Capítulo 16. Fordismo y taylorismo en los Cuadernos de la Cárcel
En las reflexiones, ya maduras, de los Cuadernos de la Cárcel hay cambios,
incluso radicales, en el “leninismo” de Gramsci y en su concepción del proceso
revolucionario. La experiencia de los consejos y su posible rol en un proceso
de transformación de la sociedad civil y su entramado político e institucional
están sometidos a una profunda revisión. Estas marcadas discontinuidades
estarán determinadas, en gran medida, por las agudas observaciones de Gramsci
sobre la capacidad del capitalismo moderno de metabolizar la “revolución
taylorista” y, con el fordismo, traducirla en la organización de una “economía
programática” y en el “mayor esfuerzo productivo realizado hasta ahora para
crear, con una inaudita rapidez y con una consciencia de los fines nunca vista
en la historia un tipo nuevo de trabajador y de hombre (46). Así explica Gramsci
el fordismo como proyecto político, y no ya como una de las tantas posibles de
racionalización de la empresa y de la organización social.
De hecho, se ha subrayado que Gramsci --en sus
sucesivas reelaboraciones y modulaciones del concepto de “revolución pasiva”--
señala una verdadera ruptura con el “catastrofismo” y el “colapsismo”. O con
las tesis del capitalismo financiero absentista que estaban en la raíz de la
ideología consejista en 1919 – 1920 y que retornan, de manera prepotente, en
las posiciones de la III Internacional
(tras el breve paréntesis de la “estabilización capitalista”) con la crisis de
1929. Y cómo dicha ruptura implicó una relativa infravaloración hasta el umbral
de la Segunda
guerra mundial --e incluso un redimensionamiento y una relativización del
fascismo y del nazismo-- proyectándose,
sin embargo, en una previsión de largo periodo sobre las capacidades de
autorreforma del capitalismo, que representaba un auténtico giro en la
estrategia gramsciana de la revolución social. Donde la “guerra de posiciones”
y la “conquista de la hegemonía”, como condiciones indiscutibles para la
conquista del poder, conferían connotaciones inéditas en la cuestión misma de
la democracia (47).
Incluso la reflexión sobre los factores sociales que
condicionan la consolidación de las técnicas de racionalización del trabajo en
la industria mecanizada, en una dimensión que trasciende el restringido ámbito
de la gran fábrica, convertido en mito, señala una importante evolución de las
tesis de Gramsci, en aquellos tiempos ordinovistas, sobre el gobierno
consejista de la fábrica taylorizada. Nos referimos, de manera particular, a lo
que se encuentra en los Cuadernos,
sobre el carácter general y ambivalente de las estratificaciones sociales, en
Italia y en Europa, y de los obstáculos que pueden oponer a un avance lineal
del taylorismo y el fordismo. Y a las observaciones clarividentes de Gramsci
sobre el proceso, necesariamente doloroso, de “racionalización de la
composición demográfica europea”; y de su función de “recambio” en los trabajos
más mecanizados, fragmentados y descualificados, en los Estados Unidos, de los flujos
de mano de obra inmigrada, y –en Italia y en los países europeos—por la mano de
obra “indígena” de origen agrario. Con la consecuencia de una “continua mutación de la composición social-política de
la ciudad, situando la hegemonía bajo nuevas bases” (48).
Sin embargo, nos referimos sobre todo a la lúcida
toma de conciencia, al menos en términos teóricos, del conflicto distributivo que
se concreta entre, de un lado, el taylorismo –como forma extrema de
racionalización del trabajo-- y, de otro lado, la “humanidad” y
“espiritualidad” del trabajador que “sólo
puede realizarse en el mundo de la producción y del trabajo, en la creación
productiva” (49). Con la emergencia de nuevas contradicciones en el tejido
social y en la estratificación de la clase obrera: no sólo en la
descualificación de masas y cambios en las relaciones entre cualificados y
descualificados, sino en términos de
distribución de las rentas, con la
introducción de importantes alteraciones en el mercado laboral.
