domingo, 15 de julio de 2012

7. DEL SALARIO POLÍTICO A LA AUTONOMÍA DE LO POLÍTICO


Capítulo 7.  Del “salario político” a la “autonomía de lo político” 


Para darle algún fundamento a una reconstrucción tan drástica de alguna de las causas esenciales de la auténtica crisis de proyecto y de valores que afecta a la izquierda, puede ser de una cierta utilidad el análisis de la aventura intelectual y política de un grupo de militantes y dirigentes de la izquierda italiana desde el 68 hasta el final de la década de los ochenta. Seguiremos, pues, la parábola completa de una investigación que se inició con la teorización de la revuelta social en nombre del “salario político”, concebido como independiente de las reglas, vínculos y compatibilidades del sistema capitalista. Una teorización que, además, se trasmutaba en el descubrimiento de la autonomía de lo político  con relación a las transformaciones sociales, completándolo con el apoyo apologético de las teorías del “neocorporativismo” como forma completa de un intercambio político entre las clases sociales en conflicto (aunque políticamente subalternas) y el “Estado central”.

De hecho, es posible leer en esta parábola el paradigma de la experiencia vivida por una parte muy consistente de la izquierda italiana, en la que los “profetas de la autonomía de lo político” –incluso en términos siempre exasperados y, algunas veces, caricaturescos— representaron un “alma”. Que era el revelador y el termómetro de sus aporías y crecientes contradicciones. Lo demuestran las no infrecuentes convergencias entre esta corriente extrema del “salarialismo” y la “revolución por arriba” con las posiciones políticas que, de vez en cuando, planteaban las corrientes más moderadas y tradicionalistas de los partidos de izquierdas ante la cuestión social.      

La aventura de los profetas de “la autonomía de lo político” que se inició en un periodo de luchas sociales por la transformación de las condiciones de trabajo y de libertad en las empresas industriales, tras un periodo de larga incubación, alcanzó su punto culminante  de 1968 a 1970. De hecho en el transcurso de estos años, bajo el impulso de las nuevas generaciones de inmigrados del Sur de Italia que engrosaron las filas de los trabajadores descualificados en las fábricas del Norte y fueron empleados en tareas repetitivas y fragmentadas, se cuestionaron no sólo (como ocurrió en el pasado) los bajos salarios sino también los destajos, las cadencias y ritmos del trabajo, el régimen de horarios, las condiciones de seguridad y salud en contra de las producciones peligrosas y extenuantes. Y, sobre todo, se cuestionaron los centros de decisión que, hasta entonces, determinaban unilateralmente la “condición obrera”, mediante el pacto “liberador” del  “resarcimiento salarial” negociado. Fueron los años en que, por primera vez, la experiencia de los consejos de gestión de la inmediata posguerra, se contestaba el monopolio que la empresa reivindicaba para sí misma en materia de organización del trabajo; y durante los cuales, a pesar de todos los dogmas del positivismo historicista, emergía una voluntad de masas e incluso una confusa confianza de masas en la posibilidad de cambiar el modo de trabajar.  Para gestionar estos objetivos y no ciertamente para subrogar las tradicionales mediaciones salariales del sindicato se constituyeron los primeros “delegados de línea” y, sucesivamente, los consejos de fábrica con los delegados de grupo homogéneo.       

Frente a la convulsión del sistema de relaciones industriales que derivó de la difusión de la negociación descentralizada de las condiciones de trabajo –y ante el fracaso de  Lotta Continua de contraponer una guerrilla salarial bajo el modelo de la CGT francesa, que fue sumariamente confuso con la utopía liberadora del movimiento estudiantil de mayo del 68--  los intelectuales de “Classe Operaia” y “Contropiano”, por su parte, intentaron redefinir las bases teóricas de un conflicto social (en el que habían participado sobre todo como espectadores) y poner, así, las bases de una nueva concepción del quehacer político. Una nueva concepción del quehacer político que, de un lado, redefiniese los roles, en términos de una diferenciación radical –cuando no de contraposición--  al movimiento social de clase con su irreducible autonomía de la “política” y del sindicato; y de otro lado,  del partido político capaz de coger el testigo y llevar la demanda del cambio al “corazón del Estado”.

El punto de partida de esta reconstrucción, totalmente ideológica, del conflicto social a finales de los años sesenta (que, en verdad,  se presentaba como una visión finalmente “laica”, “desencantada” y “estructuralista” de la lucha de clases) fue el redescubrimiento, bajo la experiencia vivida por la izquierda alemana durante la República de Weimar, de una nueva “composición política” de la clase obrera. De hecho, esta nueva composición política había encontrado su más significativa expresión en la primacía (a pesar de que la realidad demostraba que constituía una minoría, aunque activa y aguerrida) del obrero especializado (el famoso “obrero masa” de cuño fordista), en las viejas vanguardias de los trabajadores altamente cualificados que, desde hacía un siglo, eran la fuerza hegemónica de los sindicatos y de los partidos obreros.

La “nueva composición política” de los obreros industriales acercaba, al menos en el terreno de la ideología,  toda la clase trabajadora (que, en aquel momento histórico, era extremadamente diversificada en sus condiciones laborales, en su profesionalidad, en sus rentas y en sus derechos) al “trabajador abstracto” de Marx. Y, así, contrariamente a ciertos epígonos del marxismo, como György Lukács, pudieron profetizar (configurando la “clase” como un sujeto político que surge en razón de una predestinación revolucionaria, “revelada” por el partido), los teóricos de “la nueva composición política” de la clase redescubrieron una clase puramente “económica” que, en sus razones elementales de existencia (de naturaleza exclusivamente económica),  reencontraba las raíces de su propia autonomía e identidad. No solamente frente al “Capital” sino ante las “instituciones”, que habían arrojado fuera de la historia a esta clase pura.

Es difícil ignorar la raíz idealista de dicha construcción. Sin embargo, es verdad que, a diferencia de otros modelos idealistas y teleológicos del conflicto social, con el descubrimiento de una clase obrera que encuentra en el conflicto puramente económico las bases independientes de la propia autonomía del “sistema” y de sus instituciones –vale decir, de la “política-partido”, de la “política-sindicato” y de la “política-Estado”--  se tiende a sancionar la existencia de dos mundos autosuficientes: el de la economía y el de la política.  Tan autosuficientes que pueden expresarse mediante organizaciones y lenguajes absolutamente impenetrables la una de la otra, y pueden aparecer en la historia de manera paralela. A veces la una sirviéndose de la otra, así de claro. De hecho, con esta nueva escisión entre economía y política que retorna puntualmente en la historia de las ideologías del movimiento obrero (que, en aquel periodo  se hizo eco singularmente de volver a proponer la “autonomía de lo social” por parte de algunos teóricos ortodoxos de la CSIL), el “obrero masa” de los años sesenta –con sus múltiples orígenes sociales y culturales, con sus diversas tradiciones y creencias, de los que era incluso portador, con sus diversas potencialidades profesionales y con sus diferentes necesidades--  “el obrero masa”, digo, cuando coincidía con personas de carne y hueso, volvía a ser una “categoría” ideológica sin historia cultural, organizativa y política: sin ninguna posibilidad de recuperar, incluso aunque fuera críticamente y a través de momentos de crisis y ruptura, un indeterminado patrimonio  cultural y político de las luchas obreras del pasado, una memoria del movimiento obrero organizado. 

