jueves, 12 de julio de 2012

10. LA HEGEMONÍA DEL SCIENTIFIC MANAGEMENT


Capítulo 10. La hegemonía cultural del “scientific management”



Con toda probabilidad, la prevalencia del enfoque, ante todo “distributivo”,  en la “emancipación del trabajo” (es decir, una orientación dirigida a “compensar”, a través de políticas distributivas, los costes sociales cada vez más macroscópicos de la organización científica del trabajo), en la cultura y en la práctica de los movimientos de inspiración socialista no fue sólo el resultado de una visión substancialmente determinista del progreso tecnológico y de sus necesarias “implicaciones” en la división técnica del trabajo y en su organización. Fue también la rúbrica de la persistencia de antiguos atavismos que dominaron durante un siglo y medio (con excepciones muy minoritarias y paréntesis muy breves) en la cultura de la izquierda occidental y en las organizaciones sindicales.  Atavismos como, en primer lugar,  aquella relación del trabajo que identificaba la fuente de una “injusta” distribución de la riqueza y una desigual distribución de los resultados de la actividad productiva; o de aquel atavismo que se burlaba del carácter puramente “formal” (o mistificador) de los derechos y libertades proclamados en las sucesivas constituciones tras la ruptura revolucionaria en los Estados Unidos y Francia, afirmando que la prioridad no sólo en el conflicto social sino en la acción reformadora de la legislación –o, incluso, en el acto revolucionario--  era la expropiación de los medios de producción, la reparación parcial o total de la injusta distribución.

Esta “injusta distribución” fue considerada no sólo el origen del empobrecimiento de amplias masas trabajadoras y de los excluidos del trabajo sino incluso el fenómeno que, en primer lugar, resumía el carácter y las implicaciones de lo que se definía en el “sentido común” de la izquierda –más allá del análisis contradictorio--  como la “relación de explotación”. Según este “sentido común”, la conquista de una mayor igualdad en la distribución de los resultados obtenidos por la producción de beneficios, mediante la relación del trabajo asalariado, debía anteceder no sólo a la conquista de una mayor igualdad sino también para desvelar el carácter engañoso (o ilusorio) de su mero reconocimiento formal,  creando las condiciones imprescindibles para abrir el camino a la era de la libertad y de los derechos reales. En definitiva, así (y no sólo en los programas de los levellers* ingleses o de los sanscoulottes igualitarios), la primacía de la justicia social sobre la libertad --y la asunción de  la justicia social a conseguir gradualmente— eran la precondición necesaria de la instauración del auténtico reino de la libertad y de una democracia basada en el consenso de los ciudadanos (no “informados”, pero sí “satisfechos). Todo ello se convirtió, más allá de las sofisticadas elaboraciones  de las culturas socialistas influenciadas por Marx, en un elemento común de las diversas ideologías de la izquierda. Un elemento común que acabó condicionando drásticamente y encorsetando la investigación cultural de los teóricos de los movimientos reformadores.  

Paradójicamente, en ese “sentido común” de la primacía de la justicia social sobre la libertad, el redescubrimiento de la cuestión del “poder”, de la ampliación de la esfera de los derechos (como el de la asociación o el de votar) volvía a aparecer, sin embargo, la necesidad inderogable de la libertad, que emergía de vez en cuando –incluso encerrada en un ámbito meramente instrumental respecto al objetivo “final” de la consecución de una mayor “igualdad de los resultados” y de la reducción de las injusticias sociales. Así, el papel del Estado –convirtiéndose incluso en un instrumento posible de redistribución “igualitaria” de la riqueza--  acabaría por cambiar su propia naturaleza de superestructura orgánicamente inseparable del mecanismo capitalista de acumulación y distribución para asumir un papel, una dimensión y un peso, que antes parecía impensable tanto para los teóricos del viejo liberalismo antidemocrático como para los profetas socialistas de la extinción del Estado. Y todavía más paradójico con relación a unos presupuestos similares era, sin embargo, ajustar las cuentas a la gran enseñanza (trágica para las ideologías socialistas igualitarias) que viene de la larga experiencia vivida por la izquierda a lo largo de sus ciento cincuenta años de historia.