Los trabajos menos cualificados pueden ser, de
hecho, remunerados con altos salarios –al menos en la fase de transición hacia
una nueva racionalización de la organización del trabajo— porque son
descualificados, desagradables y agotadores cuando la empresa “racionalizada” quiera
asegurarse una mínima estabilidad de la mano de obra ocupada. Y con la
posibilidad de que se generen, en consecuencia –en contraste con la apologética
liberal del mercado—áreas de empleo y altas remuneraciones, ya sea de los
trabajadores altamente cualificados (o las “corporativizadas” que disponen, de
partida, de una fuerte capacidad de autodefensa), ya sea –en el extremo
opuesto-- en las de aquellos
trabajadores descualificados y parcelados de la fábrica taylorista, aunque
estén desfavorecidos en la relación entre oferta y demanda. De hecho, Gramsci
también percibe –con extremada clarividencia--
cómo estos procesos modifican la tendencia espontánea del mercado
laboral contrastando, en algunos casos y en ciertos periodos, con la presión
del ejército de reserva de los desocupados (50).
Su conciencia de tan dramática contradicción entre
parcelación del trabajo y “espiritualidad del trabajador” llevará a Gramsci a
privilegiar una organización del trabajo basada en formas de autogobierno y
“autocoerción” de los trabajadores, legitimados por el objetivo de la
construcción de una nueva sociedad, tal como sostenía en su época ordinovista.
Pero, esta vez, Gramsci desarrollará sus tesis anteriores en abierta polémica
con todos los intentos autoritarios de importar, a través de una coerción
“externa”, la parcelación y la disciplina del trabajo obrero. Se trata de
intentos puestos en marcha, con la economía de guerra, por algunos sectores del
capitalismo europeo o por las veleidades del corporativismo fascista. O,
incluso, por el voluntarismo jacobino que inspiró, desde sus inicios, la
aplicación del taylorismo en la
Rusia soviética siguiendo a Lenin. Gramsci –tal vez por
razones de prudencia-- concentrará,
incluso, sus propias críticas sobre los “excesos” del “bonapartismo” de Trostky
(empeñado en su caprichoso intento de construir un “ejército” del trabajo) y de
su “excesiva (y, por tanto, no
racionalizada) voluntad de dar la supremacía a la industria y a los métodos
industriales, de acelerar –con métodos coercitivos exteriores— la disciplina y
el orden, de adecuar las costumbres a las necesidades del trabajo (51).
Sin embargo, contrariamente a lo que sostenían
algunos comentaristas (incluso recientes) de los escritos del Gramsci de Americanismo y fordismo, nos parece que el
plano conceptual típico de la ideología productivista del periodo ordinovista
no sufre una alteración sustancial en las reflexiones de los Cuadernos. Sobre todo en lo referente al
asunto que nos interesa: la puesta en marcha de la fase taylorista de la
racionalización del trabajo en el proceso de liberación del trabajo por los
cepos de una organización de la producción basada en la acentuación de los
factores de coerción y opresión; y la determinación, en la fase de la industria
taylorizada, de un proyecto político fundado en la transformación de la
sociedad civil.
En otras palabras, los importantes enriquecimientos de la
investigación de Gramsci sobre el taylorismo y el fordismo no le llevan, en
nuestra opinión, a cambiar substancialmente, lo asumido ideológicamente que
estaba presente en la formación de la soreliana “psicología del productor” en el seno de la clase
obrera, ya formuladas en las tesis de los años del movimiento consejista.
Tampoco cambia sustancialmente la relación “invertida” entre fábrica y
sociedad, de la que hablábamos a propósito de de los escritos de Gramsci en el Ordine nuevo. También, en ciertos aspectos, algunos de los
límites más evidentes de la visión gramsciana del taylorismo, en la época
ordinovista, se manifestarán en unos términos frecuentemente exasperados cuando
Gramsci se mida en los Cuadernos con
la ideología fordista (52). De hecho, estos límites serán confirmados, no sólo
cuando se encuentra, en los Cuadernos,
la confirmación de de una asunción substancialmente apologética del taylorismo
(teorizado incluso como posible factor de liberación intelectual del
trabajador), sino sobre todo se valora como Gramsci, incluso en los Cuadernos
lo lleva hasta sus últimas consecuencias, no planteadas al principio.