El “obrero masa”, imaginado por los intelectuales de “Classe Operaia” y “Contropiano”, nacía puro y sin pasado. Y venía oportunamente a darle acomodo al aspecto teórico  que estaba en la raíz del “descubrimiento” de la “nueva composición política de la clase”. Es decir, la tendencia histórica de la clase obrera a perder, --junto a las características del trabajo manufacturero, a la cualificación individual como “oficio”, al trabajo ordenado según una previsible progresión profesional (un proceso sin duda presente en cierta medida en la Italia de los años sesenta y setenta)--  también cualquier interés material y político por la modificación de sus propias condiciones de trabajo, de la organización de las condiciones en que tal condición está aprisionada y las mismas relaciones de poder presentes en la “relación de producción”.

El divorcio del “obrero masa” de la vieja cualificación profesional coincide, para los futuros teóricos de la “autonomía de lo político”, con su definitivo divorcio de la producción como centro de intereses y como terreno del conflicto. Pero también del trabajo mismo, al menos como terreno donde recuperar un poder de decisión, una posibilidad de autorrealización y una identidad. La condición de trabajo pierde, de este modo, toda especificidad apreciable que justifique una acción concreta orientada a modificarla. En esto, el “obrero masa” –parido por los teóricos de Contropiano-- se sitúa rigurosamente y sin mucha fantasía  en el esquema imaginado, cincuenta años antes, por Frederick W. Taylor y, posteriormente, por Henry Ford.

En tal cuadro conceptual, para “la nueva clase obrera” no se trata ya de cambiar el trabajo sino de reencontrar su propia identidad negando el trabajo mismo. Porque ineluctablemente esta nueva clase obrera “identifica el trabajo con el capital” (29). Y para esta clase obrera, que construye su autonomía sobre la base de intereses sólo materiales inmediatos  sin interponer “ningún diafragma, ninguna interpretación de las fuerzas organizadas y de su lógica”, el modo más drástico y simple es, sobre todo, más unificador de la negación del trabajo, el aumento del salario como resarcimiento ilimitado de un trabajo extraño y maldito (30). También, por qué no, un “salario político” autónomo tanto de su conformación por las condiciones de la fábrica capitalista como de las mediaciones entre reivindicaciones diversas que propone el sindicato. Algo parecido a la “justa distribución” de la doctrina social católica. Porque hablar del “precio político” de la fuerza de trabajo (una de tantas versiones del salario como “variable independiente”) “no es tan peligroso como podría aparecer a simple vista: de hecho, el capital paga al trabajo abstracto (es decir, al obrero masa) no una remuneración por la cualidad […] sino el hecho de que sea trabajo vivo y que, con su presencia, pueda garantizar la producción del capital pero también negarla” (31).

En estas condiciones –o, si se quiere, en esta metafísica fordista, puesta al servicio de una rebelión subalterna a la primacía de aquel capital que crea y recrea al “obrero masa”--  el enemigo a batir es el sindicato con su intento “ilusorio”, aunque episódico, de cuestionar, controlar e incluso cambiar la organización del trabajo. Y, de esta manera, poner en cuestión los centros de poder que la determinan sin negar, por ello, su existencia y relevancia. Pero, al mismo tiempo, sin asumir su “objetividad” como un dato inmutable, “orgánicamente” connatural con la “esencia” del capital. Se alteraba, pues, la veleidad presente en el movimiento sindical “en sus sectores más avanzados” de construir, contra la “ruda concreción” de la clase obrera “real”, el conflicto de clase sobre la contradicción (inexistente para nuestros fordistas revolucionarios) entre la organización capitalista del trabajo y la profesionalidad colectiva potencial de la clase obrera (32). 

Y esto por dos razones esenciales, según los partidarios del “salario político”.  Porque, según ellos, sólo el poder del Estado puede substituir al poder del capital. Pero también –y ante todo--  porque la objetividad de la organización taylorista del trabajo y del modelo fordista de producción y distribución habría sido ya introyectada en la “nueva clase obrera”: “la cualificación genérica rechaza la hipótesis de su participación en el proceso de producción que se aleja de los modelos minimalistas de la prestación de la fuerza de trabajo”. Y “la nueva clase obrera” tiene que reaccionar negativamente ante lo que representa un ataque a sus actuales niveles de fuerza, es decir, a los caracteres dominantes de su actual manera de ser. En otras palabras, ello parece intuir que un proceso de recomposición del proceso de trabajo podría dar lugar a un proceso de  descomposición como clase y a una nueva forma de sometimiento a las leyes de producción capitalista” [Nota del traductor. La fatigante repetición de la palabra “proceso” está en el texto original de estos entrecomillados que, todos ellos, son citas del libro de Alberto Asor Rosa].  (33)    

La lucha por los salarios y su posible desarrollo --a través de la mejora cuantitativa de la tutela del Estado de bienestar (pensiones, asistencia sanitaria…), con la condición de reflejarse en la estrategia del salario-- se convertía, sin embargo, en el instrumento de una “progresiva unificación de la clase” y, también, de una unificación económica en torno a la clase de todo el trabajo asalariado. La clase ha descubierto en este camino “el tema políticamente enorme del valor real del salario (34). Surgían, pues, las condiciones –según los estrategas del “salario político”--  de una lucha salarial desestabilizadora de los equilibrios económicos existentes que sitúa el problema (aunque sin poder resolverlo) de un posible gobierno no de la empresa sino del Estado. En una preordenada división de las tareas entre lucha social (mejor dicho, “económica”) y acción política y, en algunos casos, entre sindicatos y partidos siguiendo las enseñanzas del voluntarismo leninista del ¿Qué hacer?: a la lucha puramente salarial le corresponde “impedir un reequilibrio estático del sistema, crear las condiciones para que la lucha obrera continúe al día siguiente de la firma del convenio y disolver todas las previsiones de la acumulación capitalista”. Le corresponde a las demandas salariales globales de los obreros “impedir la reorganización institucional del sistema y su capacidad de control político” (35).

Sin embargo, no le correspondía a la “clase obrera” gestionar esta dramática contradicción. De hecho, mientras las luchas obreras pusiran “con extrema urgencia el problema del poder –no del poder a pedacitos, fragmentariamente, que se recoge desde “abajo”, de todo el poder, de aquel poder que se gestiona solamente desde arriba, y sólo cuando se tienen todas las palancas horizontales y verticales-- solamente el partido puede servir de instrumento de esta revuelta salarial y los peligros que genera dada la capacidad de control político del sistema”.  Porque “la lucha obrera en la fábrica y en el Estado se coloca en dos planos completamente escalonados entre sí. La primera   puede incluso no alcanzar nunca el corazón de la segunda  si no existe un canal de comunicación y permita involucrar también a las instituciones del Estado en la crisis del desarrollo  que determinan las luchas obreras” (36).


Ahora bien, detengámonos en este punto para “situar” la primera fase de la parábola en el contexto del debate que atraviesa toda la izquierda italiana sobre las cuestiones que plantean las luchas sociales concretas de finales de los años sesenta. Y sobre el tema, que deviene central en esos años: el cambio del trabajo y la conquista posible de nuevas formas de organización no sólo en la empresa sino en la misma sociedad civil. Por ejemplo, la constitución de nuevas formas de representación de los trabajadores en los centros de trabajo; la aspiración de los sindicatos a intervenir en la organización del trabajo y, también, en las estrategias de las inversiones de las empresas; la asunción del sindicato de un control inédito en la dislocación de los recursos (en el momento en que se afronta la reforma del Estado de bienestar existente) presentándose en la escena como un nuevo sujeto político.   

