la racionalización taylorista en las fábricas y en la administración pública. Son muy conocidos los escritos y los discursos de Lenin de aquel periodo, por lo tanto no haremos su exégesis. Basta subrayar la ligazón orgánica que ya existía entre la nueva concepción leninista del Estado --como “terreno neutro”, que puede ser ocupado por el partido de vanguardia, cambiando así de signo las finalidades “distributivas” del capitalismo de Estado— y la asunción de la racionalización taylorista como “ciencia neutra” de la organización del trabajo y de la economía, temperada (si lo podemos llamar de esa manera) por una reducción del tiempo destinado al trabajo parcelado, con la búsqueda fuera del trabajo  de un espacio de libertad que Lenin vislumbraba en “el trabajo para la administración del Estado” (112). En 1935 la construcción del mito estajanovista  sancionará esta férrea superposición entre la exaltación de la racionalización taylorista y la “política en el puesto de mando”, del partido y del “Estado”.

De esa manera se efectuó una auténtica y real inversión de los valores que estaban en la base de las primeras ideologías socialistas y del marxismo. El medio, la propiedad pública de los medios de producción, identificándose con la ocupación del Estado, deviene un fin “autosuficiente”. El fin, el gobierno de las condiciones de trabajo y de la creatividad de los hombres, por parte de los mismos hombres, deviene el medio, en las formas “invertidas” de la expropiación de todo control del trabajo, de la fragmentación y descualificación del trabajo, de la competencia entre los trabajadores en la intensificación de la prestación laboral. 

Este vuelco de los valores producirá, andando el tiempo, unos efectos aberrantes en el campo de la sociología, la psicología y la psiquiatría. Es interesante recordar que, en la ideología americana de la segunda mitad de los años treinta, se dibuja una auténtica transmutación del estudio de la alienación (marxiana) y de la “anomia” (de Émile Durkeim) en un estudio de las desviaciones, una vez asumido como ”objetivo y socialmente necesario” el proceso de racionalización de la organización del trabajo y de los comportamientos humanos. El parámetro que permite analizar la “alienación” y la “anomia” se convierte, en este punto, no ya en la “pérdida del gobierno sobre el trabajo” sino en una contradicción en la “ética del triunfo”; o sea, una discrepancia entre las metas esperadas y las oportunidades efectivamente realizadas (113). Dicha involución conservadora y apologética de la llamada sociología “objetiva” encontró puntualmente su correspondencia en las nuevas orientaciones de la sociología, la psicología y la psiquiatría represivas de la Unión Soviética cuando la “alienación” fue concebida como desviación patológica de los comportamientos inducidos por la “cultura” política dominante, y como reacción “agresiva” en contra de un ordenamiento “racional y necesariamente compartible”, en términos de frustración morbosa ante los éxitos ajenos, de envidia desmesurada y de ambición paranoica.

Pero sería reduccionista y erróneo achacar genéricamente al leninismo  la quiebra de los valores que se perfilan, desde el inicio del siglo XX, en las ideologías del movimiento socialista y se instalan en la teorización lassalliana del “socialismo de Estado” y en la identificación de la política con la conquista del gobierno del Estado. Es una concepción orientada a sobrevivir tras la caída de las ideologías estatalistas de la socialización; el recurrente redescubrimiento de la “autonomía de lo político”  es una buena prueba de ello.

