Capítulo 10. La hegemonía cultural del
“scientific management”
Con toda probabilidad, la prevalencia del enfoque,
ante todo “distributivo”, en la
“emancipación del trabajo” (es decir, una orientación dirigida a “compensar”, a
través de políticas distributivas, los costes sociales cada vez más
macroscópicos de la organización científica del trabajo), en la cultura y en la
práctica de los movimientos de inspiración socialista no fue sólo el resultado
de una visión substancialmente determinista del progreso tecnológico y de sus
necesarias “implicaciones” en la división técnica del trabajo y en su
organización. Fue también la rúbrica de la persistencia de antiguos atavismos que
dominaron durante un siglo y medio (con excepciones muy minoritarias y
paréntesis muy breves) en la cultura de la izquierda occidental y en las
organizaciones sindicales. Atavismos como,
en primer lugar, aquella relación del
trabajo que identificaba la fuente de una “injusta” distribución de la riqueza
y una desigual distribución de los resultados de la actividad productiva; o de aquel
atavismo que se burlaba del carácter puramente “formal” (o mistificador) de los
derechos y libertades proclamados en las sucesivas constituciones tras la
ruptura revolucionaria en los Estados Unidos y Francia, afirmando que la prioridad no sólo en el conflicto social
sino en la acción reformadora de la legislación –o, incluso, en el acto
revolucionario-- era la expropiación de
los medios de producción, la reparación parcial o total de la injusta distribución.
Esta “injusta distribución” fue considerada no sólo
el origen del empobrecimiento de amplias masas trabajadoras y de los excluidos
del trabajo sino incluso el fenómeno que, en primer lugar, resumía el carácter
y las implicaciones de lo que se definía en el “sentido común” de la izquierda
–más allá del análisis contradictorio--
como la “relación de explotación”. Según este “sentido común”, la
conquista de una mayor igualdad en la distribución de los resultados obtenidos
por la producción de beneficios, mediante la relación del trabajo asalariado,
debía anteceder no sólo a la conquista de una mayor igualdad sino también para
desvelar el carácter engañoso (o ilusorio) de su mero reconocimiento formal,
creando las condiciones imprescindibles para abrir el camino a la era de
la libertad y de los derechos reales.
En definitiva, así (y no sólo en los programas de los levellers* ingleses o de los sanscoulottes
igualitarios), la primacía de la justicia social sobre la libertad --y la
asunción de la justicia social a
conseguir gradualmente— eran la precondición necesaria de la instauración del
auténtico reino de la libertad y de una democracia basada en el consenso de los
ciudadanos (no “informados”, pero sí “satisfechos). Todo ello se convirtió, más
allá de las sofisticadas elaboraciones
de las culturas socialistas influenciadas por Marx, en un elemento común
de las diversas ideologías de la izquierda. Un elemento común que acabó
condicionando drásticamente y encorsetando la investigación cultural de los teóricos
de los movimientos reformadores.
Paradójicamente, en ese “sentido común” de la
primacía de la justicia social sobre la libertad, el redescubrimiento de la
cuestión del “poder”, de la ampliación de la esfera de los derechos (como el de
la asociación o el de votar) volvía a aparecer, sin embargo, la necesidad
inderogable de la libertad, que emergía de vez en cuando –incluso encerrada en
un ámbito meramente instrumental
respecto al objetivo “final” de la consecución de una mayor “igualdad de los
resultados” y de la reducción de las injusticias sociales. Así, el papel del
Estado –convirtiéndose incluso en un instrumento posible de redistribución
“igualitaria” de la riqueza-- acabaría
por cambiar su propia naturaleza de superestructura orgánicamente inseparable
del mecanismo capitalista de acumulación y distribución para asumir un papel,
una dimensión y un peso, que antes parecía impensable tanto para los teóricos
del viejo liberalismo antidemocrático como para los profetas socialistas de la
extinción del Estado. Y todavía más paradójico con relación a unos presupuestos
similares era, sin embargo, ajustar las cuentas a la gran enseñanza (trágica
para las ideologías socialistas igualitarias) que viene de la larga experiencia
vivida por la izquierda a lo largo de sus ciento cincuenta años de historia.