Es difícil resumir en pocas líneas las diversas (y, a veces, muy divergentes) reacciones que la experiencia sindical de finales de los años sesenta y principios de los setenta suscitó en las principales fuerzas de la izquierda “oficial”. Un solo dato parece unificarlo y ponerlo en sintonía con la crítica radical  de los teóricos del “salario político”, de la “autonomía de lo social”, y del “salarialismo” del “obrero masa”. Es el de la eliminación o, incluso, la condena abierta de una experiencia reivindicativa y contractual que cuestionaba prácticamente (y no sólo ideológicamente) la tradicional división de las tareas del partido y las del sindicato; y, en definitiva, la división “histórica” entre política y economía, entre lucha “social” y lucha política”.

Esta reacción de rechazo se manifestó, ante todo, en los debates entre el partido y el sindicato sobre las exigencias de las luchas sindicales de superar las formas existentes de la vieja “división del trabajo”. Por dos consideraciones esenciales.

La primera, naturalmente, se refería a la “inmadurez” de unas luchas orientadas a objetivos que se referían a la organización del trabajo y a las prerrogativas de la empresa en este campo con el riesgo consecuente de desviar la acción reivindicativa de los trabajadores de la “verdadera cuestión”, de aquello que se podía resolver, o sea: los salarios.  No entendiendo que la política salarial siempre fue (solamente) una de las expresiones del conflicto social con sus modalidades  y finalidades, su incidencia sobre la estructura del salario y en el coste del trabajo que siempre han ido cambiando –incluso substancialmente— a través del tiempo. La expulsión de la acción sindical de una mera y repetitiva operación distributiva (que, más bien, debía gestionarse con rigor) podía, según sus opositores, introducir en la situación italiana un elemento de desestabilización que chocaba con los cánones de una política de alianzas sociales basada, sustancialmente, en el reconocimiento de la sacralidad de las prerrogativas del empresario en la gestión de las inversiones y la organización del trabajo. Incluso por estos motivos de fondo, la constitución de los delegados de línea –y sucesivamente de los consejos de fábrica— superando las viejas Comisiones internas [su equivalente aproximado serían nuestros viejos jurados de empresa, JLLB] se encontraba con una dura oposición en el interior del Partido comunista italiano y de su grupo dirigente. Que despreciativamente consideraban a los consejos como una forma casual y efímera para organizar el conflicto por los salarios (¡) por los teóricos del “salario político”. Los consejos de delegados son, evidentemente, el cuestionamiento de las formas tradicionales de democracia sindical y de las mismas formas de representación del sindicato en una perspectiva que  abría la unidad sindical que se construía desde abajo; así las cosas, esto se convertía en una insoportable  “invasión del territorio”: un pasillo que cuestionaba no sólo las relaciones substanciales de la subalternidad del sindicato al partido, sino la “competencia exclusiva” del partido político sobre todas las cuestiones económicas y sociales que se salían de la mera política distributiva.  La experiencia del Piano del Lavoro, a mitad de los años cincuenta, parecía que estaba eliminada en la memoria de la izquierda “política” en los años sesenta y setenta. 

La segunda consideración constituía el necesario complemento de la primera. En la medida en que se cimentaba en la temática de la organización del trabajo, la acción sindical se dirigió hacia el “corazón” de la política industrial del sistema empresarial, vale decir, al uso de la tecnología, la calidad y cantidad de las inversiones necesarias para garantizar una diversa distribución del trabajo y del empleo. Ahora bien, esta “deriva” no entraba en conflicto solamente con el  “sentido común” de la izquierda, que asumía como substancialmente inmutable las formas dominantes de la organización del trabajo:  ¡cuánta irrisión se vertió por los sabihondos teóricos de la “primacía de lo político”  contra el “nuevo modo de construir el automóvil” o sobre el cambio de la línea de montaje! Sin embargo, proponía una transformación de las políticas industriales en las grandes empresas públicas y privadas, incluso mediante una intervención “desde abajo” en la sociedad civil. No sólo mediante la intervención del Estado, es decir, a través de una mediación entre el Estado y las grandes empresas. Esto parecía ser el error. De hecho, esta “deriva” de la acción sindical cuestionaba, simultáneamente, la estrategia de la “transición”, el papel dominante del Estado en las transformaciones de la sociedad civil y, en consecuencia, el rol del partido como actor político exclusivo y como el único sujeto habilitado para construir, incluso en el campo social, la estrategia de las alianzas. 

No faltan los ejemplos de tan errónea separación entre lucha social y lucha política y, en definitiva, entre economía y política que inspiró, por ejemplo, la orientación de una parte consistente del la dirección del PCI, sobre todo en los debates sobre las “degeneraciones” de la acción de los sindicatos orientadas al control de las inversiones industriales destinado a la creación de empleo en el Mezzogiorno. En medio de una lucha contractual que tenía como objetivo central el control de las inversiones en conexión con una movilización de los trabajadores del Sur para abrir una fase en el proceso de industrialización, una parte del grupo dirigente del PCI (1972) no dudó en ofrecer una clamorosa hospitalidad y total solidaridad a los barones de la industria con plena participación del Estado que (con una obstinación superior a la de los grandes grupos privados) intentaban romper esta demanda de los sindicatos; y, al mismo tiempo, defender sus propias prerrogativas de grands commis (independientes del Parlamento y de sus interlocutores sociales). Aquello sucedió en las Jornadas del CESPE en otoño de 1972. Y, en gran medida, estos fervientes partidarios de esta singular primacía de la política mantuvieron una neutralidad hostil a la gran manifestación organizada por los metalúrgicos, albañiles y jornaleros del campo en Regio Calabria en noviembre del mismo año cuando se trataba de responder, con una propuesta de cambio y un movimiento de masas, la revuelta populista de los boia chi molla y de sus patrocinadores fascistas (36*). 

Pero esta creciente hostilidad contra el intento del sindicato de salir de los límites del mero conflicto distributivo y contra una  autonomía que llevase a convertirlo en un sujeto político, se expresa, andando el tiempo en la izquierda y en el sindicato, con los argumentos y las modulaciones más diversas. Desde los reiterados juicios negativos durante el ciclo de las luchas sociales --que se inicia a finales de los sesenta y que, según algunos, habría comprometido con sus demandas reformadoras la posibilidad de definir en la política un nuevo modelo de desarrollo--  hasta las repetidas críticas, desde la Rivista Trimestrale a la estrategia sindical de controlar las inversiones de las empresas de participación del Estado. Y, también, las tesis propugnadas por dicha publicación en 1980 en las que –descubierto el agotamiento de la relación de explotación en los centros de trabajo (sin ni siquiera dignarse a echarle un vistazo a las relaciones de subordinación y opresión)— se sostenía la necesidad de orientar la iniciativa política de la izquierda (por no hablar del conflicto social) “de la producción a la distribución” previa a la función prometéica de orientar los consumos en el interés de la población y en dirección a los nuevos deseos de la comunidad. Con el objetivo de poder contrastar, en el terreno distributivo, el poder de las concentraciones monopolistas.