De hecho, la constatación que podemos hacer a finales del siglo XX es que las grandes conquistas duraderas que consiguieron  las luchas sociales y políticas de los movimientos socialistas y las fuerzas sindicales –aquellas que han dejado huellas indelebles en las sociedades contemporáneas y en sus ordenamientos institucionales, condicionando todavía el porvenir--  han sido las que en la vulgata socialista desarrollaban una mera función “subsidiaria” respecto a la conquista de una mayor “igualdad de resultados” y a la reducción, por dicha vía, de la “relación de explotación” de los trabajadores asalariados. Han sido las que, lejos de sancionar un compromiso con el Estado autoritario a cambio de concesiones económicas –tal como intentó hacer Ferdinand Lassalle— ampliaron los espacios de libertad en el trabajo y democracia en la sociedad. Primero con las leyes sobre el trabajo infantil y las mujeres, la reducción legal y contractual del horario de trabajo y, después, con el derecho de asociación y huelga hasta la conquista gradual del sufragio universal. Esta última conquista, aunque en formas todavía limitadas y discriminadoras, estaba ya en el enfoque de las duras batallas de los Cartistas ingleses que fue saludada por Marx en 1852 así:   “la introducción del sufragio universal en Inglaterra sería por consiguiente una medida mucho más ‘socialista’ que las que han sido honradas con este nombre en el continente” (70).

En las formulaciones principalmente igualitarias y “de resarcimiento” de la vulgata socialista y de las ideologías prevalentes en la izquierda social de Occidente –y en la convicción de la substancial obligatoriedad de las formas de la división “técnica” del trabajo, cada vez más funcionales en el imperativo del máximo desarrollo de las “fuerzas productivas”— pueden encontrarse algunas razones de fondo del substancial determinismo con el que las fuerzas de izquierda y del movimiento socialista occidental se confrontaron con las profundas transformaciones de la organización del trabajo que se desarrollará en la industria americana a principios del siglo XX, tras décadas de caída de la productividad del trabajo y de recurrentes crisis económicas.

La base material de construcción de la riqueza –es decir, la erogación de la fuerza de trabajo, el capital acumulado en máquinas y equipamientos, que formaban parte de la división técnica del trabajo--  no se ponía en discusión. Su papel en el progreso económico y social de la humanidad se asumía como insubstituible a pesar de las distorsiones inherentes a su “uso capitalista”. Más bien era un dogma a retener que el incesante desarrollo de las fuerzas productivas habría sido la causa y la condición de una crisis irreversible de las relaciones de producción y de las relaciones de propiedad y, en consecuencia, de las relaciones de explotación. Tampoco era imaginable, para el catecismo de la vulgata marxista, que la división técnica del trabajo (que parecía derivarse objetivamente de las nuevas tecnologías introducidas cíclicamente en las grandes industrias de vanguardia) pudiese recorrer muchas vías que dictaban los empresarios y sus “científicos” del trabajo, incluso con resultados social o económicamente equivalentes o mejores. Y mucho menos se podía imaginar que la tecnología y la investigación aplicada podían orientarse a hacia objetivos diferentes a los que “objetivamente” dictaban los procesos de acumulación. O que pudieran plantearse distintas opciones de las que marcó la servidumbre de la riqueza tecnológica a una determinada forma de división técnica del trabajo, considerada, a su vez, una derivación ineluctable del factor humano, irremediablemente reducido, no como categoría teórica, por la vulgata marxista a “trabajo abstracto”, sin calidad.

Si en algunas ideologías inspiradas por el marxismo (como el marxismo-leninismo) permaneció durante mucho tiempo el absurdo dogma de una ciencia aplicada, ya degradada a ciencia orientada a la apología del capitalismo (con los efectos devastadores que ello comportó incluso para la libertad y los progresos de la cultura y la ciencia en los países del socialismo real), la innovación tecnológica y, sucesivamente, la misma organización del trabajo disfrutaron, sin embargo, del reconocimiento de su específica neutralidad.  Ello se asumió, a la par que las máquinas existentes, como factores de producción y “base” de todo ordenamiento social de cualquier sistema de de distribución de la riqueza: Einstein o Freíd podían constituir la expresión de una ideología apologética del ordenamiento burgués. Sin embargo, el ingeniero Frederick W. Taylor fue solamente el revelador del ordenamiento óptimo de la “máquina productiva”, comprendidos los hombres y las mujeres. Las eventuales y despreciables consecuencias sociales de la puesta en marcha de su teoría “científica” sólo podían imputarse a su desregulado “uso” capitalista.  Henry Ford, con su drástica decisión de aumentar la paga a  “cinco dólares como mínimo al día”  a “no importa quién” trabajase en sus cadenas de montaje para hacer posible una producción estandarizada de masas, basada en la parcelación de las tareas, desafiando todas las “leyes” del mercado, confirmaba en el fondo la plena compatibilidad del “sistema” con una economía planificada por el Estado (71).