De
hecho, la constatación que podemos hacer a finales del siglo XX es que las
grandes conquistas duraderas que consiguieron las luchas sociales y políticas de los
movimientos socialistas y las fuerzas sindicales –aquellas que han dejado
huellas indelebles en las sociedades contemporáneas y en sus ordenamientos
institucionales, condicionando todavía el porvenir-- han sido las que en la vulgata socialista
desarrollaban una mera función “subsidiaria” respecto a la conquista de una
mayor “igualdad de resultados” y a la reducción, por dicha vía, de la “relación
de explotación” de los trabajadores asalariados. Han sido las que, lejos de
sancionar un compromiso con el Estado autoritario a cambio de concesiones económicas
–tal como intentó hacer Ferdinand Lassalle— ampliaron los espacios de libertad
en el trabajo y democracia en la sociedad. Primero con las leyes sobre el
trabajo infantil y las mujeres, la reducción legal y contractual del horario de
trabajo y, después, con el derecho de asociación y huelga hasta la conquista
gradual del sufragio universal. Esta última conquista, aunque en formas todavía
limitadas y discriminadoras, estaba ya en el enfoque de las duras batallas de
los Cartistas ingleses que fue saludada por Marx en 1852 así: “la introducción del
sufragio universal en Inglaterra sería por consiguiente una medida mucho más
‘socialista’ que las que han sido honradas con este nombre en el continente”
(70).
En las formulaciones principalmente
igualitarias y “de resarcimiento” de la vulgata socialista y de las ideologías
prevalentes en la izquierda social de Occidente –y en la convicción de la
substancial obligatoriedad de las formas de la división “técnica” del trabajo,
cada vez más funcionales en el imperativo del máximo desarrollo de las “fuerzas
productivas”— pueden encontrarse algunas razones de fondo del substancial
determinismo con el que las fuerzas de izquierda y del movimiento socialista
occidental se confrontaron con las profundas transformaciones de la
organización del trabajo que se desarrollará en la industria americana a
principios del siglo XX, tras décadas de caída de la productividad del trabajo
y de recurrentes crisis económicas.
La base material de construcción de la
riqueza –es decir, la erogación de la fuerza de trabajo, el capital acumulado
en máquinas y equipamientos, que formaban parte de la división técnica del
trabajo-- no se ponía en discusión. Su
papel en el progreso económico y social de la humanidad se asumía como
insubstituible a pesar de las distorsiones inherentes a su “uso capitalista”.
Más bien era un dogma a retener que el incesante desarrollo de las fuerzas
productivas habría sido la causa y la condición
de una crisis irreversible de las relaciones de producción y de las relaciones
de propiedad y, en consecuencia, de las relaciones de explotación. Tampoco era
imaginable, para el catecismo de la vulgata marxista, que la división técnica del trabajo (que parecía
derivarse objetivamente de las nuevas
tecnologías introducidas cíclicamente en las grandes industrias de vanguardia)
pudiese recorrer muchas vías que dictaban los empresarios y sus “científicos”
del trabajo, incluso con resultados social o económicamente equivalentes o
mejores. Y mucho menos se podía imaginar que la tecnología y la investigación
aplicada podían orientarse a hacia objetivos diferentes a los que
“objetivamente” dictaban los procesos de acumulación. O que pudieran plantearse
distintas opciones de las que marcó la servidumbre de la riqueza tecnológica a
una determinada forma de división técnica del trabajo, considerada, a su vez,
una derivación ineluctable del factor humano, irremediablemente reducido, no
como categoría teórica, por la vulgata marxista a “trabajo abstracto”, sin
calidad.
Si en algunas ideologías inspiradas por el
marxismo (como el marxismo-leninismo) permaneció durante mucho tiempo el
absurdo dogma de una ciencia aplicada, ya degradada a ciencia orientada a la
apología del capitalismo (con los efectos devastadores que ello comportó incluso
para la libertad y los progresos de la cultura y la ciencia en los países del
socialismo real), la innovación tecnológica y, sucesivamente, la misma
organización del trabajo disfrutaron, sin embargo, del reconocimiento de su
específica neutralidad. Ello se asumió,
a la par que las máquinas existentes, como factores de producción y “base” de
todo ordenamiento social de cualquier sistema de de distribución de la riqueza:
Einstein o Freíd podían constituir la expresión de una ideología apologética
del ordenamiento burgués. Sin embargo, el ingeniero Frederick W. Taylor fue
solamente el revelador del ordenamiento óptimo de la “máquina productiva”,
comprendidos los hombres y las mujeres. Las eventuales y despreciables
consecuencias sociales de la puesta en marcha de su teoría “científica” sólo
podían imputarse a su desregulado “uso” capitalista. Henry Ford, con su drástica decisión de
aumentar la paga a “cinco dólares como
mínimo al día” a “no importa quién”
trabajase en sus cadenas de montaje para hacer posible una producción
estandarizada de masas, basada en la parcelación de las tareas, desafiando
todas las “leyes” del mercado, confirmaba en el fondo la plena compatibilidad
del “sistema” con una economía planificada por el Estado (71).