Sin embargo, se mantuvo la crítica al “pansindicalismo” que pretendia subrogar las prerrogativas del partido e ignoraba el Estado como lugar exclusivo de formación de la política (37).  Tampoco faltó (¡en 1978!) la exaltación de la versión lassalleana del leninismo, contenida en el ¿Qué hacer?; y con unas premisas similares, se denunció la vanidad y los peligros en el esfuerzo de los sindicatos de trasladar las luchas del trabajo de la sociedad civil al campo atrincherado de la formación de una voluntad política general sin la mediación que monopolizaba el “partido de la clase obrera” (38). Es sintomático que esta defensa de las prerrogativas exclusivas de la formación de la decisión “política”, entendida como un proceso que se realiza exclusivamente en el ámbito del Estado –o en función de ello--  no sólo eliminaba de un plumazo toda visión dinámica de la sociedad civil (“el verdadero hogar y el teatro de la historia”, del que hablaba Gramsci), sino que al mismo tiempo despreciaba, incluso “requisándo”,  los contenidos y mensajes  que venían de las luchas sociales cuando éstas no se limitaban a expresar una mera –sacrosanta, pero a menudo subalterna--  exigencia distributiva. En esta sordera general está madura, de hecho, una convergencia con la más ruda y pragmática conducta de los empresarios que, desde décadas, estaban empeñados (¡también ellos!) en reconducir al salario todas las tensiones sociales y a “simplificar”, de esa manera, la creciente complejidad de las demandas que surgían de la sociedad civil, que no podían estar constreñidas en una operación de cuantificación contable y de puro resarcimiento.

Este rechazo de la nueva dimensión política de las luchas sociales cuando invertían algunos equilibrios de poder en la empresa (por ejemplo, la organización del trabajo) no era sólo una parte consistente de la dirección del PCI. Reacciones no disímiles caracterizaban las críticas o las repulsas que tomaron cuerpo, en los años setenta y ochenta, en otros ámbitos de la izquierda y en el mismísimo movimiento sindical. Basta recordar, entre otras reservas que expresaron dirigentes e intelectuales socialistas en torno a la política sindical de controlar las inversiones; las críticas orientadas a un pretendido “gigantismo” del sindicato que podría llevarle a perder sus propias raíces en el momento que sobrepasara la acción distributiva en los centros de trabajo. E también, a desestabilizar las reglas de una democracia que aunque conflictiva estaba basada en una rigurosa división de poderes (y contrapoderes equilibradores) y tiene su base en un sindicato confinado en lo “social” y en la empresa. De hecho, también en este caso, la “política” es, por definición, cosa de Estado; y el conflicto sobre la organización del trabajo, si no cuestiona la jerarquía de la empresa no puede asumirse como conflicto político. Mientras que si acabase siéndolo –en tanto que contesta dicha jerarquía en su modo de operar--  introduciría un factor de confusión insoportable en el equilibrio de poderes y contrapoderes (39).  

Por lo demás, en el mismo periodo un intelectual de prestigio, dirigente de la CSIL, Bruno Manghi –una vez pasada la euforia de la contestación a la organización taylorista en un libro, por otra parte, rico en observaciones agudas (Declinare crescendo)  exigía al sindicato una vuelta (y no un confinamiento) a lo “social”, abandonando la errónea estrategia de las reformas, que acabaría por envolverlo en unas opciones de tipo exclusivamente políticas. Que encontrarían, sin embargo, en el Estado su necesario y único punto de referencia e, incluso, de formación. Sin embargo, no se puede olvidar que dicho retorno a la antigua ideología de la “autonomía de lo social” (que pronto hará de contrapunto y no de alternativa al redescubrimiento de la “autonomía de lo político”), presuponía en la historia del sindicato donde militaba Manghi, un Estado y un gobierno orgánicamente orientados a considerar aquel tipo de sindicato como su interlocutor privilegiado; y a operar como celosos mediadores, propensos –por razones culturales y políticas— a tener en cuenta el deseo de legitimación de aquel tipo de sindicato. Pero ello no quita singularidad a la crítica de Manghi y a su significativa convergencia con las posiciones de cuantos proponían, mediante el ataque al llamado “pansindicalismo” una nueva separación entre sociedad civil y Estado, entre lucha política y lucha social, entre economía y política volviendo a emitir los viejos eslóganes leninistas de “lo primero es la política”.  De hecho, según Manghi en aquellos tiempos el sindicato acabó perdiendo su autonomía –su misma identidad--  en el momento en que establece una mediación entre tensiones políticas diversas en el momento en que supera la “integridad” del “conflicto elemental” (naturalmente el siempre tranquilizador de carácter distributivo) subrogando poderes de mediación que son de otros sujetos y que pertenecen a la esfera del Estado como lugar de formación del acto político.

La lucha por los salarios y su posible desarrollo --a través de la mejora cuantitativa de la tutela del Estado de bienestar (pensiones, asistencia sanitaria…), con la condición de reflejarse en la estrategia del salario-- se convertía, sin embargo, en el instrumento de una “progresiva unificación de la clase” y, también, de una unificación económica en torno a la clase de todo el trabajo asalariado. La clase ha descubierto en este camino “el tema políticamente enorme del valor real del salario (34). Surgían, pues, las condiciones –según los estrategas del “salario político”--  de una lucha salarial desestabilizadora de los equilibrios económicos existentes que sitúa el problema (aunque sin poder resolverlo) de un posible gobierno no de la empresa sino del Estado. En una preordenada división de las tareas entre lucha social (mejor dicho, “económica”) y acción política y, en algunos casos, entre sindicatos y partidos siguiendo las enseñanzas del voluntarismo leninista del ¿Qué hacer?: a la lucha puramente salarial le corresponde “impedir un reequilibrio estático del sistema, crear las condiciones para que la lucha obrera continúe al día siguiente de la firma del convenio y disolver todas las previsiones de la acumulación capitalista”. Le corresponde a las demandas salariales globales de los obreros “impedir la reorganización institucional del sistema y su capacidad de control político” (35).

Sin embargo, no le correspondía a la “clase obrera” gestionar esta dramática contradicción. De hecho, mientras las luchas obreras pusiran “con extrema urgencia el problema del poder –no del poder a pedacitos, fragmentariamente, que se recoge desde “abajo”, de todo el poder, de aquel poder que se gestiona solamente desde arriba, y sólo cuando se tienen todas las palancas horizontales y verticales-- solamente el partido puede servir de instrumento de esta revuelta salarial y los peligros que genera dada la capacidad de control político del sistema”.  Porque “la lucha obrera en la fábrica y en el Estado se coloca en dos planos completamente escalonados entre sí. La primera   puede incluso no alcanzar nunca el corazón de la segunda  si no existe un canal de comunicación y permita involucrar también a las instituciones del Estado en la crisis del desarrollo  que determinan las luchas obreras” (36).


Ahora bien, detengámonos en este punto para “situar” la primera fase de la parábola en el contexto del debate que atraviesa toda la izquierda italiana sobre las cuestiones que plantean las luchas sociales concretas de finales de los años sesenta. Y sobre el tema, que deviene central en esos años: el cambio del trabajo y la conquista posible de nuevas formas de organización no sólo en la empresa sino en la misma sociedad civil. Por ejemplo, la constitución de nuevas formas de representación de los trabajadores en los centros de trabajo; la aspiración de los sindicatos a intervenir en la organización del trabajo y, también, en las estrategias de las inversiones de las empresas; la asunción del sindicato de un control inédito en la dislocación de los recursos (en el momento en que se afronta la reforma del Estado de bienestar existente) presentándose en la escena como un nuevo sujeto político.   

