sábado, 14 de julio de 2012

8. HACIA EL NEOCORPORATIVISMO


Capítulo 8. Hacia el “neocorporativismo”




Como ya hemos dicho,  a finales de los años ochenta y con la derrota del sindicato en la Fiat (1980) tras una desesperada batalla defensiva contra la nueva oleada de reestructuraciones industriales, los teóricos de la “autonomía de lo político” llegaron al final de la última etapa de su parábola improvisándose, primero, como ideólogos del “intercambio político”  y, después, como apologetas del corporativismo.

Aunque en esta ocasión no se trataba de harina de su propio costal, los mencionados teóricos se apoderaron de los modelos sociológicos de estudiosos como Alessandro Pizzorno y Colin Crouch, basados en algunas tendencias que estaban presentes en la evolución de los sistemas de relaciones industriales donde la intervención del Estado adquiría una dimensión relevante; ahí encontraron un balón de oxígeno, claramente impracticable como obra sólo del partido-Estado. La teoría del intercambio político aparece, de hecho, como el instrumento “ideal” de un sistema de gobierno del conflicto social en el que un partido --delegado por la “clase” para ejercer a través del Estado una mediación entre  intereses sociales en conflicto— pudiese  adquirir todos los títulos para formar parte de la clase política dirigente.

A decir verdad, el “intercambio político” (o “mercado político”) se planteó, al menos durante un primer tiempo, sólo como una de las posibles transformaciones del sistema tradicional de la negociación colectiva con la que tendría algunas diferencias esenciales. Los “beneficios” se obtendrían a cambio de renunciar a la “amenaza del orden social”; el “poder del intercambio” estaría en función del “deseo del acuerdo” y no de las demandas del trabajo; y, finalmente, otros sectores debían acompañar al sindicato para mediar el acuerdo (55). Pero, iba más allá de algunos de sus sucesivos apologetas la demostración de que, en los hechos, toda “negociación” entre las partes sociales en las que interviene el Estado como mediador, se convierte en un intercambio entre bienes no “comercializados” (como el principio de autoridad o la retirada de colaborar en el orden social existente) y, por ello, en un “intercambio político”. En eso se convierte la ideología del “intercambio político” y su proyecto político que no tardarán a expresarse en las experiencias  concretas que los gobiernos, empresarios y sindicatos (más o menos divididos según las circunstancias) darán vida a partir de 1982.

De este modo se descubrió la verdadera naturaleza del “intercambio político” concretamente realizable. Que no consistía, en absoluto, en renunciar a la “amenaza del orden social” para conseguir algunos beneficios sociales, sancionados por la autoridad del Estado (lo que hubiera sido la negación in nuce de la noción misma de “mercado”). Sino que se expresaba de manera mucho más prosaica: en la sustitución o subrogación de una representatividad efectiva del sindicato (que atravesaba una fuerte caída en todos los países industriales, debido también al proceso de corporativización de las sociedades civiles, inducido en parte por la misma intervención del Estado) con su legitimación como “interlocutor privilegiado” (o como único interlocutor) por parte del Estado y, a través suyo, por las organizaciones empresariales. Con dicha legitimación, es decir, mediante una nueva validación (exógena) de autoridad en las discusiones con sus propios representantes –ya fueran verdaderos, supuestos o potenciales— tal como teorizaban los de la “autonomía de lo político”  en las relaciones entre partido y “clase”, la autoridad del Estado acaba substituyendo el “consenso” entre los trabajadores afectados por la negociación colectiva en el que el sindicato basaba su propio poder de iniciativa y contractualidad.

Un “intercambio político”,  “realmente existente”, de esta naturaleza presuponía, sin embargo, la verificación de tres condiciones fundamentales o, si se prefiere, de tres modalidades operativas que constituían la verdadera razón de su adopción como instrumento de composición de los conflictos sociales por parte del empresariado y, según los casos, incluso de los sindicatos. 