La etapa ineluctable del desarrollo industrial (y, como tal, en la
sustancia “neutral” con respecto a las relaciones de producción dominantes y
compatibles con una organización “socialista” de la producción) se corresponde
con el “sistema Taylor”. Las contradicciones que el taylorismo acaba por
exasperar en la relación de explotación y las reacciones de “rechazo”, pasivas
o activas, de los trabajadores, se refieren no al sistema Taylor en sí mismo
sino a los efectos que produce cuando se aplica en el capitalismo. Y de modo
particular cuando se aplica en un contexto político y social de coerción
“externa”. Para Gramsci parece, incluso, que la aplicación integral del
taylorismo reclama, de cualquier manera, un cambio de régimen político: la llegada del socialismo. Y esto por tres
razones fundamentales.
En primer lugar, porque,
según Gramsci, está insita en el taylorismo y en el fordismo una tendencia a la
“racionalización” y a la planificación que, hasta cierto punto, encuentra en el
“mercado concreto” y en la sociedad civil un límite insuperable que traspasa el
sistema capitalista. Retorna la temática de la fábrica “racional” contra la
sociedad anárquica e ingobernable.
En segundo lugar, porque el
taylorismo parecía chocar con obstáculos todavía más consistentes en las
sociedades europeas, dada la mayor complejidad de las estratificaciones sociales
y la presencia más relevante de áreas sociales parasitarias y burocratizadas en
los años veinte y treinta respecto a los Estados Unidos. En definitiva, retorna
aquí la idea –ya expresada en los años ordinovistas-- que la organización industrial moderna
presupone el liberalismo económico integral o el socialismo.
En tercer lugar, porque el
taylorismo, según Gramsci, para que pueda ser, efectivamente, una práctica de
gestión exige, incluso en la gran fábrica, el consenso y la participación activa
del trabajador “taylorizado” y no sólo la coerción.
En este recorrido, Gramsci
parece llegar a una concepción singular (o, si se quiere, dividida) del
consenso, de la participación, y de la misma libertad en la que es difícil no
advertir la huella idealista y soreliana. Las transformaciones inducidas por el
taylorismo en la relación de trabajo, el contenido objetivamente opresivo y
mutilador del sistema taylorista quedan, en cualquier caso, eliminados. Y la
liberación del trabajador de la relación concreta de opresión es imaginada en
términos puramente políticos con la sustitución en las funciones sociales y no sólo de las figuras sociales. El poder político (estatal, en este caso) se
asume, en definitiva, como sustituto lógico (ni siquiera histórico-contingente)
de la reconquista de una autonomía y un poder, de una libertad real de la
persona que trabaja en un proceso largo (pero que comienza súbitamente), de
recomposición del trabajo y de la “humanidad” del trabajo. De esa manera, el
“consenso” del trabajador se realiza a
través de de su conciencia (fundada o ilusoria) de “estar en el vértice del
Estado”. La clase obrera desarrolla su conciencia “per se” y su vocación de
“autogobierno” exclusivamente a través del propio dominio –o ilusión del
dominio-- bajo las formas de
organización política de la sociedad. Y este dominio (o su imagen) compensa, de
cualquier manera, la deshumanización concreta y la subalternidad del trabajo
prestado en la fábrica moderna.
¿Se trata, pues, de una
larga fase transitoria hacia la posible liberación del trabajo? No lo parece.
En realidad, el carácter transitorio de esta fase, a partir de dicho
planteamiento conceptual, acaba siendo solamente un enunciado, un postulado
indemostrable. Sobre todo porque el inicio del cambio –aunque sea
embrionario-- de la superación de las
formas tayloristas no aparece por ningún lado. Pero, especialmente, porque la
identificación del objetivo de la liberación del trabajo con la conquista del
poder del Estado presupone la aceptación de la “autocoerción” del trabajador
como un bien en si mismo. La restricción
que el trabajador concreto debería imponerse mediante la transposición de sus
demandas de libertad hacia el Estado no aparece como un medio transitorio sino
como un hecho que, en cuanto tal, expresa una libertad ya alcanzada, y presenta
los caracteres de una absoluta autosuficiencia.