Es difícil resumir en pocas líneas las diversas (y, a veces, muy divergentes) reacciones que la experiencia sindical de finales de los años sesenta y principios de los setenta suscitó en las principales fuerzas de la izquierda “oficial”. Un solo dato parece unificarlo y ponerlo en sintonía con la crítica radical  de los teóricos del “salario político”, de la “autonomía de lo social”, y del “salarialismo” del “obrero masa”. Es el de la eliminación o, incluso, la condena abierta de una experiencia reivindicativa y contractual que cuestionaba prácticamente (y no sólo ideológicamente) la tradicional división de las tareas del partido y las del sindicato; y, en definitiva, la división “histórica” entre política y economía, entre lucha “social” y lucha política”.

Esta reacción de rechazo se manifestó, ante todo, en los debates entre el partido y el sindicato sobre las exigencias de las luchas sindicales de superar las formas existentes de la vieja “división del trabajo”. Por dos consideraciones esenciales.

La primera, naturalmente, se refería a la “inmadurez” de unas luchas orientadas a objetivos que se referían a la organización del trabajo y a las prerrogativas de la empresa en este campo con el riesgo consecuente de desviar la acción reivindicativa de los trabajadores de la “verdadera cuestión”, de aquello que se podía resolver, o sea: los salarios.  No entendiendo que la política salarial siempre fue (solamente) una de las expresiones del conflicto social con sus modalidades  y finalidades, su incidencia sobre la estructura del salario y en el coste del trabajo que siempre han ido cambiando –incluso substancialmente— a través del tiempo. La expulsión de la acción sindical de una mera y repetitiva operación distributiva (que, más bien, debía gestionarse con rigor) podía, según sus opositores, introducir en la situación italiana un elemento de desestabilización que chocaba con los cánones de una política de alianzas sociales basada, sustancialmente, en el reconocimiento de la sacralidad de las prerrogativas del empresario en la gestión de las inversiones y la organización del trabajo. Incluso por estos motivos de fondo, la constitución de los delegados de línea –y sucesivamente de los consejos de fábrica— superando las viejas Comisiones internas [su equivalente aproximado serían nuestros viejos jurados de empresa, JLLB] se encontraba con una dura oposición en el interior del Partido comunista italiano y de su grupo dirigente. Que despreciativamente consideraban a los consejos como una forma casual y efímera para organizar el conflicto por los salarios (¡) por los teóricos del “salario político”. Los consejos de delegados son, evidentemente, el cuestionamiento de las formas tradicionales de democracia sindical y de las mismas formas de representación del sindicato en una perspectiva que  abría la unidad sindical que se construía desde abajo; así las cosas, esto se convertía en una insoportable  “invasión del territorio”: un pasillo que cuestionaba no sólo las relaciones substanciales de la subalternidad del sindicato al partido, sino la “competencia exclusiva” del partido político sobre todas las cuestiones económicas y sociales que se salían de la mera política distributiva.  La experiencia del Piano del Lavoro, a mitad de los años cincuenta, parecía que estaba eliminada en la memoria de la izquierda “política” en los años sesenta y setenta. 

La segunda consideración constituía el necesario complemento de la primera. En la medida en que se cimentaba en la temática de la organización del trabajo, la acción sindical se dirigió hacia el “corazón” de la política industrial del sistema empresarial, vale decir, al uso de la tecnología, la calidad y cantidad de las inversiones necesarias para garantizar una diversa distribución del trabajo y del empleo. Ahora bien, esta “deriva” no entraba en conflicto solamente con el  “sentido común” de la izquierda, que asumía como substancialmente inmutable las formas dominantes de la organización del trabajo:  ¡cuánta irrisión se vertió por los sabihondos teóricos de la “primacía de lo político”  contra el “nuevo modo de construir el automóvil” o sobre el cambio de la línea de montaje! Sin embargo, proponía una transformación de las políticas industriales en las grandes empresas públicas y privadas, incluso mediante una intervención “desde abajo” en la sociedad civil. No sólo mediante la intervención del Estado, es decir, a través de una mediación entre el Estado y las grandes empresas. Esto parecía ser el error. De hecho, esta “deriva” de la acción sindical cuestionaba, simultáneamente, la estrategia de la “transición”, el papel dominante del Estado en las transformaciones de la sociedad civil y, en consecuencia, el rol del partido como actor político exclusivo y como el único sujeto habilitado para construir, incluso en el campo social, la estrategia de las alianzas. 

No faltan los ejemplos de tan errónea separación entre lucha social y lucha política y, en definitiva, entre economía y política que inspiró, por ejemplo, la orientación de una parte consistente del la dirección del PCI, sobre todo en los debates sobre las “degeneraciones” de la acción de los sindicatos orientadas al control de las inversiones industriales destinado a la creación de empleo en el Mezzogiorno. En medio de una lucha contractual que tenía como objetivo central el control de las inversiones en conexión con una movilización de los trabajadores del Sur para abrir una fase en el proceso de industrialización, una parte del grupo dirigente del PCI (1972) no dudó en ofrecer una clamorosa hospitalidad y total solidaridad a los barones de la industria con plena participación del Estado que (con una obstinación superior a la de los grandes grupos privados) intentaban romper esta demanda de los sindicatos; y, al mismo tiempo, defender sus propias prerrogativas de grands commis (independientes del Parlamento y de sus interlocutores sociales). Aquello sucedió en las Jornadas del CESPE en otoño de 1972. Y, en gran medida, estos fervientes partidarios de esta singular primacía de la política mantuvieron una neutralidad hostil a la gran manifestación organizada por los metalúrgicos, albañiles y jornaleros del campo en Regio Calabria en noviembre del mismo año cuando se trataba de responder, con una propuesta de cambio y un movimiento de masas, la revuelta populista de los boia chi molla y de sus patrocinadores fascistas (36*). 

Pero esta creciente hostilidad contra el intento del sindicato de salir de los límites del mero conflicto distributivo y contra una  autonomía que llevase a convertirlo en un sujeto político, se expresa, andando el tiempo en la izquierda y en el sindicato, con los argumentos y las modulaciones más diversas. Desde los reiterados juicios negativos durante el ciclo de las luchas sociales --que se inicia a finales de los sesenta y que, según algunos, habría comprometido con sus demandas reformadoras la posibilidad de definir en la política un nuevo modelo de desarrollo--  hasta las repetidas críticas, desde la Rivista Trimestrale a la estrategia sindical de controlar las inversiones de las empresas de participación del Estado. Y, también, las tesis propugnadas por dicha publicación en 1980 en las que –descubierto el agotamiento de la relación de explotación en los centros de trabajo (sin ni siquiera dignarse a echarle un vistazo a las relaciones de subordinación y opresión)— se sostenía la necesidad de orientar la iniciativa política de la izquierda (por no hablar del conflicto social) “de la producción a la distribución” previa a la función prometéica de orientar los consumos en el interés de la población y en dirección a los nuevos deseos de la comunidad. Con el objetivo de poder contrastar, en el terreno distributivo, el poder de las concentraciones monopolistas.

