domingo, 22 de julio de 2012

4.LA DISSTRIBUCIÓN DE LAS RENTAS COMO VÍA AL SOCIALISMO

Capítulo 4.  La distribución de las rentas como vía al socialismo



Si miramos el panorama general, las orientaciones que  han acabado prevaleciendo en los comportamientos concretos de la izquierda occidental y, sobre todo, en la italiana  --más allá de la recurrente aparición de algunos intentos de revisión crítica, sobre todo de determinadas luchas sociales (e incluso de ciertas experiencias con la introducción de transformaciones parciales en el modelo dominante de organización del trabajo que evidenciaron sólo la posibilidad de recorrer distintos caminos, dentro de ciertos límites para asentarse una izquierda “diversa”--  se puede sostener que, particularmente en la segunda posguerra, se obstinaron en anclarse en los viejos objetivos del socialismo del siglo XX. Esto es, en la redistribución de las rentas como provisional (y a menudo precaria) atenuación de los costes sociales derivados del industrialismo y del desarrollo incontrolado de las fuerzas productivas, que se asumió acríticamente como precondición para conseguir  otro sistema social más evolucionado; también en la modificación (mediante formas diferentes y graduales) de los sistemas productivos o, por lo menos, en la contención y el control de las posiciones de monopolio. Eran unos objetivos que, en su conjunto, se llamaron genéricamente “democracia económica”, aunque este término, en su tiempo, lo utilizó Karl Korsch con otros objetivos y en otras circunstancias.

La importancia de las políticas distributivas, como complemento y corrección de la férrea parcelación del trabajo, fue asimilada rápidamente por los partidarios más ilustrados  del taylorismo. El primero entre ellos fue Henry Ford que supo acompañarlo, ante las oleadas de absentismo y de una auténtica fuga de las primeras cadenas de montaje, con la “organización científica del trabajo”  y el incremento de los salarios más altos que se pagaban en el mercado laboral norteamericano, además de crear un embrión de sistema de protección social y de asistencia sanitaria en sus empresas. 

Muchos años antes, otros conservadores –más o menos ilustrados--  tuvieron la misma capacidad de establecer (hegemónicamente) la tensión de una distinta distribución de las rentas y hacer frente a los efectos sociales, con frecuencia desvastadores de la primera revolución industrial y sus oleadas sucesivas. Otto von Bismarck, por ejemplo, tuvo la intuición de provocar la industrialización a marchas forzadas de Prusia. Lo hizo para acercarla a los modelos occidentales con el primer sistema estatal de protección social. Y en la Inglaterra de la primera revolución industrial fueron incluso las mayorías torys  las que recogieron y “gobernaron” las primeras demandas del movimiento cartista, adoptando en el Parlamento importantes medidas sociales, como la modificación de las “Poor Laws” y la primera legislación sobre el trabajo en las fábricas (23)

Pero bien pronto  se despejó cualquier equívoco posible. No pienso, en absoluto, que toda política distributiva (o redistributiva) no tenga consecuencias, incluso relevantes, en las condiciones materiales del trabajo, en la organización de la producción y del trabajo en los países industriales y en los derechos de los asalariados. Semejante juicio sería paradójico en mi forma de pensar. De hecho, sería absurdo infravalorar, por ejemplo, la importancia y necesidad de una fuerte iniciativa salarial por parte del sindicato, incluso en las fases de reestructuración de las empresas y de reorganizaciones parciales del trabajo. No sólo porque las condiciones salariales de la mayor parte de los trabajadores subordinados en las empresas son todavía muy bajas en Italia y con grandes desigualdades –que poco o nada tienen que ver con la profesionalidad, la cualidad o la peligrosidad del trabajo. Sino porque es impensable una estrategia sindical de transformación de las condiciones de trabajo, y de la misma organización del trabajo, que no esté apoyada por una política salarial, selectivamente orientada a promover tales transformaciones y hacerlas posible.
  