Gramsci es muy consciente,
aunque todavía de manera genérica, de
los costes históricos que paga la clase obrera en su “adaptación” a la
organización taylorista y del conflicto que ésta acentúa entre el
“industrialismo” y el “humanismo” a la hora de reemprender los conceptos en los
Cuadernos (53). Así como parte de la conciencia del origen “de
clase” de las “ideologías puritanas” del capitalismo americano”, que sólo
tienen como objetivo conservar fuera del trabajo
[cursiva de Trentin] un cierto equilibrio psicofísico que impida el colapso del
trabajador exprimido por el nuevo método de producción (54). Pero lo dramático de estos costes y el
“desperdicio” de los recursos humanos que se desprende parecen originarse, en
definitiva, en la torsión subjetivista que se ha operado en Gramsci al decir
que son esencialmente el fruto de una “política” y una ideología coercitiva en
la medida que permanecen extrañas a las subjetividad vivida por la clase obrera,
y no acaban siendo “interiorizadas”.
Sin embargo, dicha
interiorización sería posible solamente en el momento en que, mediante la
conciencia del ejercicio del poder (en el Estado, pero todavía no en el
trabajo), el trabajador podrá ser convencido del sacrificio del propio
“humanismo”. Un “humanismo” que, no
obstante, viene asumido –en algunas observaciones de Gramsci— en términos muy
angostos y “delimitados”. Como cuando se confunde con un instinto “animalesco y
primitivo”, destinado a ser “subyugado” por “unas normas cada vez más nuevas y
complejas y hábitos ordenados, exactos” (55). Este equilibrio [psicofísico]
podrá llegar a ser interior si se le
propone al trabajador, y no es impuesto
desde fuera, por una nueva forma de
sociedad con unos medios apropiados y originales (56). En ese sentido, en el
acto de la autodisciplina, de la coerción interiorizada y motivada por “una
consciencia de clase en el vértice del Estado”, el trabajador alcanza –según
Gramsci-- un estadio superior y, en
cierto sentido, autosuficiente de libertad que ya no tiene necesidad de ser
completado sucesivamente si no es en la fase, utópica, de la superación de toda
forma de división social del trabajo.
Gramsci advierte
probablemente, en el desarrollo sucesivo de las notas en Americanismo y fordismo, la fragilidad de esta teoría cuando
afronta la revolución de las costumbres que ha introducido el fordismo en razón
de la construcción de un “tipo de hombre nuevo” (58), mediante la “necesaria”
acción coercitiva y “progresiva” de una “clase superior” (59). Y por ello, como
“sujeto” determinante en el proceso de “autocoerción” y “autoconvencimiento” de
la clase obrera de la necesidad de asumir los vínculos que imponen los modelos
de la racionalización taylorista y fordista, introduce la categoría de “élite”.
Con la mirada de hoy, las
observaciones de Gramsci sobre la necesaria compresión coercitiva de los
diversos estadios de “animalidad” de las clases subalternas y de las variadas
formas de “libertinismo” o de “romanticismo
ilustrado” asumen –particularmente a propósito de la cuestión femenina y de la
libertad sexual— las connotaciones totalizantes de la política y de la
organización (forzosa) de la sociedad civil.
No se trata, de hecho, de anotaciones “datadas”, señaladas por una
concepción paternalista y estrecha de la emancipación de la mujer y de la
negación de toda forma de búsqueda individual de la propia identidad en el
plano de las costumbres. Se trata, sobre todo, de una concepción de la política
como proyecto totalizante y, potencialmente, totalitario, que llevaba inevitablemente
a invadir cualquier aspecto de la vida individual, a partir de los imperativos
“objetivos”, “dictados” de vez en cuando por las transformaciones (siempre
“unívocas” y “necesarias”) de la organización del trabajo y de los poderes. Con
ello se negaba el papel vital de dicho pluralismo de culturas e
individualidades creativas que estuvo presente en las tesis ordinovistas.
Estas reflexiones de Gramsci
sobre la necesaria subordinación de los “instintos” y las costumbres (incluso
de las formas “antiguas” de humanidad y “espiritualidad”) a los imperativos que
exigen “los nuevos métodos de organización del trabajo” son las que constituyen
el fundamento de la enfática valoración –pero, a su modo, lúcida-- del “fenómeno americano”, o sea: “el mayor esfuerzo
que se ha verificado hasta ahora para crear, con inaudita rapidez y con una
consciencia de los fines nunca vista en la historia, un tipo de trabajador y
hombre nuevos” (60). Es difícil no captar en esta resignada subordinación de la
sociedad civil --incluso en sus expresiones éticas y culturales, los requisitos
“devoradores” de un taylorismo trasmudado en ley de la historia-- una aceptación de la “técnica como
ideología”, como dirá Jürgen Habermas muchos años después (61). Es una
manifestación paradójica de la “revolución pasiva” operada por el fordismo,
incluso en el campo de la cultura de los movimientos reformadores y
revolucionarios.