Así fue como, desde los orígenes, el taylorismo y el movimiento de los técnicos, sociólogos y empresarios alimentaron el mito de la organización científica del “management”  “finalmente encontrada” y pusieron en marcha una auténtica hegemonía cultural y política no sólo en las fuerzas democráticas y progresistas en los Estados Unidos sino, y sobre todo con la Primera guerra mundial, en una gran parte de la izquierda y los movimientos socialistas, incluso en la vieja Europa.

Si Peter Ducker no se cansaba de recordar que “el objetivo de Taylor estuvo, desde sus inicios, estrechamente conectado con el enfoque más humanista del trabajo” (72), y si el mismo Taylor subrayaba que sus propuestas de nueva organización del trabajo, “eliminando las pérdidas de los movimientos manuales, habría permitido al trabajador estar menos exhausto al final de la jornada tanto física como mentalmente --aunque para Taylor y Drucker la expropiación de los saberes y de toda autonomía de decisión no era, en sí, un factor de fatiga mental ni física (73)-- ¿por qué había que extrañarse si un gran jurista como Louis D. Brandeis (tal vez el que acuñó la expresión “scientific management”) considerase las nuevas formas de organización del trabajo, que se experimentaban a principios del siglo XX, un extraordinario impulso al progreso tecnológico y, al mismo tiempo, una fuente de certeza e, incluso, de derechos para los trabajadores: la “neutralidad” de la ciencia del management salvaba a los trabajadores de la arbitrariedad, de las incoherencias y de los errores inherentes  a las opciones improvisadas de las viejas generaciones empresariales?

El mismo movimiento sindical americano --al menos en su organización hegemónica, la American Federation of Labour--  se apresuró a reconocer que la organización científica del trabajo y sus implicaciones en el plano retributivo (con nuevos sistemas de destajos) permitían la estipulación de reglas concretas en la prestación del trabajo y, así, determinar el inicio de una nueva etapa de la negociación colectiva, aunque Taylor consideraba que, dada la cientificidad de la organización del trabajo, era superfluo el papel de los sindicatos. Y para muchos intelectuales, dirigentes de los partidos de izquierda, el taylorismo y el sistema fordista coincidían con el amanecer de un progreso initerrumpido de la técnica y la producción de masas. Lo que permitiría –al menos para los empresarios ilustrados--  reducir la pobreza y, al mismo tiempo, garantizar al trabajador un mayor salario y unas reglas no arbitrarias, sino “científicas” de erogación de su trabajo, incluso el reconocimiento de su papel y su dignidad.     


Diego Rivera fue invitado en 1931 por Henry Ford para que pintara unos murales en el Detroit Institut of Arts. Tras su estancia proclamó: “Marx estableció la teoría, Lenin la aplicó y Henry Ford ha hecho posible su concreción en el Estado socialista” (74). Nadie le contradijo desde la izquierda más radical de los Estados Unidos.

Con las limitaciones impuestas por la economía de guerra y la entrada de nuevas generaciones de trabajadores descualificados (y, sobre todo, de trabajadoras) en substitución de los que estaban en el frente  y los primeros intentos de planificación de la producción de los ministerios de suministros bélicos (a veces dirigidos por socialistas, como el francés Albert Thomas, que más tarde fue fundador de la OIT), las filosofías tayloristas y las diversas teorías de la racionalización “científica” del trabajo, que se inspiraban en Taylor, fueron el objeto de una experimentación de masas en los principales países de la Europa Occidental, empezando por Francia, Gran Bretaña y Alemania. Nuevos teóricos y nuevos empresarios, una nueva generación de ejecutivos y tecnócratas abrirán el camino utilizando y enriqueciendo la experiencia del “scientific management”. En el caso de Francia, basta citar los nombres de Henry Le Chatelier, Ernest Mattern y Henry Fayol (75). En otros países europeos, la oleada taylorista dejará su huella en las transformaciones industriales en el inmediato periodo postbélico, por ejemplo en Italia. Como observa Robert Reich, Europa adoptó en un primer momento las enseñanzas de Taylor de la organización jerárquica de la empresa y las potencialidades planificadoras de la “unidad de mando”, basada en la “objetividad” de los parámetros de sus decisiones (76). 