Así fue como, desde los orígenes, el
taylorismo y el movimiento de los técnicos, sociólogos y empresarios
alimentaron el mito de la organización
científica del “management”
“finalmente encontrada” y pusieron en marcha una auténtica hegemonía
cultural y política no sólo en las fuerzas democráticas y progresistas en los
Estados Unidos sino, y sobre todo con la Primera guerra mundial, en una gran parte de la
izquierda y los movimientos socialistas, incluso en la vieja Europa.
Si Peter Ducker no se cansaba de recordar que
“el objetivo de Taylor estuvo, desde sus inicios, estrechamente conectado con
el enfoque más humanista del trabajo” (72), y si el mismo Taylor subrayaba que
sus propuestas de nueva organización del trabajo, “eliminando las pérdidas de
los movimientos manuales, habría permitido al trabajador estar menos exhausto
al final de la jornada tanto física como mentalmente --aunque para Taylor y
Drucker la expropiación de los saberes y de toda autonomía de decisión no era,
en sí, un factor de fatiga mental ni física (73)-- ¿por qué había que
extrañarse si un gran jurista como Louis D. Brandeis (tal vez el que acuñó la
expresión “scientific management”) considerase las nuevas formas de
organización del trabajo, que se experimentaban a principios del siglo XX, un
extraordinario impulso al progreso tecnológico y, al mismo tiempo, una fuente
de certeza e, incluso, de derechos para los trabajadores: la “neutralidad” de
la ciencia del management salvaba a los trabajadores de la arbitrariedad, de
las incoherencias y de los errores inherentes
a las opciones improvisadas de las viejas generaciones empresariales?
El mismo movimiento sindical americano --al
menos en su organización hegemónica, la American Federation
of Labour-- se apresuró a reconocer que
la organización científica del trabajo y sus implicaciones en el plano
retributivo (con nuevos sistemas de destajos) permitían la estipulación de
reglas concretas en la prestación del trabajo y, así, determinar el inicio de
una nueva etapa de la negociación colectiva, aunque Taylor consideraba que,
dada la cientificidad de la organización del trabajo, era superfluo el papel de
los sindicatos. Y para muchos intelectuales, dirigentes de los partidos de
izquierda, el taylorismo y el sistema fordista coincidían con el amanecer de un
progreso initerrumpido de la técnica y la producción de masas. Lo que
permitiría –al menos para los empresarios ilustrados-- reducir la pobreza y, al mismo tiempo,
garantizar al trabajador un mayor salario y unas reglas no arbitrarias, sino
“científicas” de erogación de su trabajo, incluso el reconocimiento de su papel
y su dignidad.
Diego Rivera
fue invitado en 1931 por Henry Ford para que pintara unos murales en el Detroit
Institut of Arts. Tras su estancia proclamó: “Marx estableció la teoría, Lenin
la aplicó y Henry Ford ha hecho posible su concreción en el Estado socialista”
(74). Nadie le contradijo desde la izquierda más radical de los Estados Unidos.
Con las
limitaciones impuestas por la economía de guerra y la entrada de nuevas
generaciones de trabajadores descualificados (y, sobre todo, de trabajadoras)
en substitución de los que estaban en el frente
y los primeros intentos de planificación de la producción de los
ministerios de suministros bélicos (a veces dirigidos por socialistas, como el
francés Albert Thomas, que más tarde fue fundador de la OIT ), las filosofías
tayloristas y las diversas teorías de la racionalización “científica” del
trabajo, que se inspiraban en Taylor, fueron el objeto de una experimentación
de masas en los principales países de la Europa Occidental , empezando
por Francia, Gran Bretaña y Alemania. Nuevos teóricos y nuevos empresarios, una
nueva generación de ejecutivos y tecnócratas abrirán el camino utilizando y
enriqueciendo la experiencia del “scientific management”. En el caso de
Francia, basta citar los nombres de Henry Le Chatelier, Ernest Mattern y Henry
Fayol (75). En otros países europeos, la oleada taylorista dejará su huella en
las transformaciones industriales en el inmediato periodo postbélico, por ejemplo
en Italia. Como observa Robert Reich, Europa adoptó en un primer momento las
enseñanzas de Taylor de la organización jerárquica de la empresa y las
potencialidades planificadoras de la “unidad de mando”, basada en la
“objetividad” de los parámetros de sus decisiones (76).