Tampoco es difícil no
encontrar, al menos en esta lectura gramsciana del fordismo, la confirmación de
la afirmación de Herbert Marcusse en El
hombre unidimensional: “Hoy se perpetúa la dominación y se extiende
no sólo gracias a la tecnología sino en
cuanto tecnología, y esta última alimenta su gran legitimación hacia un
poder político que se extiende cada vez más y absorbe en ello todas las esferas
de la actividad” (62).
No es por casualidad que
Gramsci ha sido llevado –y construido, se podría decir— a poner en tela de juicio la categoría de las
“élites”. Que son las llamadas a
“mediar” en el ejercicio de la coerción y hacer posible una reinterpretación,
absolutamente idealista, de la “autocoerción”. Lo importante es que estas
“élites” emanen de la misma clase que
está expuesta a la coerción, o que simplemente entiendan que representan los
intereses no contingentes y corporativos. Son ellos los llamados a garantizar “la autodisciplina de la
clase”. Son ellos los que convencen al nuevo Alfieri
a atarse a la
silla, para usar la famosa cita de Gramsci (63). De esta manera, el partido está destinado,
naturalmente, a ejercer esta función de élite, de “canal de esta autocoerción”
esbozando el origen “democrático” de que “la autoridad es una función técnica
especializada y no algo arbitrario”. Como
puede verse, estamos muy lejos del autogobierno de los productores como proceso
autónomo de los partidos y sindicatos, teorizado en los tiempos ordinovistas. Y, no
obstante, teniendo en cuenta las importantes diferencias que Gramsci
explicitará en aquellos años –en los contrastes de las involuciones que se
manifestaron en la dirección del partido bolchevique (65)--, es difícil
substraerse a la impresión de que esta nueva versión de la autocoerción lleve
inevitablemente a una nueva concepción del poder político, que asume en sus
relaciones con la sociedad civil las connotaciones elitistas y voluntaristas
propias de los sistemas totalitarios.
Pero la introducción de la
categoría de la “élite” como factor de guía y mediación conjuntamente, en el
proceso de autocoerción de una clase trabajadora que asuma los vínculos
operativos del taylorismo, parece llevar a Gramsci también a una nueva
declinación de la noción de “revolución pasiva”.
En la hipótesis que Gramsci configura de una “élite”
--que, a través de su hegemonía cultural y política puede restablecer una
relación de consenso entre “gobernantes” y “gobernados” que, en cierta medida,
legitima la coerción en los contrastes con el gobierno-- se describe en esencia
una forma de “revolución pasiva” que puede “imponerse” a una clase por parte de
la expresión de la élite de esa misma clase. Y, en otro sentido, las
connotaciones de una u otra élite dominante no constituyen ni siquiera la
condición discriminante para conseguir exitosamente esa revolución pasiva, no
sólo en la organización de la producción sino de las costumbres y en todas las
manifestaciones de la vida individual y social. La condición discriminante se
convierte así –como ya hemos visto-- en
la capacidad de producir “con una consciencia de los objetivos nunca vista en
la historia de un trabajador y un hombre nuevos”. Según Gramsci, ésta ha sido
la gran fuerza del fordismo en los Estados Unidos. Lo que es, sin embargo,
según nuestro autor, el elemento substancialmente ausente –incluso por la
aparición de obstáculos objetivos-- en
los intentos poco realistas de convertir el fordismo en un conjunto de monos por
parte de las viejas clases dirigentes europeas.