Muchos dirigentes del partido bolchevique y de la socialdemocracia occidental se situaban, “autónomamente”, en las mismas posiciones de Lenin. Es Trotsky  quien escribe, sin paráfrasis, en 1920: “El obrero no hace mercantilismo con el gobierno soviético, está subordinado al Estado, le está sometido en todos los aspectos por el hecho de que es su Estado” (114). Y respondiendo con tonos despreciativos a las tesis de  la Oposición Obrera --que defendía la necesidad de una “dirección colegiada” de las empresas, sin afrontar verdaderamente la ligazón de una cooperación conflictual  en la reglamentación de la organización del trabajo y se oponía a la figura del “director único”— dirá: “La decisión de poner un director a la cabeza de la fábrica, en vez de un comité obrero, no tiene relevancia política. Puede ser justa o errónea solamente desde el punto de vista de la técnica administrativa […] El más grave de los errores sería confundir la cuestión de la autoridad del proletariado con la de los comités obreros que gestionan las fábricas. La dictadura del proletariado se expresa a través de la abolición de la propiedad privada de los medios de producción mediante el dominio –en todo el mecanismo soviético--  de la voluntad colectiva de las masas y no mediante la forma de dirección de cada empresa”. Trotsky, así las cosas, tiene cuidado a la hora de precisar en el mismo texto, que “la voluntad colectiva de las masas” se expresa a través del partido instalado en el Estado: “En esta substitución del poder del partido en el poder de la clase obrera no hay nada de casual e, incluso en el fondo, no existe substitución alguna. Los comunistas expresan  los intereses fundamentales de la clase obrera. Y es del todo natural que en una época, donde la historia pone en el orden del día la discusión de estos intereses en todo su alcance, los comunistas sean los representes declarados de la clase obrera en su totalidad (115).  

Es en ese contexto  de radical repensamiento del papel del Estado en la transformación de la sociedad que impregna a todos los movimientos socialistas donde se sitúa la figura solitaria de Gramsci sobre el “americanismo”, el papel de los Estados en las sociedades industriales y la función del “partido” como “Príncipe” moderno. El límite de fondo que señala el enfoque de Gramsci en el análisis de las transformaciones que nacen en la sociedad civil (los consejos) y su impacto en la “revolución fordista” parecen derivar del rol determinante que le asigna progresivamente al momento de la mediación / legitimación del Estado, entendida como condición para asegurar un cambio de las relaciones sociales a través del cambio de la “titularidad” de la propiedad de los medios de producción. De ese modo emerge una lacerante contradicción entre el papel de “motor” que Gramsci, en varias ocasiones, asigna a las transformaciones de la sociedad civil, a su privilegiada atención a los movimientos (excepto a las nuevas reivindicaciones) que maduran en los centros de producción (ni siquiera el fordismo y el taylorismo son una revolución “desde arriba”), aunque hayan permeabilizado  a la organización de los Estados) y la necesidad de legitimación del Estado que Gramsci manifiesta cuando afronta el tema de la modificación de las relaciones de poder entre las clases. Una legitimación del Estado que explica, ya en el periodo ordinovista, la naturaleza “pública”, sólo estatal, que Gramsci intenta atribuir a los consejos como alternativa a la naturaleza “privada” de los sindicatos y, en primer lugar, al partido mismo. Una necesidad de legitimación pública, estatal, cuando en un segundo momento Gramsci advierte la exigencia de justificar el papel dirigente y dominante -–en todo caso, “hegemónico”--  del moderno “Príncipe”, el partido (un solo partido) en la competición con otras formas de asociación del movimiento obrero.

Esta contradicción estaba ya presente, nos parece, en la “revolución contra el capital”, en la “política generadora de teoría”, en el “leninismo como ciencia política”. O sea, en la asunción de la ruptura voluntarista de las “relaciones de legitimación para gobernar” en la fábrica o en el Estado, como una salida de la “crisis del marxismo” y de la perspectiva fracasada de una  “convulsión desde abajo”,  que surgiera del empobrecimiento creciente de las masas trabajadoras. Y está presente en la convicción de que el impulso por la transformación de la sociedad civil sólo podía nacer de los centros de producción (y expresarse con formas y estructuras autónomas) y en la simultánea afirmación de un nuevo sujeto que pudiera sustituir, en la gestión del poder, a la viejas élites, ya privadas de un rol positivo.  Asumiendo, al menos durante una larga fase de “transición”, la inmutabilidad de la sociedad civil y sus formas de organización. Así como los “consejos” de fábrica podían y debían sustituir al emprendedor-propietario –“absentista” o “parasitario”— en la función de   dirigir  las fábrica y organizar las fuerzas productivas. Que habría podido mantenerse inmutable, ya fuera porque contenía en sí los gérmenes de la organización productiva del futuro o porque si la clase obrera podía aspirar a la legitimidad estatal del gobierno, en todo caso no tenía –al menos todavía--  una cultura de la transformación.