Incluso en Europa, el movimiento sindical y los partidos de tradición socialista, aunque superando ásperas discusiones, reconocieron rápidamente “la organización científica del trabajo” como un factor fundamental de progreso, no sólo para el conjunto de la sociedad sino para la misma clase trabajadora, con la condición, naturalmente, de que “los beneficios de la racionalización se distribuyeran mediante acuerdos entre empresarios y trabajadores”. Así lo afirmaban en Francia tanto la SFIO como la CGT. El Partido comunista francés y la CGTU sostenían que el taylorismo era el “método de producción del futuro”: no se podía estar en contra, en tanto que tal, aunque sí debía tener como contrapartida una diferente distribución de las rentas para limitar su “uso capitalista” (77). 

Por lo demás, la desparpajada apología de Lenin, Trostky y Stalin de los contenidos objetivos del taylorismo y del “americanismo” (o sea, el fordismo) como culturas organizativas que permitían la construcción, a marchas forzadas, de una industria socialista y de una nueva disciplina del trabajo –y al mismo tiempo una reducción del horario de trabajo, conectada al aumento de la productividad y la liberación de “un tiempo  para la actividad política y sindical”--  no permitía a los sindicatos socialdemócratas y a los de inspiración comunista de la Europa occidental adoptar una actitud diferente sin cuestionar su misma ideología “igualitaria” (78).   

Los comunistas italianos de la Cgil, los partidos italianos socialista y comunista asumen esta orientación tras la Primera guerra mundial y también personalidades de gran prestigio de la izquierda democrática y radical como Piero Gobetti y Gaetano Salvemini. Incluso,  con la llegada del fascismo los dirigentes comunistas y de la Cgil en el exilio denunciaron con fuerza el uso exasperado de los sistemas de destajo (el “Bedaux”) y el autoritarismo de fábrica, contraponiéndolo a la “esencia” del “taylorismo” (79). Solamente el sindicalismo revolucionario y el movimiento anarquista, en Francia e Italia, mantuvieron en la primera postguerra una lucha abierta contra las “condiciones sociales más negativas”. Pero su papel fue convirtiéndose rápidamente en marginal en los movimientos sociales de los años veinte y treinta (80).        

La hegemonía cultural del “scientific management” y de la racionalización industrial en las ideologías dominantes de la izquierda europea y el productivismo autoritario del socialismo real, que había surgido en la fase del “comunismo de guerra”, no se debió solamente a la identificación de las nuevas formas de la división técnica del trabajo y de las funciones con las fuerzas productivas objetivas y “neutras” de las máquinas o de las tecnologías perfeccionadas. Que se apoyaban sobre otras dos concepciones de la organización de la actividad humana que parecían emanar de un desarrollo en cualquier caso obligado e “imparable” de las fuerzas productivas.

En primer lugar, la posibilidad de introducir –mediante una nueva organización del trabajo y de las funciones de las personas--  elementos de programación y planificación de las actividades de la empresa que podían extenderse a toda forma de organización social y a la administración del Estado, incluso aquellas que estaban sometidas a las leyes “científicas” de la sociedad empresarial (81). En segundo lugar, la posibilidad de liberar en las fuerzas del trabajo fragmentado –reducidas concretamente (y no como puro metro de medida) a “trabajo abstracto”-- un formidable potencial de socialización del trabajo y de crecimiento de su actividad con la idea de producir los recursos necesarios para aliviar las condiciones de vida de los menos favorecidos.  El trabajo, en aquellas condiciones podía --incluso si estaba expuesto a unas duras “aunque transitorias” leyes de la racionalización y fragmentación--  ser investido de un nuevo rol social y de una “nueva misión”, perfectamente compatible con la actividad política revolucionaria y con la autorrealización (fuera del trabajo) en la militancia, ya fuera revolucionaria o reformista. 