Es a partir de un juicio similar sobre la
substancial impotencia de las clases dominantes europeas (y, en particular, las
italianas) que imponen --incluso con la mediación forzosa del fascismo, la convulsión taylorista a las viejas “castas
parasitarias” y, ¿por qué no?, incluso al corporativismo sindical como lo supo
hacer la onda expansiva fordista en los Estados Unidos --como Gramsci
repropone, aunque en unos términos diferentes a los utilizados en los tiempos
ordinovistas, la temática del proceso de
substitución de las viejas clases dirigentes por parte de la élite de la
clase obrera (66). De hecho, en este caso, no tiene en cuenta una visión
catastrofista o “colapsista” del desarrollo en el sistema capitalista, ni
vuelve con el énfasis del pasado a la invocación de la tradición liberal contra
las rentas financieras que sofocan la intradependencia del “capitán de
industria”. Ni la “convulsión” provocada por el taylorismo y el fordismo es
visto como una organización jerárquica racional
del trabajo.
En este caso se tiene en cuenta, sobre todo, la
crisis de la capacidad hegemónica de las viejas clases dirigentes europeas y de
manera especial la de los grupos dirigentes fascistas y su capacidad de
construir un modelo de sociedad e incluso una “ética” del trabajo y de la vida
cotidiana que estén a la altura de la ambición del desafío fordista. Esta
crisis de hegemonía, en razón de la cual “la virtud se define genéricamente,
pero no se practica ni por convicción ni por coerción”, es la que puede
determinar una “perspectiva catastrófica” dejando espacio a una “oleada de
pánico social, de disolución, de desesperación y al “intento de reacciones
inconscientes de quien es impotente para reconstruir y se aprovecha de los
aspectos negativos de la convulsión” (67). No es por casualidad que Gramsci
remacha: “No es por los grupos sociales condenados por el nuevo orden [¿se
refiere al fordismo?] de donde cabe esperar la reconstrucción sino de quienes
están creando por imposición y con su propio sufrimiento, las bases materiales
del nuevo orden: ellos deben encontrar el sistema de vida ´original´ que no
puede ser de marca americana para alcanzar la libertad que hoy es una
necesidad” (69).
Parece que vuelve a aflorar en estas notas el
planteamiento conceptual de la teoría consejista que formulara Gramsci en los años veinte.
Ciertamente en unos términos más ricos y articulados. Pero con la misma extraordinaria ambivalencia
que entonces. De un lado, su fascinante anticipación de las potencialidades de
dirección y gobierno de la clase obrera que se manifiestan en el interior del
conflicto social; la cultura de gestión que puede expresar cuando el conflicto
invierte el terreno del poder; su capacidad de ejercer un papel hegemónico
sobre el plano político, cultural e incluso moral en el interior de la vieja
sociedad; la necesidad de que asuma --con sus propios objetivos, pero que se
identifican con las necesidades “nacional-populares”— los problemas del
desarrollo, de la reconstrucción y, también, de la reconversión productiva.
Pero, de otro lado, los errores que, de hecho, conlleva la naturaleza
“científica” del taylorismo, su univocidad progresista de la revolución
fordista, tales como: la naturaleza específica de la alienación del trabajo
obrero en la fábrica taylorista y sobre la naturaleza del proceso “posible” de
formación de una consciencia y una identidad de clase en el trabajo. Que debe
partir, y no prescindir, de la naturaleza concreta de la relación de
explotación y opresión.
Cierto, como en sus escritos del periodo ordinovista
e incluso en los Cuadernos, Gramsci
parece a veces darse cuenta de la existencia de una aporía en la construcción
de un proceso liberador del trabajo, oprimido por la parcelación de las
prestaciones, y la expropiación de los saberes, que debería realizarse a través
de una consciencia de los vínculos que impone el necesario desarrollo de las
fuerzas productivas, absolutamente neutras con respecto al conflicto de clase;
y, a través, también, de una especie de ese “ascetismo” que representa la autocoerción del
trabajador, mediado por la intervención ilustrada y educadora de la élite. Y
así emerge en las páginas de los Cuadernos
el lúcido reconocimiento de un problema irresuelto: el inherente a la
relación que se debe construir entre la liberación del hombre en la sociedad, a
través del acceso de la clase trabajadora al poder, en el gobierno de la
empresa y del Estado (aunque sea por la élite) y la liberación concreta del
hombre en el trabajo y en la lucha para superar las restricciones más
“alienantes” de una particular división técnica del trabajo como la que se
deriva de la experimentación del taylorismo.