Lo que queremos destacar es lo siguiente: somos conscientes de que la aparición de nuevos derechos fundamentales, civiles y sociales en el curso del siglo XX, comportó el inicio de una nueva fase del conflicto para conseguir una redistribución de los recursos capaz de poner los medios, incluso materiales (en términos de rentas y servicios) para el ejercicio efectivo de tales derechos. Dahrendorf habla con razón, incluso de manera reductiva, de la contradicción existente entre provisions, los recursos, necesarios para el disfrute de algunos derechos fundamentales y la declaración, en la consciencia colectiva y en la legislación misma, de nuevos derechos “esperados” o entlements (24). Sin embargo, no podemos ignorar que las políticas distributivas de los Estados (y a menudo también en los sindicatos) se han orientado, de manera creciente, con el acuerdo o la neutralidad de las izquierdas, no tanto a la promoción y el apoyo al ejercicio de determinados derechos como a la adopción de medidas de “compensación” por su falta de ejercicio. Sobre todo cuando ese ejercicio efectivo cuestionaba las “sagradas” prerrogativas del poder empresarial y las jerarquías del management.

De hecho, en la mayoría de los casos el “espacio protegido” de la declaración y el ejercicio de algunos derechos fundamentales permanece en el espacio de la producción de bienes y servicios. Este, y no otro, es el sentido de la amarga constatación de muchos sostenedores de la “sociedad de los derechos”, como Norberto Bobbio, cuando subrayan que “la democracia se ha parado en las puertas de las fábricas”

Así, en numerosos casos, las políticas distributivas pueden utilizarse (ya sea por transferencias de recursos, en términos de rentas o servicios, ya sea por concesiones salariales) como “resarcimiento” para la negación o la ausencia del ejercicio de ciertos derechos o para estar sometidos a condiciones de trabajo peligrosas o nocivas para la salud, incluso cuando estas políticas permitían satisfacer, al mismo tiempo, necesidades reales. O, en otros casos, podían permitir el ejercicio de otros derechos que no se podían ejercer en el espacio protegido de la producción de bienes como substitutos de aquellos.

Como hemos recordado, Bismarck creó el primer y rudimentario sistema de protección social en Prusia. Pero al mismo tiempo  puso fuera de la ley a las organizaciones socialistas y a los sindicatos. De igual manera Henry Ford supo romper las leyes del mercado, reconociendo a sus empleados en 1914 una paga de cinco dólares diarios para eliminar el absentismo en sus cadenas de montaje (25). Pero, al mismo tiempo, impidió con sus matones la entrada del sindicato en sus fábricas, al menos hasta 1942.  

Con unos métodos ciertamente más blandos se difundieron en Italia, en la segunda posguerra, varias formas de subidas salariales orientadas a compensar la prestación del trabajo allá donde había unas condiciones de extrema gravedad o nocividad. Los trabajadores lo llamaban (y se mantiene todavía esa expresión) “la monetarización de la salud”. En muchos casos se mantiene la regla cuando los trabajadores no consiguen imponer, mediante la acción colectiva (como substituto de un incremento salarial) medidas concretas de eliminación de las causas de la nocividad y peligrosidad del trabajo. Incluso, como sucedió en algunos casos, por ejemplo en la Fiat, buscando sistemáticamente imponer formas de remuneración del trabajo que vinculaban una parte del salario no al rendimiento efectivo, cuantitativo y cualitativo o a la productividad sino a lo que se llamó, de manera imaginativa, la “buena marcha de la empresa”. Que, más allá de transformar en un hecho puramente aleatorio la remuneración de una prestación dada, niega como principio no sólo el derecho colectivo de los trabajadores y de los sindicatos a negociar las condiciones de trabajo y las reglas que las presiden en la organización del trabajo, sino el pleno reconocimiento –mediante la negociación colectiva--  de algunos derechos “elementales” como la remuneración del rendimiento efectivo del trabajo y su profesionalidad.