Sin embargo, se mantuvo la crítica al “pansindicalismo” que pretendia subrogar las prerrogativas del partido e ignoraba el Estado como lugar exclusivo de formación de la política (37).  Tampoco faltó (¡en 1978!) la exaltación de la versión lassalleana del leninismo, contenida en el ¿Qué hacer?; y con unas premisas similares, se denunció la vanidad y los peligros en el esfuerzo de los sindicatos de trasladar las luchas del trabajo de la sociedad civil al campo atrincherado de la formación de una voluntad política general sin la mediación que monopolizaba el “partido de la clase obrera” (38). Es sintomático que esta defensa de las prerrogativas exclusivas de la formación de la decisión “política”, entendida como un proceso que se realiza exclusivamente en el ámbito del Estado –o en función de ello--  no sólo eliminaba de un plumazo toda visión dinámica de la sociedad civil (“el verdadero hogar y el teatro de la historia”, del que hablaba Gramsci), sino que al mismo tiempo despreciaba, incluso “requisándo”,  los contenidos y mensajes  que venían de las luchas sociales cuando éstas no se limitaban a expresar una mera –sacrosanta, pero a menudo subalterna--  exigencia distributiva. En esta sordera general está madura, de hecho, una convergencia con la más ruda y pragmática conducta de los empresarios que, desde décadas, estaban empeñados (¡también ellos!) en reconducir al salario todas las tensiones sociales y a “simplificar”, de esa manera, la creciente complejidad de las demandas que surgían de la sociedad civil, que no podían estar constreñidas en una operación de cuantificación contable y de puro resarcimiento.

Este rechazo de la nueva dimensión política de las luchas sociales cuando invertían algunos equilibrios de poder en la empresa (por ejemplo, la organización del trabajo) no era sólo una parte consistente de la dirección del PCI. Reacciones no disímiles caracterizaban las críticas o las repulsas que tomaron cuerpo, en los años setenta y ochenta, en otros ámbitos de la izquierda y en el mismísimo movimiento sindical. Basta recordar, entre otras reservas que expresaron dirigentes e intelectuales socialistas en torno a la política sindical de controlar las inversiones; las críticas orientadas a un pretendido “gigantismo” del sindicato que podría llevarle a perder sus propias raíces en el momento que sobrepasara la acción distributiva en los centros de trabajo. E también, a desestabilizar las reglas de una democracia que aunque conflictiva estaba basada en una rigurosa división de poderes (y contrapoderes equilibradores) y tiene su base en un sindicato confinado en lo “social” y en la empresa. De hecho, también en este caso, la “política” es, por definición, cosa de Estado; y el conflicto sobre la organización del trabajo, si no cuestiona la jerarquía de la empresa no puede asumirse como conflicto político. Mientras que si acabase siéndolo –en tanto que contesta dicha jerarquía en su modo de operar--  introduciría un factor de confusión insoportable en el equilibrio de poderes y contrapoderes (39).  

Por lo demás, en el mismo periodo un intelectual de prestigio, dirigente de la CSIL, Bruno Manghi –una vez pasada la euforia de la contestación a la organización taylorista en un libro, por otra parte, rico en observaciones agudas (Declinare crescendo)  exigía al sindicato una vuelta (y no un confinamiento) a lo “social”, abandonando la errónea estrategia de las reformas, que acabaría por envolverlo en unas opciones de tipo exclusivamente políticas. Que encontrarían, sin embargo, en el Estado su necesario y único punto de referencia e, incluso, de formación. Sin embargo, no se puede olvidar que dicho retorno a la antigua ideología de la “autonomía de lo social” (que pronto hará de contrapunto y no de alternativa al redescubrimiento de la “autonomía de lo político”), presuponía en la historia del sindicato donde militaba Manghi, un Estado y un gobierno orgánicamente orientados a considerar aquel tipo de sindicato como su interlocutor privilegiado; y a operar como celosos mediadores, propensos –por razones culturales y políticas— a tener en cuenta el deseo de legitimación de aquel tipo de sindicato. Pero ello no quita singularidad a la crítica de Manghi y a su significativa convergencia con las posiciones de cuantos proponían, mediante el ataque al llamado “pansindicalismo” una nueva separación entre sociedad civil y Estado, entre lucha política y lucha social, entre economía y política volviendo a emitir los viejos eslóganes leninistas de “lo primero es la política”.  De hecho, según Manghi en aquellos tiempos el sindicato acabó perdiendo su autonomía –su misma identidad--  en el momento en que establece una mediación entre tensiones políticas diversas en el momento en que supera la “integridad” del “conflicto elemental” (naturalmente el siempre tranquilizador de carácter distributivo) subrogando poderes de mediación que son de otros sujetos y que pertenecen a la esfera del Estado como lugar de formación del acto político.

Partiendo de este clima político y cultural que coincide, a partir de la segunda mitad de los años setenta, con una creciente dificultad del sindicato (en el curso de las primeras crisis económicas de dimensiones mundiales derivadas de la situación del petróleo), empieza a tomar cuerpo una estrategia embrionaria de transformación de las condiciones de trabajo y del empleo. Es cuando los teóricos de la autonomía irreductible de la ruda classe pagana “per sé” (y del “salario político” como emblema de aquella autonomía) descubren la centralidad de otra vertiente  que, todavía durante un tiempo, sigan llamándola “lucha de clase”: la autonomía de lo político

Estas teorizaciones se presentan desde diversos enfoques, a veces por el mismo autor.  De hecho, según algunos, las luchas obreras orientadas a desestabilizar el cuadro distributivo empezaron a agotarse, incluso por la culpable contumacia de los partidos de  izquierdas (o mejor dicho, por el “partido” por excelencia). Según otra versión, tales luchas habrían encontrado ya en la función distributiva del Estado –y en esta “politiquería” del Estado— un límite insalvable. En ambas hipótesis, en todo caso, las luchas sociales debían plegar velas. Para algunos se tratará de iniciar “un largo y difícil proceso destinado a dejar al Capital sin su Estado” (40). Mientras que en formulaciones más a la brava (y quizá más coherentes) se trataba, sin embargo, de gestionar el Estado o modernizarlo a cuenta del gran capital a través de una alianza con ellos (41). Pero el aterrizaje era el mismo, y las diferencias originarias se disuelven. De hecho,  la convergencia es total en la asunción de un auténtico postulado “fordista”: “el nivel de la producción no es el nivel de la politiquería,  es más bien lo contrario; el significado político de la lucha obrera está en la distribución de la renta entre las diversas clases sociales (42).

Es ya una opción obligada para el “personal político” que reclamaba idealmente a la clase obrera que reconociese al Estado como la única dimensión de la política; como el lugar al que confiar al gran capital (la fuerza más dinámica) la modernización de la “cosa pública”, encargando  a la “clase obrera” (o a alguien través de ella) el objetivo de “guiar el proceso de adecuación de la máquina del Estado a la máquina productiva del capital” (43).

Ahora bien, para recorrer un camino similar es preciso verificar algunas condiciones con las que los teóricos de la “autonomía de lo político” echaron cuentas con muchas dificultades. La primera condición era que el gran capital estuviera dispuesto a aceptar dicha alianza y no obstaculizara  la entrada de los mandatarios de la mítica “clase obrera” en el puente de mando, de la que –hace unos veinte años— hablaban aunque con otros objetivos hombres como David Crossland y Pietro Nenni o Mario Tronti (por citar solamente al más crudo y más cándido entre los apologetas de la “autonomía de lo político”) que creían, tal vez un poco sumariamente, que existía dicha “predisposición”. Los hechos también la desmintieron (44). La segunda condición era que la “clase” pudiera expresarse a través de un instrumento profesionalmente preparado para gestionar la modernización capitalista del Estado con la idea de poderse emancipar de  la tutela y de la cultura de la misma clase obrera. En pocas palabras, el “partido de la clase obrera”. Mejor aún: como se sugirió por  algunos antiguos teóricos del “salario político” y de la “autonomía de lo social”, el partido único (sin pluralidad y sin “concurrencia”) de la izquierda (45).  También por estas razones, la “socialización de la política”, de la que hablaron algunos dirigentes comunistas como Pietro Ingrao en los años setenta, aparece a los neófitos de la “autonomía de los político” como un concepto para “almas bellas” (45*).  Pero también era una idea tan peligrosa como errónea que acabaría por nutrir  una pluralidad de expresiones políticas de la misma clase obrera. Por el mismo motivo, una expresión política de las luchas sociales que se realizaría también a través del sindicato se identificó con el extremismo “obrerista” a combatir (como descubrieron en unas Jornadas en 1977 los viejos exponentes de Quaderni rossi, Potere operaio y Contropiano).