Gramsci no se substrae a un análisis lúcido e,
incluso, despiadado, aunque todavía en la superficie, de la selección
darwinista, introducida también en los estratos de los trabajadores
cualificados por los procesos de parcelación y nivelación profesional del
trabajo y los ritmos embrutecedores que han fomentado el proceso de difusión
del modelo taylorista. Y consigue a tener en cuenta el sacrificio --consciente
ahora— de enteras generaciones en el curso de la “convulsión” taylorista y
fordista. No ignora la metáfora taylorista del gorila amaestrado.
Pero, al mismo tiempo --no pudiendo identificar la
recuperación de una identidad del trabajador y la maduración de una consciencia
de la clase “per se” en la respuesta a un proceso de racionalización
“objetivamente necesario”, al igual que un acontecimiento natural (y
objetivamente progresivo, basado en la ciencia y en la expansión “in se”
liberadora de las fuerzas productivas)-- Gramsci buscará repetir la operación
conceptual que estaba en la raíz de su tesis de la autocoerción.
Y así lo hace cuando intenta identificar las razones
que pueden llevar a la persona concreta que trabaja a sufrir la coerción del
“trabajo a trozos” y aceptar este momento de opresión y destitución de los
saberes como la etapa necesaria de su futura liberación. Retorna así, en este
caso, el esquema voluntarista que entrevé la “liberación”, el tránsito de la “necesidad”
a la “libertad” en una especie de misticismo y de “negación-superación”
puramente subjetiva de la propia condición y la propia identidad
cotidiana.
En las páginas de los Cuadernos Gramsci persiste en la “mecanización del trabajador” como
obra del taylorismo, analizando en particular las transformaciones que está
destinado a padecer el trabajo de categorías “intelectuales”, tales como los
tipógrafos y los linotipistas donde, como es sabido, este intento de
transmutación posible del trabajo alienado lleva a sus más extremas e
imaginativas prefiguraciones. De hecho, para Gramsci “los industriales
americanos han comprendido […] que el “gorila amaestrado” es una mera frase,
que el obrero sigue siendo ´desgraciadamente´
un hombre, y que incluso durante
el trabajo piensa más o, por lo
menos, tiene más posibilidades de
pensar. Al menos cuando ha superado la fase de adaptación sin quedar
eliminado (70).
Evidentemente es Gramsci quien hace esas
afirmaciones. Recorriendo a la cita de unos imaginarios industriales
americanos; removiendo (o ignorando) que
Taylor, en su frío realismo, tenía in mente que, en el “paréntesis” del
trabajo, el hecho de pensar sólo
podía llevar al trabajador a unos
rendimientos fallidos. Pero se trata de una observación de importancia
secundaria que no puede dañar la organicidad de la construcción de Gramsci. Él
será más explícito cuando insiste en el esfuerzo de los tipógrafos “para aislar
del contenido intelectual del texto […] su simbolización gráfica y aplicarse
sólo a ésta”. Gramsci observa, de manera verdaderamente singular, que esto “es
el esfuerzo más grande que ha sido exigido por un oficio”. Fue cuando Taylor
explique que esto es el esfuerzo más grande a poner en marcha para eliminar el
idiotismo de oficio y el oficio mismo. Pero incluso de ahí parte Gramsci para
formular su tesis central: “Sin embargo, ese esfuerzo se realiza y no mata
espiritualmente al hombre. Una vez consumado el proceso de adaptación, ocurre
en realidad que el cerebro del obrero, en vez de momificarse, alcanza un estado
de completa libertad […] se dirige automáticamente, y al mismo tiempo, piensa
en todo lo que quiere” (71).
Nos volvemos encontrar, así, frente a una
“autocoerción” del trabajador que liberando
el pensamiento, a través de una violencia contra la persona y la identidad del
trabajador (aunque sea con la
mediación o la autoridad de otros) configura una especie de ascesis,
increíblemente próxima a la “mortificación de la carne” que aprisiona la fe. Y
es singular el hecho de que, abrumado de la fascinación de tal visión, Gramsci
quiera ser intérprete riguroso de lo que retiene que es el nudo del taylorismo,
llevándole, sin embargo, a unas conclusiones que Taylor –como buen pragmático—
nunca habría compartido: “Si sólo está mecanizado el gesto físico” –escribirá
todavía Gramsci, a propósito del tipógrafo afectado por la convulsión
taylorista -- “la memoria del oficio,
reducido a gestos simples, repetidos con un ritmo intenso se ha ´anidado´ en
los haces musculares y nerviosos que ha dejado el cerebro del trabajador libre
y desocupado para otras actividades (72).