Incluso en
Europa, el movimiento sindical y los partidos de tradición socialista, aunque
superando ásperas discusiones, reconocieron rápidamente “la organización
científica del trabajo” como un factor fundamental de progreso, no sólo para el
conjunto de la sociedad sino para la misma clase trabajadora, con la condición,
naturalmente, de que “los beneficios de la racionalización se distribuyeran
mediante acuerdos entre empresarios y trabajadores”. Así lo afirmaban en
Francia tanto la SFIO
como la CGT. El
Partido comunista francés y la
CGTU sostenían que el taylorismo era el “método de producción
del futuro”: no se podía estar en contra, en tanto que tal, aunque sí debía
tener como contrapartida una diferente distribución de las rentas para limitar
su “uso capitalista” (77).
Por lo demás,
la desparpajada apología de Lenin, Trostky y Stalin de los contenidos objetivos
del taylorismo y del “americanismo” (o sea, el fordismo) como culturas
organizativas que permitían la construcción, a marchas forzadas, de una
industria socialista y de una nueva disciplina del trabajo –y al mismo tiempo
una reducción del horario de trabajo, conectada al aumento de la productividad
y la liberación de “un tiempo para la
actividad política y sindical”-- no permitía
a los sindicatos socialdemócratas y a los de inspiración comunista de la Europa occidental adoptar
una actitud diferente sin cuestionar su misma ideología “igualitaria”
(78).
Los comunistas
italianos de la Cgil ,
los partidos italianos socialista y comunista asumen esta orientación tras la Primera guerra mundial y
también personalidades de gran prestigio de la izquierda democrática y radical
como Piero Gobetti y Gaetano Salvemini. Incluso, con la llegada del fascismo los dirigentes
comunistas y de la Cgil
en el exilio denunciaron con fuerza el uso exasperado de los sistemas de
destajo (el “Bedaux”) y el autoritarismo de fábrica, contraponiéndolo a la
“esencia” del “taylorismo” (79). Solamente el sindicalismo revolucionario y el
movimiento anarquista, en Francia e Italia, mantuvieron en la primera
postguerra una lucha abierta contra las “condiciones sociales más negativas”.
Pero su papel fue convirtiéndose rápidamente en marginal en los movimientos
sociales de los años veinte y treinta (80).
La hegemonía
cultural del “scientific management” y de la racionalización industrial en las
ideologías dominantes de la izquierda europea y el productivismo autoritario
del socialismo real, que había surgido en la fase del “comunismo de guerra”, no
se debió solamente a la identificación de las nuevas formas de la división
técnica del trabajo y de las funciones con las fuerzas productivas objetivas y
“neutras” de las máquinas o de las tecnologías perfeccionadas. Que se apoyaban
sobre otras dos concepciones de la organización de la actividad humana que
parecían emanar de un desarrollo en cualquier caso obligado e “imparable” de
las fuerzas productivas.
En primer
lugar, la posibilidad de introducir –mediante una nueva organización del
trabajo y de las funciones de las personas--
elementos de programación y planificación de las actividades de la
empresa que podían extenderse a toda forma de organización social y a la
administración del Estado, incluso aquellas que estaban sometidas a las leyes
“científicas” de la sociedad empresarial (81). En segundo lugar, la posibilidad
de liberar en las fuerzas del trabajo fragmentado –reducidas concretamente (y
no como puro metro de medida) a “trabajo abstracto”-- un formidable potencial
de socialización del trabajo y de crecimiento de su actividad con la idea de
producir los recursos necesarios para aliviar las condiciones de vida de los
menos favorecidos. El trabajo, en
aquellas condiciones podía --incluso si estaba expuesto a unas duras “aunque
transitorias” leyes de la racionalización y fragmentación-- ser investido de un nuevo rol social y de una
“nueva misión”, perfectamente compatible con la actividad política
revolucionaria y con la autorrealización (fuera del trabajo) en la militancia,
ya fuera revolucionaria o reformista.