La posibilidad de planificar la dirección y la actividad de grandes servicios y grandes sistemas económicos a partir de la gran empresa pensante (la soulfoul corporation), sobre la base de parámetros “científicos” confiados a la dirección de un nuevo ejército de “especialistas de la organización”, aparecía a las diversas fuerzas de izquierda (renuentes a aceptar la utopía de la “revolución tecnocrática” de James Burnham) como una ocasión inédita de experimentar nuevas formas de intervención pública en la economía, aunque orientadas a unos objetivos de una mejor redistribución de los recursos producidos. Y, sobre todo, parecían hacer posible y eficiente una intervención racional del Estado, capaz de reducir las incógnitas del ciclo económico, corregir las desviaciones de la economía de mercado  y permitir el uso óptimo de todos los recursos existentes, comprendido el trabajo.    

La obra de Keynes no puede ser considerada, ciertamente, como una filiación teórica del taylorismo y del fordismo. Pero su impacto en la cultura económica, surgida de la derrota de la gran crisis de 1929 y de las orientaciones de los gobiernos democráticos de Occidente, hubiera sido diferente si no hubiera coincidido con la afirmación imparable de las culturas del “scientific management” (82).

Las tardías revoluciones leninistas de la disciplina del trabajo y de la dirección única de la fábrica, su drástica decisión de confiar la gestión de algunos grandes aparatos de la Unión Soviética no a una “ama de casa”* sino a especialistas de la organización y a mánagers (ya fueran rusos o extranjeros) y su sueño de plasmar la organización del Estado socialista sobre el modelo del “sistema postal” o de una gran sociedad ferroviaria norteamericana, reflejaban también un recorrido político autónomo que, por otra parte, tenía sus orígenes no demasiado lejanos en las culturas del movimiento socialista tanto de Lassalle como de Marx. ¿Cómo no ver, en tal recorrido, el impacto determinante de la “revolución” taylorista y su mística del racionalismo organizativo que destronaron a los soviets de fábrica –el alma obrera de la revolución— que se habían convertido en inútiles fuentes de despilfarro y anarquía?

La cultura taylorista y fordista, tras el primer conflicto mundial, se convirtió en una especie de “ideología del progreso” que estaba destinada a plasmar no sólo los intentos de organizar la empresa, las grandes redes de servicios y el Estado en el país del capitalismo avanzado donde nació sino en la vieja Europa y en los países cuyos regímenes autoritarios pretendían construir el socialismo expropiando al “capitalismo”  sus “medios de producción” a partir de la conquista revolucionaria y de la transformación del Estado. Dicha cultura estaba orientada a incidir, profunda y duraderamente, en diversos campos de la investigación científica, la sociología, la literatura y las artes. Y en muchos casos fueron incluso los intelectuales próximos a los movimientos democráticos, socialistas y comunistas los principales exponentes de esta “revolución cultural pasiva” (83). 

Por otra parte, es difícil no ver la influencia de estas culturas fordistas en la prevalencia, sobre todo tras la Primera guerra mundial, de una versión determinista del historicismo marxista, que asumía la clase obrera o, más tarde, las mismas clases trabajadoras como entidad, categorías sociales históricamente determinadas en cuanto función y rol en el proceso productivo prescindiendo de los individuos concretos y de tantas culturas profesionales específicas que fueron trastocadas por las ideologías de la racionalización “científica”.  

Al mismo tiempo encuentra una explicación clarificadora el éxito que tuvo, en los Estados Unidos y después en Europa, las nuevas teorías psicológicas como el “behaviorismo”, banalizado como “ciencia del comportamiento humano” o “Gestalt Theorie” (84). ¿Y cómo no ver las conexiones entre tales teorías “del comportamiento” que guiaron la actividad de millares de sociólogos y psicólogos del trabajo en Occidente con la revalorización teórica en la vulgata marxista-leninista (no sólo entre los psicólogos soviéticos) del pavlovismo y  de las posibilidades inéditas que abría el hecho de predeterminar los comportamientos humanos, incluso en el trabajo, sobre la base de circuitos relacionales, gobernados sobre la base de unos parámetros que se basaban en la clasificación de los estímulos que podían inducir a “reacciones” previsibles y “programables”   en personas obligadas a una mayor especialización de su actividad a través de una creciente simplificación y heterodirección de ésta? (89). 