Entre las políticas distributivas adoptadas por la izquierda occidental, y sobre todo europea, destaca ciertamente la creación en la segunda posguerra de diversas formas de welfare state o de Estado de bienestar  que tendían a garantizar --de diversas maneras a todos los trabajadores dependientes (y en algunos casos a todos los ciudadanos)--  el derecho a una pensión, la asistencia sanitaria, además del derecho a la enseñanza pública y gratuita que ya se había consolidado en un cierto número de países a finales del siglo XIX.

Fue ciertamente una conquista de dimensiones históricas que, al contrario de los convenios colectivos en las empresas norteamericanas bajo la tutela del poder adquisitivo, bajo las mutualidades de empresa y los fondos de pensiones (duramente cuestionados en los años setenta y ochenta), permitió consolidar  algunos derechos universales de los trabajadores y de los ciudadanos, independiente de las disponibilidades contingentes de las provinsions y de las fluctuaciones de la economía.  Además, permitió abrir el camino a una legislación social (aunque cada vez más fragmentada y condicionada por la coyuntura económica) en beneficio de los trabajadores desempleados o en busca de empleo. Así es que no se puede discutir el alcance de tales conquistas  y su influencia en la evolución de la democracia política en todas las naciones de Occidente. Pero tampoco hay que infravalorar la parcialidad y los límites que han caracterizado su promoción y su gestión en cada país. Estos límites no son ajenos a a la grave crisis, no sólo “fiscal” sino de consenso, que el Estado de bienestar está atravesando en todos los países de la Europa Occidental. 

La parcialidad (o limitación) consiste, en primer lugar, en la exclusión, al menos inicialmente, en el ámbito de la protección social en los centros de trabajo, de los trabajadores más afectados por la organización taylorista. No sólo en su salud sino en su profesionalidad, en su propia libertad de iniciativa, en su acceso a la información y a la formación. Es una parcialidad que, en muchos países, se refleja en el carácter, todavía embrionario y muy discontinuo, de la intervención de las estructuras  públicas para la “prevención” (y no sólo el cuidado) de las enfermedades profesionales típicas del industrialismo moderno y del taylorismo; para la remoción, mediante el apoyo financiero de la colectividad, de los fondos contra la nocividad (en todas sus formas) y la mejora del medioambiente para las personas que trabajan. De hecho, no es por casualidad que tal configuración  --prevalentemente distributiva del Estado de bienestar, esto es, aportar recursos y servicios para la satisfacción de algunos derechos llamados sociales--  ha excluido durante mucho tiempo la consideración de los derechos civiles primordiales que no podían garantizarse mediante la ampliación de intervenciones de resarcimiento: la tutela del ambiente y del equilibrio ecológico frente a los efectos, a veces devastadores, del industrialismo sin reglas para la persona y la supervivencia del ecosistema: el ejercicio de los derechos de la mujer a la autorrealización en el trabajo en la sociedad civil y en la vida familiar, contra la división social del trabajo exasperada del industrialismo y la parcelación  de las funciones y de los roles que producía la sociedad del management; la reinserción de los ciudadanos con minusvalía en el mercado laboral y en la sociedad civil para garantizarles --con el sostén colectivo para la rehabilitación, la formación y la organización del trabajo— su derecho al acceso a un trabajo libremente elegido.   

Sin embargo, todo ello se refleja en la separación que se fue concretando, salvo en algunas interesantísimas pero embrionarias excepciones, entre la formación académica y la profesional que, cada vez más, se iba reduciendo a un apéndice de aquella y a ser “una escuela de los pobres”. Y sobre todo entre el mundo de la enseñanza académica pública y privada y la formación de nuevos conocimientos, nuevas culturas y nuevas aptitudes en el mundo de la empresa. Una malentendida independencia de la escuela pública ha favorecido un progresivo alejamiento de las velocísimas transformaciones de los saberes y de las culturas que maduraban en las empresas. Lo que se tradujo en que los jóvenes eran cada vez más débiles y estaban desarmados para ingresar en un mercado laboral cada vez más cambiante y flexible. De ese modo  los jóvenes se encontraron con lo que parecían ser fuerzas ciegas de la ciencia y de la técnica, de las que ignoraban sus fundamentos racionales y su funcionamiento. Sólo vieron cómo se ampliaban sus conocimientos en las empresas a través de  las nociones deliberadamente parciales y meramente funcionales en el “hacer” un determinado trabajo (y sólo ése). 
               