La posibilidad
de planificar la dirección y la actividad de grandes servicios y grandes
sistemas económicos a partir de la gran empresa pensante (la soulfoul corporation), sobre la base de
parámetros “científicos” confiados a la dirección de un nuevo ejército de
“especialistas de la organización”, aparecía a las diversas fuerzas de
izquierda (renuentes a aceptar la utopía de la “revolución tecnocrática” de
James Burnham) como una ocasión inédita de experimentar nuevas formas de
intervención pública en la economía, aunque orientadas a unos objetivos de una
mejor redistribución de los recursos producidos. Y, sobre todo, parecían hacer
posible y eficiente una intervención racional del Estado, capaz de reducir las
incógnitas del ciclo económico, corregir las desviaciones de la economía de
mercado y permitir el uso óptimo de
todos los recursos existentes, comprendido el trabajo.
La obra de
Keynes no puede ser considerada, ciertamente, como una filiación teórica del
taylorismo y del fordismo. Pero su impacto en la cultura económica, surgida de
la derrota de la gran crisis de 1929 y de las orientaciones de los gobiernos
democráticos de Occidente, hubiera sido diferente si no hubiera coincidido con
la afirmación imparable de las culturas del “scientific management” (82).
Las tardías
revoluciones leninistas de la disciplina del trabajo y de la dirección única de la fábrica, su
drástica decisión de confiar la gestión de algunos grandes aparatos de la Unión Soviética no a una “ama
de casa”* sino a especialistas de la organización y a mánagers (ya fueran rusos
o extranjeros) y su sueño de plasmar la organización del Estado socialista
sobre el modelo del “sistema postal” o de una gran sociedad ferroviaria
norteamericana, reflejaban también un recorrido político autónomo que, por otra
parte, tenía sus orígenes no demasiado lejanos en las culturas del movimiento
socialista tanto de Lassalle como de Marx. ¿Cómo no ver, en tal recorrido, el
impacto determinante de la “revolución” taylorista y su mística del
racionalismo organizativo que destronaron a los soviets de fábrica –el alma
obrera de la revolución— que se habían convertido en inútiles fuentes de
despilfarro y anarquía?
La cultura
taylorista y fordista, tras el primer conflicto mundial, se convirtió en una
especie de “ideología del progreso” que estaba destinada a plasmar no sólo los
intentos de organizar la empresa, las grandes redes de servicios y el Estado en
el país del capitalismo avanzado donde nació sino en la vieja Europa y en los
países cuyos regímenes autoritarios pretendían construir el socialismo
expropiando al “capitalismo” sus “medios
de producción” a partir de la conquista revolucionaria y de la transformación
del Estado. Dicha cultura estaba orientada a incidir, profunda y duraderamente,
en diversos campos de la investigación científica, la sociología, la literatura
y las artes. Y en muchos casos fueron incluso los intelectuales próximos a los
movimientos democráticos, socialistas y comunistas los principales exponentes
de esta “revolución cultural pasiva” (83).
Por otra
parte, es difícil no ver la influencia de estas culturas fordistas en la
prevalencia, sobre todo tras la
Primera guerra mundial, de una versión determinista del
historicismo marxista, que asumía la clase obrera o, más tarde, las mismas
clases trabajadoras como entidad, categorías sociales históricamente
determinadas en cuanto función y rol en el proceso productivo prescindiendo de
los individuos concretos y de tantas culturas profesionales específicas que
fueron trastocadas por las ideologías de la racionalización “científica”.
Al mismo
tiempo encuentra una explicación clarificadora el éxito que tuvo, en los
Estados Unidos y después en Europa, las nuevas teorías psicológicas como el
“behaviorismo”, banalizado como “ciencia del comportamiento humano” o “Gestalt
Theorie” (84). ¿Y cómo no ver las conexiones entre tales teorías “del
comportamiento” que guiaron la actividad de millares de sociólogos y psicólogos
del trabajo en Occidente con la revalorización teórica en la vulgata
marxista-leninista (no sólo entre los psicólogos soviéticos) del pavlovismo y de las posibilidades inéditas que abría el
hecho de predeterminar los comportamientos humanos, incluso en el trabajo,
sobre la base de circuitos relacionales, gobernados sobre la base de unos
parámetros que se basaban en la clasificación de los estímulos que podían
inducir a “reacciones” previsibles y “programables” en personas obligadas a una mayor
especialización de su actividad a través de una creciente simplificación y
heterodirección de ésta? (89).