En primer lugar, una centralización del sistema de relaciones industriales como elemento determinante que debía ser garantizada por la autoridad del Estado en el proceso de “concertación”; con un Estado que es, a la vez, parte, mediador y garante. Se trata de una centralización que, en la cultura de las asociaciones empresariales italianas, siempre fue entendida como un dique necesario; y, en algunos casos, como una verdadera alternativa a toda forma de negociación descentralizada en los centros de trabajo y en el territorio.

En segundo lugar, la posibilidad de seleccionar –con la intervención resolutiva del Estado— los sujetos que debían ser admitidos en la mesa de negociaciones del “intercambio político” que, más tarde se llamará “neocorporativismo”, un término más crudo y franco. Era un poder de decisión de la inclusión o la exclusión de determinados sujetos sociales (y no sólo de algunas organizaciones sindicales) que, junto al objetivo declarado de legitimar las organizaciones sindicales y patronales reconocidas como “más representativas”,  consolidaba el poder del Estado y de su burocracia “competente” en la gestión selectiva y centralizada del conflicto social. Y, añadimos nosotros: en  la corporativización selectiva de la sociedad civil (56).

En tercer lugar, incluso mediante la contención de la negociación descentralizada en los centros de trabajo y la marginación de las reivindicaciones que, en esos lugares, se refieren más directamente a las condiciones de trabajo, a los regímenes de los horarios, a los derechos individuales y colectivos. Lo que se hacía mediante un filtro de las demandas sociales, reconducidas a una unidad de “intercambio” homogénea y administrada, dentro de ciertos límites, por arriba. Por ejemplo, la retribución directa e indirecta y la cantidad de resarcimiento, en vez de modificar la cualidad del trabajo, cada vez menos reducible a salario (57).

Estas condiciones se plantearon  brutalmente a los sindicatos en 1983 y 1984 con el decreto de la escala móvil, y en 1992 con la ofensiva de la patronal contra la escala móvil, aunque en realidad y sobre todo era contra la negociación articulada. De ahí emana la “creatividad” de la “autonomía de lo político” que surge no del análisis de la sociedad real y de sus demandas múltiples y diversas sino de la “libertad de decisión” del “poder de decisión” que se deriva del asentamiento del Estado. Solamente en estas condiciones el sindicato puede ser invitado a participar de manera subalterna en la aventura del “partido-Estado”. “La identidad es la dimensión del comportamiento de la forma de intervenir gracias a la cual un sujeto aprende ´quién es´ experimentando lo que ´puede hacer´. Y ´poder´ (en el sentido de poder hacer) no está solamente en indicar los límites de la acción sino también en explorar un campo de chances sin complejos sin potencia ni impotencia …”.   De un modo más incomparablemente forzado en el caso de la identidad individual, la identidad colectiva experimenta (bajo la tutela del Estado) “los límites de su poder con un proceso que cambia objetivos, estructuras, tácticas…”. “El intercambio político es uno de esos grandes mecanismos que permite ese proceso” (58). Es también gracias a esta “cobertura ideológica” –a este nivel del “corporativismo”  que hizo fortuna en Italia, precisamente cuando declinaba en otros países, sin haberlo proclamado en los años cincuenta y sesenta— que la gran patronal italiana, durante más de diez años, consiguió que plegara velas toda la acción reivindicativa del sindicato que estuviese orientada a cambiar las condiciones de trabajo y de empleo frente a los procesos de reestructuración, la llegada de la tecnología informática y la crisis del sistema taylorista (59). 
No hay duda de que el movimiento sindical, profundamente dividido en sus estrategias reivindicativas, y la izquierda política italiana, también dramáticamente dividida por la experiencia craxiana de ocupación del Estado, tuvieron relevantes responsabilidades en esta victoria estratégica de la gran patronal.