Estamos muy lejos del proceso profetizado por Marx (no situado, ciertamente, en los “horizontes del comunismo” sino en esta sociedad industrial) cuando sostenía que  “sería una cuestión de vida o muerte”, para la gran industria, “sustituir al individuo parcial, simple instrumento de una función social de detalle, por el individuo desarrollado en su totalidad, para quien las diversas funciones  sociales no son más que otras tantas manifestaciones de actividad que se turnan y se relevan". Y cuando añadía: “Un elemento de este proceso de subversión se desarrolló espontáneamente en la base de la gran industria: en las escuelas politécnicas y agronómicas; otro fenómeno son las Écoles d´enseignement professionel en las cuales los hijos de los obreros reciben algún tipo de formación en tecnología y en el manejo práctico de ciertos instrumentos de producción” (26).

Los límites de las legislaciones del welfare state permitieron, sin embargo, la realización, al menos en muchos países, muchos países, de  unos descomunales aparatos centralistas, escasamente habilitados para adaptar los servicios del Estado de bienestar a las necesidades específicas de las diversas colectividades y, menos todavía, para personalizar las intervenciones en función de la naturaleza de los obstáculos que es preciso superar con el fin de que cada ciudadano, con independencia de sus minusvalías (físicas, culturales o sociales) pueda ejercer el derecho universal al acceso al trabajo con iguales oportunidades con respecto a los demás en lo atinente a derecho a la enseñanza, la salud o la pensión de jubilación.

Los límites están también en  haber descuidado la exigencia de garantizar un efectivo y difuso poder de control y propuesta a los usuarios de los diversos campos del welfare state. Este dato, con la acentuación con el paso del tiempo (y con intensificación de las dificultades de financiación del welfare state) de las prestaciones corporativas –encaminadas a incautar una parte de sus recursos a favor de las minorías más fuertes, junto a las degeneraciones clientelares en algunos países, como en Italia— permitieron, paradójicamente, la creación de una verdadera jungla de derechos, privilegios y desigualdades en las oportunidades de acceso a los servicios de la colectividad. Una jungla de los derechos que transformó la solidaridad social entre los ciudadanos, ejercida sobre la base de reglas universales y transparentes de contribución y servicio que constituía el fundamento filosófico del welfare state, en una especie de solidaridad oculta,  que se substraía a la gestión y control tanto de sus contribuyentes como de sus propios beneficiarios. Y, por ello mismo, expuesta a sufrir los contragolpes de una crisis de consenso en las mismas clases trabajadoras.          
La otra “cara” de la política redistributiva, sostenida por las fuerzas de izquierda, para limitar y compensar los efectos, con frecuencia degradantes de la parcelación del trabajo y de la descualificación de masas que la acompañó durante un largo periodo, se caracterizó –frente a las crecientes dificultades para utilizar el arma fiscal como instrumento de redistribución de las rentas--  por unas reivindicaciones sindicales principalmente orientadas a los salarios. 

Naturalmente, las políticas salariales de los sindicatos han tenido, en el curso del tiempo, diversas motivaciones y distintos objetivos. De igual manera tuvieron diferentes fases. No es este el lugar para analizarlo. Nos basta con recordar que, salvo breves periodos y con algunas relevantes excepciones, no se orientaron sistemáticamente a incentivar y sostener una intervención de los trabajadores en la organización del trabajo. Como, por ejemplo, cuando se establece una relación entre el salario y la realización de programas y proyectos acordados entre grupos de trabajadores y el management; o cuando se define un apoyo salarial a la negociación de procesos incentivados de movilidad profesional y alternancia en las que se prevé una adecuada remuneración salarial. 