Por supuesto,
estamos ante una diferente longitud de onda (aunque relativamente) de las
provocadoras afirmaciones de Taylor sobre las posibilidades de utilizar un
chimpancé amaestrado en una cadena de montaje. Pero no puede no sorprender la
coincidencia histórica entre los inicios de las teorías tayloristas de la
racionalización del trabajo, mediante la subdivisión y simplificación extremas
–o sea, su despersonalización-- y el descubrimiento del fundador de la psicología
“behaviorista”, John B. Watson, que en 1913, como recuerda Robert Reich,
teorizaba brutalmente la existencia de causas meramente objetivas del
comportamiento humano y preveía la posibilidad de formar (adiestrar) el
comportamiento de los seres humanos mediante regímenes estructurales de
estímulos y respuestas (86). Aunque Watson y otros teóricos del “behaviorismo”
y, sobre todo, algunos de sus intérpretes críticos enriquecieron su postulado
con el “descubrimiento” de vínculos relacionales más dialécticos entre el
impulso y las reacciones, en la búsqueda de momentos de comunicación más
complejos en los centros de trabajo mediante un proceso de “integración” del
trabajador, confiado en su posibilidad de participar en formas ritualizadas
(pero “creativas”) se superación de los conflictos (87).
Naturalmente,
la reducción del trabajo de ejecución a
una prestación abstracta, fungible y predeterminada, a través de su progresiva
simplificación, la separación sistemática entre “pensadores” y “ejecutantes”, según
dejó dicho Robert Reich, habría exigido, en las personas de carne y hueso, la
puesta en marcha de una “psico-sociología del trabajo”, capaz de volver a
concretar (no sólo con una y “objetivamente definida” política retributiva) el
“estatus social” del nuevo trabajador.
En primer
lugar, mediante la definición de unas reglas neutras substraídas al arbitrio y
a la improvisación para ofrecer, al menos, la aparición de una “justicia”
impersonal. Como escribía Taylor: “El hombre que está a la cabeza de la empresa
con el sistema del “scientific management” la gestiona con reglas y leyes que
han sido definidas mediante centenares de experimentos, exactamente igual que
el trabajador de ejecución. Las cuestiones que, bajo otros sistemas, están
referidas a juicios arbitrarios y son fuente de desacuerdos, no tienen cabida
en mi sistema, ya que en éste han participado el manager y el trabajador”. Por
eso, Louis D. Brandeis veía en las ideas de Taylor un camino de reforma social
y de racionalización de la sociedad, sosteniendo que “bajo el ´scientific
management´ nada se ha dejado a la improvisación” (88).
En segundo
lugar, mediante la revalorización “social” del trabajo de ejecución y su
función insustituible en las sociedades modernas. Escribía Taylor: “Es necesario
testimoniar a los trabajadores de ejecución una justa consideración y mantener
con ellos unas relaciones amistosas” (89). Esta “función insustituible” tiene
necesidad de ser reconocida, de ser sujeto de una atención “solidaria” y,
también, de unos reconocimientos específicos capaces de valorizar nuevos
símbolos (la voluntad de colaboración, la antigüedad en el trabajo, la
emulación en la consecución de resultados en la medida que se siente observado
y “comprendido”) como sostenía Elton Mayo, el primer teórico de las relaciones
humanas, tras su famosa encuesta en la Western Electric ´s Hawthorne;
incluso si estos reconocimientos son el resultado de una mayor responsabilidad
o de una mayor autonomía de decisión en la prestación del trabajo. Unos intentos
similares acompañaron la adaptación del sistema “científico” en la URSS y en los países del
socialismo real. ¿Qué otra cosa fue el estajanovismo, el “sistema” de los
“héroes del trabajo” o los “círculos de emulación socialista” que fueron
magnificados en la República
popular china, y quién podría reclamar la primogenitura a los círculos de calidad que se introdujeron
en Japón en los años setenta?