El sindicato estaba llamado a afrontar la crisis histórica del pacto de solidaridad que existía entre los trabajadores subordinados y también de las relaciones entre ellos y el universo, cada vez más complejo y articulado, de los parados, los infraocupados y los precarios. Era una crisis histórica que afectaba a todos los países industrializados. Una crisis que no se manifestaba solamente como un proceso de desarticulación corporativa del conflicto social, sino también como una crisis política y cultural de los movimientos sindicales. La solidaridad de clase ya no era un presupuesto de ideas unificadoras; ni un valor al cual recurrir a golpe de fe permitiendo al sindicato reafirmar sus propias tradiciones sobre la base de nuevos objetivos. La solidaridad de clase debía ser reconstruida literalmente desde sus cimientos. 

Era preciso identificar nuevos sujetos, nuevos titulares –todos los nuevos titulares--  de un nuevo compromiso social entre los trabajadores, tomando nota de las desarticulaciones de las viejas vanguardias y de los viejos grupos sociales hegemónicos, y definir con los protagonistas potenciales los objetivos prioritarios comunes que podían justificar un pacto entre los diferentes de una nueva orientación del trabajo. En los años ochenta ya era presumible que los objetivos podían ser negociar el empleo, un cambio por la calidad del trabajo y la conquista de nuevos derechos individuales y colectivos con validez universal. Pero la construcción de una solidaridad efectiva entre los diversos, en torno a objetivos similares, estaba destinada a convertirse en un enunciado poco realista si no se experimentaban en la práctica –mediante la aportación creativa de todos los sujetos afectados--  nuevas formas reivindicativas y de negociación colectiva. En primer lugar en el centro de trabajo y en el territorio. 

Ante tales imperativos, un sindicato como la CSIL creyó que podía responder con la centralización de la negociación que pilotaba el “gobierno amigo”, si el eje de la gobernabilidad seguía estando en las manos de la Democracia Cristiana. De hecho, para la CSIL esta centralización del sistema contractual era la única vía para conservar, con el apoyo del Estado y el aval de las organizaciones patronales, una legitimación para negociar y tener un poder de representación muy superior a su representatividad efectiva; y, al mismo tiempo, se presentaba como el único modo posible para gestionar “desde el centro” los diversos – y cada vez más separados—impulsos que venían de las fábricas y la sociedad civil, reconduciéndolas a la única dimensión del salario o de la renta neta a fijar en la negociación periódica con el vértice del Estado.  La renuncia a la “escala móvil” valía esa misa. Incluso si el verdadero precio a pagar era el oscurecimiento de todos los contenidos no salariales (los derechos individuales y colectivos, el horario de trabajo, el gobierno descentralizado del mercado de trabajo) que podían encontrar una expresión y soluciones concretas en los centros de trabajo o en el territorio.

Por estas razones, la convergencia, en aquellos años, de una parte relevante del grupo dirigente de la CSIL con las tesis de los profetas del “intercambio político” y del “neocorporativismo”  fue tan rápida y sin prejuicios. La CSIL encontraba en aquellas ideologías –además de una segunda juventud de sus viejas culturas interclasistas— la oportunidad de buscar el espacio para ejercer un papel finalmente hegemónico en todo el movimiento sindical. Es más, asumió el  intercambio político como “intercambio de protección y obediencia”, basado en la autoridad del Estado, cuyos “límites podían cambiarse solamente ante la improbabilidad de identificar un sujeto histórico unitario, capaz de ampliar sus fuerzas y dar una unidad racional a los motivos del conflicto (60). Así, la CSIL podía esperar (como burlonamente hizo Craxi) la vuelta de las duras leyes de la centralidad del Estado, del gobierno “desde arriba” y del proceso de inclusión-exclusión que podían legitimar; y lo hicieron incluso contra las fuerzas políticas y sociales que los teóricos de la “autonomía de lo político” y del “partido-Estado” creían representar.

De hecho, el acuerdo separado del 14 de febrero de 1984 sancionaba –más que un recorte de una parte de la escala móvil— un sistema de negociación centralizada y periódica del salario que desarbolaba la acción colectiva en el centro de trabajo. Más tarde, también  este sistema, fue arrojado al mar por el gobierno Craxi para salvar la imagen de una decisión que excluía a la CGIL y marginaba el papel del PCI. Se haría, por primera vez en la historia de la posguerra, mediante un decreto ley.