Por lo general, la acción contractual del sindicato –con o sin existencia de los sistemas nacionales de tutela automática de los salarios reales— ha estado presidida preferentemente por la defensa del poder adquisitivo de las retribuciones y por las remuneraciones compensatorias del rendimiento del trabajo, por las prestaciones de peligrosidad o por las horas extraordinarias. Y, en muchos casos, más allá de la negociación, con variadas formas de retribución por rendimiento y por los pluses, bajo distintas maneras, de antigüedad (la seniority). Que se orientaban a resarcir la inmovilidad de las categorías profesionales de las cualificaciones tradicionales o del trabajo poco cualificado. 

A veces la política salarial de los sindicatos se expresaba con reivindicaciones igualitaristas.  Y casi siempre faltó el objetivo de reconducir en la negociación colectiva las remuneraciones de los trabajadores más cualificados, los técnicos y los investigadores. De esta manera se dejaban tácitamente a estas categorías –que asumen una función estratégica en cualquier sistema industrial avanzado—  un espacio muy relevante para las decisiones unilaterales de la empresa, permitiéndoles, por esta vía también, una posición de dominio sobre la organización del trabajo.


Por otra parte, en lo relativo a las formas de intervención en la propiedad de la empresa, propugnadas en ocasiones y formas diversas por la izquierda occidental, es lícito afirmar que, agotada en la segunda posguerra la fase de nacionalización de las industrias que se consideraban de una  importancia estratégica --la energía en primer lugar-- y de las municipalizaciones de los servicios (sin que estas hubieran incidido en las formas de organización del trabajo, ni en el poder de intervención de los trabajadores y los sindicatos sobre programas de inversión de las empresas), la puesta en marcha de esas formas de intervención, decimos, pudo hacerse, con efectos substanciales que determinaron el favor de los trabajadores empleados, en el ámbito de las políticas distributivas.

Sin embargo, la experiencia alemana de la Mitbestimmung [cogestión, JLLB], que se puso en marcha en la industria del carbón y la siderurgia durante la ocupación aliada, y sucesivamente extendida a todas las grandes empresas industriales en formas parcialmente diversas en la República Federal, dio vida a una “democracia de los expertos” capaz de nutrir, a las organizaciones sindicales y a los grupos dirigentes de los consejos de los trabajadores, de informaciones útiles para defender los intereses de los trabajadores ocupados en las fases de reestructuración. Pero ello no ha ido más allá de la legitimación de un poder consultivo, que raramente ha sido determinante en la definición de las estrategias de inversión de las empresas y sin ninguna influencia en las formas concretas de la organización del trabajo.  De un lado, la presencia minoritaria de los sindicatos (que tienen potestad reivindicativa y contractual) representando a los trabajadores en el seno de las Comisiones de seguimiento; y de otro  lado, las funciones no contractuales  de los consejos, elegidos en los centros de trabajo, impidieron de hecho que los problemas de las condiciones de trabajo y sus cambios encontraran, legítima y prácticamente, un lugar para que la cogestión pudiera afrontarlos y resolverlos.

Por otra parte, el Plan Meidner en Suecia –incluso en sus versiones más edulcoradas— pudo  favorecer en las grandes sociedades industriales suecas, como máximo,  una participación de los trabajadores o de sus fondos de pensiones en el capital social poco más que simbólica y un poder de decisión de los sindicatos casi nulo en las estrategias de las empresas. Es una situación muy diferente de cuanto sucede en el puesto de trabajo donde el sindicato, sin la necesidad de legitimación financiera alguna, dispone de otros instrumentos potentes de intervención en las innovaciones tecnológicas y organizativas. Es decir, no en base a un título de propiedad sino como un derecho legitimado por la ley o por el convenio.