Según estos nuevos apologetas del partido guía, está claro que “la relación entre el capital y su poder político continúa más allá del totalitarismo buscando y encontrando otras vías: la forma del partido de Estado, que no es un partido totalitario; es un partido estructurado mediante unos instrumentos democráticos a la captura de consensos, aunque todavía lleva adelante su tipo de lógica política que no se identifica, ni tampoco refleja el desarrollo interno del capital, manteniendo el discurso de de la relación entre capital y poder (46). Pero debe tratarse de un “partido de Estado” capaz de formar parte de la infame “clase política” de Gaetano Mosca. Es decir, una fuerza cooptada en el “puente de mando” para aprovecharse, hasta el fondo, del “arte de la política” y de las cosas específicas que son propias a la esfera autónoma del poder y de la política que representa el Estado. Expresando, así, culturalmente la escisión entre economía y política o, como supo hacer Stalin, “la violencia de lo político hacia lo económico” y “elevar lo político a potencia” (47). ¡Un objetivo arduo para un partido de izquierda que acepte las reglas de la democracia!

La tercera condición (que presenta no pocas dificultades) comporta la posibilidad de que “dicha emancipación por la clase obrera” no elimine la “marca de origen” de este nuevo “partido de Estado”. Es decir, su permanencia como la única expresión “legítima” de la clase, conservando, eso sí, su cooptación en la clase política dirigente. Sucede que esta ruda “razza pagana” sin ideales, sin fe, sin moral (48) tal vez negándose a sí misma en una especie de ascesis mística (no rara en el lenguaje idealista del “decisionismo” que volvió a poner de moda Carl Schmitt) confió al partido de Estado el encargo de “mediar en su nombre” entre los intereses que ella encarna y los del “capital, viejo y nuevo”. Este es el salto cualitativo que los teóricos de la “autonomía de lo político” remueven completamente en el plano conceptual, pero dándolo por hecho en la realidad. Incluso si la “clase obrera” mantiene en ese esquema una entidad abstracta, dada por conocida para siempre en sus concretas determinaciones históricas y en sus posibles transformaciones, por no hablar de sus específicas y diversas motivaciones económicas, culturales y políticas. Con esta operación ideológica se interrumpe totalmente toda interrelación entre los impulsos que provienen de los contenidos específicos del conflicto social y de las señales que atestiguan las transformaciones en curso en el seno de la clase trabajadora, en su composición social y cultural, en sus demandas (si se exceptúan las distraídas referencias en las estadísticas sobre la “pobreza”) y la determinación de los objetivos programáticos que debe asumir el nuevo “partido-Estado”.   

Más bien, esta interrelación se corta debileradamente cuando  el programa (si existe) está dictado, ante todo, por los imperativos que provienen de la necesaria legitimación del partido como parte de la clase política (a la que se la confunde  de buena gana  con “el interés general”) y de las alianzas políticas y sociales que constituyen la primera condición (49).  De ese modo, esta “gran política”, finalmente emancipada de los influjos que le podían venir de lo más vivo de la sociedad civil y de sus conflictos, liberada del empacho de volver a darle una salida y un futuro a las demandas específicas que maduran en la historia de los movimientos sociales, puede tener su propia razón de ser –una vez presunta la exigencia de un “mandato” de la “clase” y de una legitimación para “gobernar” incluso en su nombre--  solamente mediante la capacidad de mediar entre los intereses de la capa política que debería, en primer lugar, expresar y tutelar (siendo identificados mediante la abstracción Estado con el interés general) y los intereses de los actores de la sociedad civil, frecuentemente en conflicto entre ellos.  Como puede verse es una “gran política” sin valores y principios fundantes. Que vive ya solamente  bajo lógicas de pertenencia y supervivencia.  O bajo los  presupuestos metafísicos de la “diversidad”.               


De esta manera se abre otra etapa en la singular aventura intelectual de un área de la izquierda radical italiana. Una etapa en cuyo recorrido estos veteranos del “salario político”  tratando de bajar –de lo alto del partido-Estado— a las situaciones, cada vez más complejas, del conflicto social buscando la oportunidad de encontrar (¡finalmente!) unos interlocutores menos reticentes en el campo de la izquierda oficial y en el sindicato. Es la etapa del “intercambio político” y del neocorporativismo (50). 

No es este el momento y el lugar de hacer un análisis crítico puntual de la regresión cultural y política que las crudas proclamas de la “autonomía de lo político” expresaron cuando se pusieron en marcha para exorcizar la derrota, incluso intelectual, del extremismo romántico de quienes se proclamaron obreristas y pretendieron interpretar las voluntades reales de la “clase per sé”.  Mucho se ha escrito al respecto y alguna que otra vez de modo pertinente (51). Nos interesa más seguir las huellas del análisis gramsciano de la sociedad civil y de la “guerra de posiciones” para conquistar las “casamatas” de la sociedad civil como alternativa al asalto y ocupación del Estado. De hecho, es en la sociedad civil donde Gramsci, como observa agudamente Norberto Bobbio, sitúa su polémica contra “la consideración exclusiva del plano estructural que conduce a la clase obrera a una lucha estéril y sin resultados (economicismo)” y contra “la consideración exclusiva del momento negativo del plano superestructural que conduce, también ella, a una conquista efímera, sin resultados (estatolatría, partitolatría)” y a “la falsa superación de las condiciones materiales que operan en la estructura, mediante el puro dominio sin consenso” (52).

Al día de hoy es incluso superfluo detectar cómo la substitución de las reflexiones de Gramsci con el descubrimiento de Hobbes y Schmitt (53) no eche cuentas, de un lado, con la clase obrera real --no ya reducible a “clase obrera”--  cada vez más articulada  en sus condiciones de vida y libertad, en sus demandas e identidades, y, de otro lado, tampoco con un Estado moderno que no reconoce las “clases” sino “grupos de interés”, que para “gobernar” se orienta a reducir a intereses “cuantificables” la multiplicidad de demandas, cualitativamente diversas entre ellas, que condición su modo de operar. Un Estado que no sólo no supera las corporaciones sino que tiende a crearlas y promoverlas para simplificar su propia mediación. 

En los tiempos en que vivimos se puede, a lo sumo, entender y “catalogar” la ideología “de la autonomía de lo político” más allá de su verbosidad metafísica y su carga autoritaria, si hubiera calado en el terreno de la lucha de “los grupos políticos”, entre burócratas profesionalizados y políticos profesionales, por el control y el reparto de la máquina del Estado. Si hubiera sido asumida, en suma, como uno de los momentos “provincianos” de la historia separada de los intelectuales italianos, en tanto que capa. Como una de tantas variantes de provinciales de la ideología tecnocrática.            

Sin embargo, lo que nos interesa subrayar es, una vez más, su promiscuidad con una cierta involución de la cultura política de la izquierda italiana de finales de los setenta, incluso en el momento en que se dibuja, tanto en Europa como en los Estados Unidos, la contraofensiva triunfadora de la derecha neoliberal y autoritaria.