En lo referente a la CGIL, la respuesta al imperativo de reunificar sus nuevos objetivos reivindicativos en torno a un nuevo proyecto político de los diversos segmentos del mundo del trabajo –más allá de las  proclamas y de los intentos, incluso generosos, de relanzar un movimiento por el empleo en el Mezzogiorno— se mantuvo substancialmente como un espejismo ante la opción que desarrolló la CSIL.  La CGIL, cerrada a la defensiva y dividida en su interior, ante el temor de pagar el precio de de la exclusión y “deslegitimación”, sufrió el proceso de centralización  neocorporativa y acabó aceptándolo como el terreno principal de una lucha en defensa del salario (y de la escala móvil). Así las cosas, la CGIL dejó de lado rápidamente las propuestas de la reforma de la estructura del salario y de la escala móvil  que ella misma había elaborado en conexión con su intento de abrir un nuevo espacio a la negociación descentralizada.

En este repliegue de la CGIL sobre una línea defensiva centrada en el salario (que iba camino de la derrota en una fase de creciente diversificación de los intereses económicos y de los derechos “realmente ejercidos” en el mundo del trabajo) pesó también un vicio de fondo en su estrategia global. Me refiero al modo, a las formas  que la CGIL (¡también la CGIL!) intentó expresarse sobre estas grandes cuestiones como la defensa (a veces la reforma) del Estado del bienestar, la política de empleo, la fiscalidad y su papel de sujeto político autónomo capaz de influir en las decisiones relevantes de las instituciones públicas. Incluso en ese proceso, en sí ineluctable para un gran sindicato que aspiraba a una representación general (aunque no única) de los trabajadores, se evidenció una concepción reduccionista de las relaciones entre el Estado y la sociedad civil que no estaba privada de contaminaciones de las visiones teóricas de la “autonomía de lo político”. Era una concepción marcada por una noción del Estado que lo identificaba substancialmente con el gobierno central y su alta burocracia. De hecho se infravaloraron (o ignoraron) con frecuencia tanto la creciente complejidad de la sociedad civil, con sus nuevas inclinaciones sociales que se iban concretando  como la complejidad de la misma “clase política” y del Estado en todas sus articulaciones: asambleas electivas, nacionales y locales, los partidos y las asociaciones políticas.

Con toda probabilidad, en aquella fase pesó un límite de fondo en la estrategia reivindicativa de la CGIL que se resentía de la cultura política “de aquel tiempo”. No sólo en el tipo de relación democrática a construir  entre el sindicato y varios sujetos del mundo del trabajo y en un cierto estadio de la intervención sindical en las políticas sociales, económicas y fiscales del Estado. Y también en el modo que la CGIL intentaba realizar, en su confrontación con el Estado,  una reunificación “subjetiva” de las fuerzas del trabajo para trasformar aquellas fuerzas en un auténtico sujeto político. De hecho, es la intrínseca fragilidad, característica de todos  los países industrializados, del sistema de relaciones entre los sindicatos y el cada vez más articulado mundo del trabajo (61). Que, incluso en la fase de mayor debilidad de la presencia del sindicato italiano en la sociedad civil, contribuyó a la aceptación repentina de la “concertación” neocorporativa hasta permitir que se convirtiera en una forma omnicomprensiva y exclusiva de toda forma de negociación colectiva. Así se redujo, cada vez más, el objeto del “intercambio” en la cantidad del salario, regulada centralizadamente, dejando a las empresas el gobierno efectivo de las diferencias salariales (cada vez mayores) y de las diversas condiciones de trabajo.

Ciertamente el pacto neocorporativo de 1982 – 1984 concluyó su breve ciclo cuando daba sus mayores frutos a la gran patronal y a las fuerzas políticas que gravitaban en torno al gobierno Craxi. El mayor fruto fue la ruptura de la unidad de acción entre los sindicatos, incluso en los centros de trabajo. Pero el “vientre” del neocorporativismo se demostrará todavía “fecundo”. Renacieron, a principios de los noventa, los intentos de restaurar formas de centralización de la negociación mediante nuevos trueques de la escala móvil, incluso para hacer frente al conflicto de legitimaciones que no dejó de abrirse entre las grandes confederaciones sindicales y el corporativismo difuso que la crisis de la unidad sindical y la crisis de representación de los sindicatos “generales” no dejaron de liberar.