Es esta la contradicción de fondo que le lleva a Gramsci a forzar al extremo –incluso con respecto a Lenin--  los progresivos contenidos de la revolución pasiva que el taylorismo y el fordismo debían injertar “necesariamente”  en las sociedades modernas y, acentuar, en consecuencia, la función “sustitutiva” más que las transformaciones de una conquista del poder en la fábrica y en el Estado. Lo que supondrá una especie de camisa de fuerza las geniales intuiciones gramscianas sobre el papel de la burocracia, sobre la creciente complejidad del Estado y sus articulaciones en la sociedad civil (las fortificaciones y las trincheras a conquistar en la guerra de posiciones) y sobre el papel decisivo que espera, siempre en última instancia, a las transformaciones en el cuerpo vivo de la sociedad civil.

De hecho, era difícil para Gramsci –aislado en su sufrida búsqueda de aquellos años de la cárcel--  substraerse radicalmente del cuadro dominante de la cultura marxista y post marxista, que a finales del XIX acabó por asumir el momento de la conquista simultánea de todo el Estado; o del acceso al gobierno de este Estado “total” como el inicio posible de una política capaz de ser factor de transformación de lo existente. Sobre todo si esta transformación estaba explícitamente asociada a un proceso de redistribución de los recursos y títulos de propiedad, entendidos como sanción jurídico-estatal de la disponibilidad de aquellos recursos. 

Aquí nos encontramos más allá del conflicto entre reforma y revolución que laceró al movimiento socialista de la primera posguerra. La asunción de la mediación del Estado, como condición inicial de cualquier proceso de transformación; del Estado como lugar de la política; del primado del partido, que sólo podía actuar en la esfera del Estado respecto a las organizaciones “sociales” de los trabajadores se convirtió, de hecho, en “sentido común” de las culturas dominantes en el movimiento socialista desde el inicio del siglo XX.


Notas


(86) Cornelius Castoriades. L´expérience du mouvement ouvrier. Union General d´Editions, 1974.

(87) A. Gramsci. Cuadernos de la Cárcel.

(88) Mario Telò. La socialdemocrazia europea nella crisis degli anni trenta. Franco Angeli, 1985. 

(89) Karl Renner. Marxismos, Krieg und Internationale (Sttugart, 1917)

(90) Karl Polanyi. Libertà e tecnologia. Bollati Boringhieri, 1987

(91) Eric Fromm. L´uomo secondo Marx. Franco Angeli, 1980

(92) Daniel Bell. La riscoperta dell´alienazione. Obra ya citada.

(93) Danilo Zolo. Marx e il Programma di Gotha. Fondazione Basso, 1981

(94) F. Engels. La questione delle abitazioni. Citado en el Congresso di Gotha.

(95) F. Engels. Dell´autoritá. Editori Riuniti, 1971

(96) Negt. La logica specifica del periodo di transizione. Obra ya citada.

(97) Alvater. Il capitalismo si organizza en Storia del marxismo.

(98) Gabriella Bonacchi. Dalla grande depressione al debatito sullo Staat Sozialismus. Obra ya citada.

(99) Mark Waldenberg. Strategia della sozialdemocrazia tudesca.

(100) Lenin en ¿Qué hacer?

(101) Oskar Negt. L´ultimo Engels.

(102) Hans Kelsen. Marx o Lassalle. De Donato, 1978.

(103) Alvater. Obra ya citada.

(104) Ibidem

(105) Ibidem

(106) V.I. Lenin. La catástrofe inminente y cómo luchar contra ella.

(107) K. Renner. Marxismos, Krieg unde Internationale, citado por Alvater en la obra ya referida.

(108) Láser. Obra ya citada.         
(109) Jules Moch. Socialisme et rasionalisation.

(110) Ibidem

(111) Henri de Man. Le socialisme devant la crise.

(112) V.I. Lenin. Tareas inmediatas del poder soviético.

(113) John Horton. La disumanizzazione dell´anomia e dell´alienazione.

(114) L. Tortsky. Terrorismo y comunismo. Citado por Castoriadis en obra ya referenciada.

(115) Ver Castoriadis en obra ya citada.


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