Por supuesto, estamos ante una diferente longitud de onda (aunque relativamente) de las provocadoras afirmaciones de Taylor sobre las posibilidades de utilizar un chimpancé amaestrado en una cadena de montaje. Pero no puede no sorprender la coincidencia histórica entre los inicios de las teorías tayloristas de la racionalización del trabajo, mediante la subdivisión y simplificación extremas –o sea, su despersonalización--  y el descubrimiento del fundador de la psicología “behaviorista”, John B. Watson, que en 1913, como recuerda Robert Reich, teorizaba brutalmente la existencia de causas meramente objetivas del comportamiento humano y preveía la posibilidad de formar (adiestrar) el comportamiento de los seres humanos mediante regímenes estructurales de estímulos y respuestas (86). Aunque Watson y otros teóricos del “behaviorismo” y, sobre todo, algunos de sus intérpretes críticos enriquecieron su postulado con el “descubrimiento” de vínculos relacionales más dialécticos entre el impulso y las reacciones, en la búsqueda de momentos de comunicación más complejos en los centros de trabajo mediante un proceso de “integración” del trabajador, confiado en su posibilidad de participar en formas ritualizadas (pero “creativas”) se superación de los conflictos (87).

Naturalmente, la reducción del trabajo de ejecución  a una prestación abstracta, fungible y predeterminada, a través de su progresiva simplificación, la separación sistemática entre “pensadores” y “ejecutantes”, según dejó dicho Robert Reich, habría exigido, en las personas de carne y hueso, la puesta en marcha de una “psico-sociología del trabajo”, capaz de volver a concretar (no sólo con una y “objetivamente definida” política retributiva) el “estatus social” del nuevo trabajador.

En primer lugar, mediante la definición de unas reglas neutras substraídas al arbitrio y a la improvisación para ofrecer, al menos, la aparición de una “justicia” impersonal. Como escribía Taylor: “El hombre que está a la cabeza de la empresa con el sistema del “scientific management” la gestiona con reglas y leyes que han sido definidas mediante centenares de experimentos, exactamente igual que el trabajador de ejecución. Las cuestiones que, bajo otros sistemas, están referidas a juicios arbitrarios y son fuente de desacuerdos, no tienen cabida en mi sistema, ya que en éste han participado el manager y el trabajador”. Por eso, Louis D. Brandeis veía en las ideas de Taylor un camino de reforma social y de racionalización de la sociedad, sosteniendo que “bajo el ´scientific management´ nada se ha dejado a la improvisación” (88). 

En segundo lugar, mediante la revalorización “social” del trabajo de ejecución y su función insustituible en las sociedades modernas. Escribía Taylor: “Es necesario testimoniar a los trabajadores de ejecución una justa consideración y mantener con ellos unas relaciones amistosas” (89). Esta “función insustituible” tiene necesidad de ser reconocida, de ser sujeto de una atención “solidaria” y, también, de unos reconocimientos específicos capaces de valorizar nuevos símbolos (la voluntad de colaboración, la antigüedad en el trabajo, la emulación en la consecución de resultados en la medida que se siente observado y “comprendido”) como sostenía Elton Mayo, el primer teórico de las relaciones humanas, tras su famosa encuesta en la Western Electric´s Hawthorne; incluso si estos reconocimientos son el resultado de una mayor responsabilidad o de una mayor autonomía de decisión en la prestación del trabajo. Unos intentos similares acompañaron la adaptación del sistema “científico” en la URSS y en los países del socialismo real. ¿Qué otra cosa fue el estajanovismo, el “sistema” de los “héroes del trabajo” o los “círculos de emulación socialista” que fueron magnificados en la República popular china, y quién podría reclamar la primogenitura  a los círculos de calidad que se introdujeron en Japón en los años setenta?                    