En lo referente a los partidos de izquierda es superfluo recordar la rápida conversión de los máximos dirigentes y muchos intelectuales del Partido socialista a la ideología del “intercambio político” sobrevolando con desenvoltura sobre su matriz originaria (62). El intercambio entre la “escala móvil” y la legitimación como interlocutores privilegiados de dos sindicatos, entonces próximos a Craxi, fue recordada de mondo inefable Gianni De Michelis, entonces Ministro de Trabajo, como el mayor experimento “reformista” de la posguerra. Craxi, con mayor sobriedad –y con cierta verdad— lo definió como un banco de prueba de la “gobernabilidad”.

Al Partido comunista, sin embargo, lo pilló a contrapié. De un lado, por  la revuelta de los trabajadores y por muchos de sus militantes que fueron acentuado su presión y la polémica, sobre todo tras el final de los gobiernos de unidad nacional. Se reveló una experiencia demasiado costosa para un partido que planteaba su candidatura al gobierno del país e incluso para su capacidad de representación y mediación social. Y, de otro lado, por la arrogante estrategia de exclusión y marginación que perseguía Craxi en la confrontación con quien habría podido ser, en “teoría”, un interlocutor obligado en tan compleja operación política y social. Pero su durísima reacción fue substancialmente defensiva a los problemas inéditos de la stagflation, a los procesos de reestructuración de la industria italiana y de los acelerados cambios de la composición social de las clases trabajadoras. La oposición del Pci al decreto-ley sancionó el acuerdo separado de 1984, que más que al “recorte” de la escala móvil,  perpetrado sin una consulta democrática  a los trabajadores,  se orientó al “corazón” de la operación “neocorporativa”, es decir: a la centralización contractual bajo la égida del Estado, tal como habían invocado los teóricos de la “autonomía de lo político”, y a la liquidación de toda forma de negociación descentralizada de las condiciones de trabajo ante los cambios radicales de la organización de los procesos productivos y las incesantes innovaciones de las tecnologías de la información.

Se trató de una miopía que continuará muchos años en la interpretación del conflicto social de una gran parte de la izquierda italiana, incluso en sus expresiones más radicales (63). La acción política del partido más representativo de la izquierda se mantuvo substancialmente en la lucha contra la exclusión de los comunistas del área de gobierno que, en sí misma, parecía llenar de peligros antidemocráticos el gobierno Craxi. Pero nunca consiguió cuestionar la mitología estatocéntrica que inspiraban los profetas de la “autonomía de lo político” y del “intercambio neocorporativo”. Además, los dirigentes más conservadores del Pci, hasta finales de los años setenta, no dejaron de atacar duramente el “extremismo” de los sindicatos; a su veleidad por los temas de la organización del trabajo y políticas de empleo y  les parecía risible que el sindicato organizara a los trabajadores parados e infraocupados; al “surgimiento de una pretendida autonomía sindical” y al “descontrol de los esfuerzos unitarios” (64). Todo ello iba orientado a restablecer la primacía de la mediación “política”  de los conflictos sociales que había que reconducir “juiciosamente” únicamente a la cuestión salarial.

Por otro lado, no faltó ridiculizar el “titanismo político” y la acción “errónea” de los sindicatos, orientada a modificar la organización del trabajo y la política industrial, cuando el “trabajo” dejaba de ser un valor para las nuevas generaciones obreras (65). Y también –aunque con acentos y  objetivos diversos--  el ataque se concentró en las carencias de la democracia sindical (que existían ciertamente, pero incluso en relación a la subordinación recurrente del sindicato ante los imperativos de la “alta política”) con el resultado, involuntario para algunos, de apoyar un pacto neocorporativo en tanto que excluía al Partido comunista, subrayando así la naturaleza inevitablemente corporativa (y, por ello, subalterna) del sindicato.