A partir de
los años treinta se fue considerando –incluso en los movimientos socialistas y
comunistas de los países de la
Europa occidental-- una especie de nueva ética del trabajo
que presentaba muchas similitudes con la vieja prédica de la doctrina social
cristiana. Una ética del trabajo basada en viejos y nuevos cánones. Antiguos
como el valor y la dignidad incluso del trabajo más humilde. Nuevos como el que
afirmaba la compatibilidad de este nuevo tipo de trabajo de ejecución
(expropiado al menos como principio de cualquier posibilidad de incidir sobre
las condiciones y de favorecer de cualquier modo la autorrealización de la
persona) con la conquista de autonomía en
el trabajo, en el curso mismo de la prestación laboral o fuera de la relación de trabajo, con la
“vida militante”, la participación política y sindical. Para transformar, como
sostenía un marxista-leninista ortodoxo como Lucien Sève, “las relaciones
sociales [en “esta necesaria fase de transición y admitiendo esta necesaria
división del trabajo, de los saberes y de los poderes] en una vida militante
donde se percibe ya en positivo la grandiosa figura del trabajo desalienado de
mañana” (90).
Notas
* Me permito (JLLB)
introducir esta nota sobre los levellers:
Niveladores
70)
Karl Marx. Los Cartistas ingleses. New York Daily Tribune, 25 de agosto de 1852.
(71)
Louis-Ferdinand Céline. I sotto uomini.
Edizioni Shakespeare and Company. Romma, 1993.
(72)
Peter Drucker. Management: Taks,
Responsabilities, Practices. Harper Collins, New York , 1985
(73) Taylor ilustraba en estos términos su concepción “humanista” del trabajo, diciendo
que el trabajador “prototipo” de su modelo de organización era una persona a la
que se le reclamaba ser “tan estúpido flemático que se asemeja más a un buey
que a cualquier otro individuo”. The Principes of Scientific Management, Northon , New York
1967.
(74) Giuseppe Leuzzi. Céline l´americano. Introducción a Céline, i sotto uomini. Ya citado.
(75) Maurice
de Montmoulin, Actualité du taylorismo.
Editions La Découvert ,
París, 1984.
(76) Robert Reich. The
Nexe American Frontier. Peguin Books, New York 1984.
(77) Robert Boyer, L´introduction
du taylorisme en France
à la lumière de recherches récents, CNRS – CEPREPAM, París, 1983.
Para los
comunistas franceses (véase el congreso de la Cgtv de 1927), para la Internacional
Sindical Roja y para el Comité ejecutivo ampliado de la III Internacional (Informe de
Ercoli – Togliatti) diciembre de 1926, una de las consecuencias positivas de la
“racionalización” es su contribución a “instaurar la unidad de la gran mayoría
de la clase obrera y limitar la base de masas del reformismo”. En todo caso, se
trataba de luchar contra las “consecuencias negativas de la racionalización” y
no contra las nuevas tecnologías y sus implicaciones organizativas.
“Decir que se
está contra el trabajo en cadena me
hace pensar que alguien fuera contrario
a la lluvia [ … ] Estamos por los
principios de la organización científica del trabajo, comprendido el trabajo en cadena y las normas de
producción”. (Intervención de Rabaté, militante comunista en el congreso de la Federación de
Metalúrgicos de la Cgtv ,
diciembre 1927.
(78) V.I.
Lenin. Las tareas del poder soviético,
1918
(79) Giuseppe
Di Vittorio. Un nuevo piano nei confronti
del processo di razionalizzazione. Stato operaio, 8 de agosto de 1932
(80) Simone
Weil. Revolution prolétarienne
(81) Mario
Telò. Riforme di strutture e problemática
istituzionale nel socialismo pianista. De Donato, 1979.
(82) Hanna
Arendt, ya citada en otros capítulos.
* Alusión a
Lenin, El Estado y la revolución:
“Cada ama de casa tiene que estar preparada para dirigir el Estado”. [Nota de
JLLB]
(83)
Jean-Louis Maury. L´actualité du Taylor. Marabout, 1967
(84) Franco
Bucci y Pierluigi Tavecchio. Gli anni du Taylor e Ford. Sobre la influencia de Taylor en arquitectos como Louis Khan y
Le Corbusieur.
(85) Hanna Arendt, ya citada.
(86) Robert Reich. The
Next American Frontier. Ya citada.
(87) Mary
Parker Follet. L´esperienza creative.
Ediesse, 1994
(88) Lavoro,
solidarietà, conflitti, 1983
(89) Societé
française de Psichologie. Entreprise moderne, 1978
(90) Lucien
Sève.
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