A partir de los años treinta se fue considerando –incluso en los movimientos socialistas y comunistas de los países de la Europa occidental-- una especie de nueva ética del trabajo que presentaba muchas similitudes con la vieja prédica de la doctrina social cristiana. Una ética del trabajo basada en viejos y nuevos cánones. Antiguos como el valor y la dignidad incluso del trabajo más humilde. Nuevos como el que afirmaba la compatibilidad de este nuevo tipo de trabajo de ejecución (expropiado al menos como principio de cualquier posibilidad de incidir sobre las condiciones y de favorecer de cualquier modo la autorrealización de la persona) con la conquista de autonomía en el trabajo, en el curso mismo de la prestación laboral o fuera de la relación de trabajo, con la “vida militante”, la participación política y sindical. Para transformar, como sostenía un marxista-leninista ortodoxo como Lucien Sève, “las relaciones sociales [en “esta necesaria fase de transición y admitiendo esta necesaria división del trabajo, de los saberes y de los poderes] en una vida militante donde se percibe ya en positivo la grandiosa figura del trabajo desalienado de mañana” (90).   


Notas


* Me permito (JLLB) introducir esta nota sobre los levellers:  Niveladores
70) Karl Marx. Los Cartistas ingleses. New York Daily Tribune, 25 de agosto de 1852.
(71) Louis-Ferdinand Céline. I sotto uomini. Edizioni Shakespeare and Company. Romma, 1993. 
(72) Peter Drucker. Management: Taks, Responsabilities, Practices. Harper Collins, New York, 1985 
(73) Taylor ilustraba en estos términos su  concepción “humanista” del trabajo, diciendo que el trabajador “prototipo” de su modelo de organización era una persona a la que se le reclamaba ser “tan estúpido flemático que se asemeja más a un buey que a cualquier otro individuo”. The Principes of Scientific Management, Northon, New York 1967.    

(74) Giuseppe Leuzzi. Céline l´americanoIntroducción a Céline, i sotto uomini. Ya citado. 
(75) Maurice de Montmoulin, Actualité du taylorismo. Editions La Découvert, París, 1984.
(76) Robert Reich. The Nexe American Frontier. Peguin Books, New York 1984.    
(77) Robert Boyer, L´introduction du taylorisme en France à la lumière de recherches récents, CNRS – CEPREPAM, París, 1983.
Para los comunistas franceses (véase el congreso de la Cgtv de 1927), para la Internacional Sindical Roja y para el Comité ejecutivo ampliado de la III Internacional (Informe de Ercoli – Togliatti) diciembre de 1926, una de las consecuencias positivas de la “racionalización” es su contribución a “instaurar la unidad de la gran mayoría de la clase obrera y limitar la base de masas del reformismo”. En todo caso, se trataba de luchar contra las “consecuencias negativas de la racionalización” y no contra las nuevas tecnologías y sus implicaciones organizativas.
“Decir que se está contra el trabajo en cadena me hace pensar  que alguien fuera contrario a la lluvia [ … ] Estamos por los principios de la organización científica del trabajo, comprendido  el trabajo en cadena y las normas de producción”. (Intervención de Rabaté, militante comunista en el congreso de la Federación de Metalúrgicos de la Cgtv, diciembre 1927.
(78) V.I. Lenin. Las tareas del poder soviético, 1918
(79) Giuseppe Di Vittorio. Un nuevo piano nei confronti del processo di razionalizzazione. Stato operaio, 8 de agosto de 1932
(80) Simone Weil. Revolution prolétarienne  
(81) Mario Telò. Riforme di strutture e problemática istituzionale nel socialismo pianista. De Donato, 1979.
(82) Hanna Arendt, ya citada en otros capítulos.
* Alusión a Lenin, El Estado y la revolución: “Cada ama de casa tiene que estar preparada para dirigir el Estado”. [Nota de JLLB]
(83) Jean-Louis Maury. L´actualité du Taylor. Marabout, 1967
(84) Franco Bucci y Pierluigi Tavecchio. Gli anni du Taylor e Ford. Sobre la influencia de Taylor en arquitectos como Louis Khan y Le Corbusieur.
(85) Hanna Arendt, ya citada.
(86) Robert Reich. The Next American Frontier. Ya citada.
(87) Mary Parker Follet. L´esperienza creative. Ediesse, 1994
(88) Lavoro, solidarietà, conflitti, 1983
(89) Societé française de Psichologie. Entreprise moderne, 1978
(90) Lucien Sève. 

                   

No hay comentarios:

Publicar un comentario