No me refiero sólo a los límites del proyecto, aun así inspirado en la salvaguarda de una perspectiva democrática, la del “compromiso histórico”, sin que, al mismo tiempo, emergiese desde las filas de la izquierda un proyecto reformador orgánico que diese razones y sentido a un nuevo compromiso social, más allá de las genéricas referencias a una modernización del Estado y a una redimensión de las rentas parasitarias. Como si estas últimas correspondiesen a una capa social distinta y contrapuesta al de los empresarios. Me refiero también a los generosos intentos que ha llevado a cabo  la izquierda italiana  de tomar en consideración la remoción de los vínculos que condicionaban la realización de una política de reformas y ampliación de los derechos sociales. Tales como  la de contener la inflación; racionalizar el gasto público; redistribuir la carga fiscal con criterios de eficiencia y equidad; hacer frente a los contragolpes de las dos crisis petrolíferas, que tuvieron una incidencia particularmente relevante en una economía sobreexpuesta en el plano internacional como lo es la italiana. Se trataba, sin duda alguna, de preocupaciones válidas y de intentos serios de poner las premisas de una propuesta de gobierno, saliendo de una lógica de oposición prejuiciada ante cualquier tipo de medidas económicas gubernativas y de enroque defensivo frente a las transformaciones del capitalismo. La política de austeridad, basada en criterios de equidad y rigor –sostenida con poco éxito por Enrico Berlinguer-- y la misma orientación sindical, definida en la Conferencia del EUR de contención de la inflación y el déficit público, de moderación salarial y salvaguarda de las perspectivas de crecimiento del empleo tuvieron esta impronta.

Sin embargo, su limitación, ciertamente no accidental, consistió en el hecho de que las propuestas y las disponibilidades podían constituir solamente la premisa y el presupuesto de un proyecto reformador y de una lucha social y política orientada a conseguirlo. Ahora bien, dicho proyecto fue sólo un esbozo. Fue un bosquejo casi justificativo del objetivo principal que representaba el acceso al gobierno del país. Mientras que en el plano de las luchas sociales de masas que habrían debido “tener en cuenta” (en el terreno del empleo, de la mejora de las condiciones de vida, de la reforma y la ampliación de las tutelas del Estado de bienestar) los sacrificios que los trabajadores ocupados tuvieron que soportar para permitir la realización de este proyecto, los sindicatos fueron impotentes o reticentes. Se dio, así,  motivos a la reserva de quienes temían que el objetivo principal de la propuesta sindical no fuese tanto una modificación substancial (aunque gradual y realista) de la política económica del gobierno sino la legitimación del sindicato como interlocutor privilegiado ante el gobierno (54).

De hecho, en aquellos años se inicia en la cultura de la izquierda, la disociación entre una política que se autojustifica como medio para el acceso al gobierno del país (como condición prejuiciada para la formación de un eventual programa reformador) y un movimiento social, frecuentemente confuso y desarticulado, pero ya privado de un interlocutor político atento a los contenidos específicos de sus demandas y capaz de reconstruir un nuevo compromiso sobre la base de objetivos unificadores, en primer lugar entre los trabajadores subordinados.

El Piano del Lavoro fue también un intento de Giuseppe Di Vittorio de tener en cuenta los vínculos y compatibilidades a respetar en una economía fuertemente inflacionista y con un desempleo de masas como aquella de los años cincuenta. Pero, a pesar de su carácter, todavía aproximativo y de su programa de reformas, su fuerza movilizadora y su posibilidad de incidir concretamente en la realidad social y política del país dependió en gran medida de la capacidad  de la CGIL el darle cuerpo y alma  no sólo a la disponibilidad real de los trabajadores al sacrificio temporal de algunas  reivindicaciones salariales, sino también a su voluntad de cambio: a la lucha por el empleo, a la lucha por una política industrial diferente, a la lucha por la reforma agraria, a la lucha por cambiar las condiciones de trabajo y conquistar nuevos derechos sindicales y contractuales.      

Notas

(34) Alberto Asor Rosa en Partito, sindacato dopo i contratti. Contropiano, abril de 1970. Ver también Massimo Cacciari en Che fare, operai e capitale di fronte ai contratti, Marsilio, Venecia, 1969. 
(35) Alberto Asor Rosa en Il medio periodo della lotta di classe in Italia, en Contropiano, 1969. 
(36) A. Asor Rosa Partito e sindacato… 
(36*) Nota del Traductor.  Boia chi molla literalmente "verdugo (asesino) el que abandona (la lucha)" es un eslogan fascista. La frase  tiene el sentido aproximado de "traidor quien ceda". Posiblemente usado ya en tiempos de la República Partenopea (1799)  y en los “Cinco días de Milán” (1848).  Durante la Primera Guerra Mundial fue el lema de  los Ardite, unidad de asalto del ejército italiano. La frase pasó a formar parte del acerbo del régimen fascista, hasta el punto de que en la actualidad se cree de forma errónea que fue acuñada por el propio Mussolini. En 1943 fue utilizado por el ejército de la República Social Italiana,   que peleaba en el territorio de la Italia ocupada. La expresión volvió a ponerse de moda durante la  Revuelta de Regio Calabria, una serie de revueltas que tuvieron lugar entre julio de 1970 y febrero de 1971 en protesta por la decisión de trasladar la capital de Calabria de Catanzaro a Regio. Ciccio Franco, fascista,  adoptó el lema como eslogan de la revuelta, hasta el punto de que los sucesos son recordados en ocasiones como "revuelta del boia chi molla”.
(37)”. Aris Accornero. Operaismo e sindacato, en Operaismo e centralità operaia (aa.vv.) 
(38) Ver Luciano Barca en Noi non riconminciamo da zero, en Rinascita, 7 abril de 1978: “… estamos convencidos que la conciencia de clase sólo se puede llevar al obrero desde fuera”. (39) Ver Giuliano Amato, entre otros, en Mondo operaio, núm, 5 de 1978 y número 2 de 1980.    
(39) Giuliano Amato. Mondo operaio. Num. 2, 1980
(40) A. Asor Rosa en Partito e sindacato…
(41) Mario Tronti. Sull´autonomia del politico. Feltrinelli, Milano, 1977
(42) Ibidem.
(43) Ibidem.
(44) Ibidem.
(45) Ibidem.
(45*) Nota del traductor. Se trata de una alusión a lo que se dio en llamar “l´anima bella Della sinistra”: una transversalidad de sindicalistas de distintas organizaciones y militancias política que intentó renovar la vida sindical y  política italiana. Ver Fabrizio Loreto   L´anima bella” del sindacato. Storia della sinistra sindacale (1960 – 1980). Ediesse, 2005 (JLLB)  Aquí el autor le da a “almas bellas” una connotación de ilusos.  
(46) Ibidem.  
(47) Ibidem.
(48) Mario Tronti en Estremismo e riformismo. Contropiano, 1 de febrero de 1968.
(49) Mario Tronti. L’ autonomía del politico.
(50) Mario Tronti. Politica e potere. Critica marxista, 3 de 1978.
(51) Quaderni piacentini 66 – 67 (1978)
(52) Norberto Bobbio. Gramsci e la società civile, Feltrinelli 1976.
(53) Mario Tronti. Hobbes e Cronwell, in Stato e rivoluzione in Inghilterra. Il Saggiatore, Milano 1977.
(54) Mario Tronti. Il tempo della politica. L´organizzazione del movimento operaio alla prova della crisi capitalista, Editore Riuniti, 1980.

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