En relación a los intentos de la izquierda italiana de avanzar proyectos de “control democrático de los monopolios”, de extensión de la industria de propiedad estatal (el capitalismo de Estado como “antesala del socialismo”, teorizado por Lenin) o, sucesivamente, como restauración de las condiciones de concurrencia, mediante la abolición de los monopolios (1956) y, todavía más, pasar del “control obrero” al “control del consumidor” (1980), se han quedado en la generalidad de la letra muerta. Al tiempo que aparecía públicamente su carácter mistificador –como fue el caso de las “imágenes” de la autogestión del trabajo-- sancionada durante poco tiempo por las cooperativas.          

Estas variadas formas de inversión de las rentas o del ahorro de los trabajadores pueden constituir, ciertamente, sobre todo en algunos países, una parte substancial de la política redistributiva del sindicato. Incluso si su incidencia efectiva en las estrategias empresariales y,  todavía más, en la organización del trabajo y en la condiciones laborales de los “titulares” de los paquetes accionariales hayan tenido, hasta la presente, unos resultados absolutamente nulos.  Salvo en los casos bastante raros en los que la participación en el capital y en el “riesgo de la empresa” se concreta en lo “convenido” a través de un poder de codecisión en las más importantes opciones del management en el terreno de las inversiones, la investigación, del proyecto y la organización del trabajo. Sólo en esta hipótesis podemos imaginar que los representantes de los trabajadores acepten invertir el ahorro colectivo de los asalariados en objetivos empresariales o en experimentos organizativos y muy innovadores. Y, por eso mismo,  con rentabilidad incierta y, sin embargo, diferida en el tiempo. En todos los otros casos, hablar de “participación en la gestión de la empresa”, mediante la participación de las rentas salariales o del ahorro de los trabajadores en la formación del capital de una empresa, raya en la mistificación. Es un artificio conceptual que expresa bien el intento, obstinadamente repetido, de evitar o remover, mediante políticas meramente distributivas, el nudo de la participación “en las decisiones”. O sea, de un compromiso dirigido por el sindicato (a través de un diálogo, incluso conflictivo) orientado a influir sobre la organización de los trabajos y sus roles (sobre “cómo producir”) para implicarse, con la titularidad que se deriva de la representación organizada de los trabajadores subordinados, en las estrategias de inversión del management (27).

Permaneciendo tales límites, el uso del ahorro de los trabajadores dependientes, tan enfatizado por sus finalidades “sociales”, paradójicamente sólo puede seguir unas reglas que tienden, no obstante, a chocar con la posibilidad de conseguir, en una empresa concreta, unas inversiones fuertemente innovadoras a veces con rendimientos muy diferentes. El imperativo que asume el administrador del ahorro colectivo no puede ser  otro que la consecución de las máximas garantías posibles para conseguir una amplia y estable rentabilidad (mediante la distribución de los recursos en una pluralidad de empresas con la idea de reducir los márgenes de riesgo), capaz de remunerar adecuadamente ese ahorro  y los servicios, pensiones u otros, para los cuales ha sido recogido e invertido.




Notas.

(23) Karl Polanyi en La gran transformación que ya hemos citado en otra ocasión.    
(24) Ralph Danrendorf, El conflicto social moderno. Biblioteca Mondadori, 1990.  
(25) “El salario de cinco dólares diarios por ocho horas de trabajo fue una de las decisiones que mayormente contribuyeron a reducir los costes de producción”, dirá Henri Ford en su biografía (ver Braverman, en la obra citada anteriormente).
(26) Karl Marx, El Capital. Libro I. Capítulo IV. 
(27) Guido Baglioni, un sociólogo que se presenta como cercano al sindicato, defiende en Democrazia imposibile? [Il Molino, 1995], defiende la participación “no conflictiva” en el capital y en la rentabilidad de la empresa, presentada perentoriamente como la única vía practicable dado su carácter no “subversivo”.       
 


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