Sin embargo, hubo excepciones minoritarias (66). La crítica de fondo nunca se dirigió a la ideología del neocorporativismo en tanto que tal. Sobre todo si ésta se reclamaba, como en el caso italiano, en la supremacía del Estado y en estrategias distributivas (como la tesis en boga en aquellos años de una “programación de la demanda” como único instrumento posible de la orientación de las estructuras productivas) que dejaban intactas las prerrogativas de las empresas en la fijación de las condiciones concretas de la prestación subordinada del trabajador (67).

La “autonomía de lo político” o la reivindicación de la “primacía de la política” para ennoblecer una alternativa de gobierno sobre la base de “trozos de programa” y de esforzados intentos de reconstruir agregaciones políticas y sociales orientadas a conseguir la entrada en el gobierno del país, se convirtieron así en el léxico común del Partido comunista en los años setenta y ochenta, compatibilizándola con la “alianza de los productores”, dirigida al “gran capital no parasitario”, que había encontrado en los teóricos del “intercambio político” y del neocorporativismo sus principales defensores.


Notas

(55) Alessandro Pizzorno. Scambio politico e identità collettiva nel conflicto di classe. Etas Libri, Milano 1977.
(56) Phillippe C. Schmitter, define con ascética lucidez, el modelo neocorporativo: “modelo de representación de los intereses donde las unidades que lo constituyen están organizadas en un número limitado de categorías únicas, obligatorias; no competitivas entre ellas; ordenadas jerárquicamente y diferenciadas funcionalmente; reconocidas o autorizadas (o creadas) por el Estado que deliberadamente concede el monopolio de la representación en el interior de las respectivas ramos de la producción y los servicios a cambio de la observancia de ciertos controles en la elección de sus dirigentes y en la articulación de sus demandas y de los apoyos que éstas deben recibir. Véase en Ancora il secolo del corporativismo?  Il Mulino, 1981.
(57) Se trata, en otras palabras, de la manifestación “casera” de las “teorías de la Comisión Trilateral que, en aquellos tiempos, situaba en el centro de las funciones de un gobierno “fuerte” la “selección y simplificación de las demandas sociales”, conjurando, así, la proliferación de demandas desestabilizadoras y amenazadoras para  la estabilidad de los poderes tecnocráticos. Véase Michel J. Crozier, Samuel P. Huttington, Joji Watanuki, La crisi della democracia. Rapporto sulla stabilità delle democrazie alla Commisione Trilaterale. Franco Angeli, 1975. 
(58) Gian Enrico Rusconi. Scambio politico. Laboratorio politico, 2. Marzo-abril 1981
(59) Donald Saasson. Contratto sociale e Stato sociale. Sindacato e sistema politico nella esperienza britannica.

(60) Gian Enrico Rusconi, Scambio politico e llota di classe. Mondo operaio, 1 de enero de 1982.
(61) Eric Hobsbwam. The Age of Extremess, Michel Joseph, London 1994
(62) Giorgio Ruffolo representó una excepción importante. Neoliberismo e neosocialismo. Mondo operaio, 4 de abril 1984
(63) Pietro Ingrao e Rossana Rossanda. Apuntamenti di fine secolo. Manifestolibri, Roma 1995
(64) Giorgio Amendola. Interrogativi sul caso Fiat. Rinascita, 43, ) noviembre de 1979
(65) Aris Accornero. Sindacato e rivoluzione sociale. Laboratorio político, núm. 4, 1981 
(66) Pietro Ingrao. La nuova frontiera del sindacato. Masse e potere. [Hay traducción castellana: Las masas y el poder. Crítica, 1977. Y en Internet está publicado en http://www.moviments.net/espaimarx/docs/0e9fa1f3e9e66792401a6972d477dcc3.pdf

(67) Ver Afferrare Proteo. Rivista trimestrale. Octubre de 1980


        

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