Aquí Gramsci contradice a Taylor que siempre
insistió, sin embargo, en la necesidad de que el cerebro del trabajador
estuviera limpio de toda preocupación que no fuera la realización de la tarea
que le ha sido señalada, siendo todo pensamiento extraño –aunque estuviera
conectado con un “saber” profesional-- y un obstáculo
para la realización del trabajo “reglado” por otros.
Pero aquí no importa tanto examinar la concordancia de las
observaciones de Gramsci con la teoría y la práctica del modelo taylorista y
del sistema fordista. Sin embargo, puede ser materia de reflexión útil valorar
en qué medida sus tesis se desvían de cuanto ha sido verificado concretamente
en las condiciones físicas y mentales de los trabajadores en los primeros
experimentos del taylorismo; y, sobre todo, qué implicaciones han tenido dichos
experimentos sobre los contenidos sociales y políticos del conflicto entre las
clases, entre el trabajo asalariado y el capitalismo managerial. De hecho, es
difícil negar un fenómeno que alcanzó dimensiones de masas, dada la amplísima
literatura social, sociológica y psicológica, producida a lo largo de más de
sesenta años por escuelas de pertenencia teórica y política, incluso
radicalmente distintas. A excepción de la literatura oficial de la escuela
pavloviana que dominó en la psicología y psiquiatría en los periodos
más oscuros de la Unión Soviética.
La expropiación de los saberes profesionales y del “saber hacer” de los
trabajadores concretos y de los grupos de ellos sometidos a la práctica del
“trabajo por piezas” y a una jerarquía
capilar de vigilancia, cada vez más ayuna de ductilidad y profesionalidad,
determinaron en vastos estratos de trabajadores unos comportamientos que
oscilaron entre el absentismo, la rebelión, la respuesta reivindicativa, la
abulia o el escaqueo, más o menos clandestinos de las normas tayloristas. Y así
sigue siendo.
De
hecho, en tiempos de Gramsci, el trabajador, sometido a la “convulsión”
taylorista y a las leyes fordistas de la producción estandarizada, cuando no se
convertía en algo esquizofrénico (y es la tesis más próxima a las tesis
gramscianas) estaba constreñido a padecer –como una violencia que nunca
cesaba-- la expropiación de su saber y
de su mínima autonomía de decisión en la determinación y erogación de su propio
trabajo. Su “proceso de adaptación, como escribe Gramsci, y su “mayor
tormento”, al decir de Marx, nunca se acaban.
Ambos procesos están destinados a acentuarse incesantemente con el
incremento de las contradicciones entre sus capacidades intelectuales y
culturales en aumento, su experiencia profesional de autodidacta, sus
“astucias” de autodefensa para adaptar y corregir la organización “científica”
del trabajo y su “gesto físico mecanizado” (73). Sorprende que Gramsci --en su
agria polémica contra los nostálgicos de la “cualidad” de la producción (tan
enfatizada en los tiempos de crisis del fordismo), ya que para él la “cualidad
significa solamente la voluntad de emplear mucho trabajo en poca materia y
“alto precio”-- no se dé cuenta que una
parte de aquella “cualidad” es también la identidad
del trabajador de media y alta cualificación; y, más en general, la posibilidad
de un trabajador subordinado de dar un sentido
a su propio trabajo, conservando una mirada crítica a los preceptos del sistema
jerárquico de la fábrica taylorista.
Sin
embargo, lo que sobre todo es necesario señalar es, cómo --en esa reflexión de
Gramsci sobre el taylorismo y el fordismo-- se opera una verdadera y clara
ruptura con toda una parte de la investigación de Marx sobre la alienación
obrera y la formación de su consciencia de clase “per se” en lo más vivo de la
relación de explotación y opresión. Con serias implicaciones negativas en la
posibilidad de identificar las vías y
los objetivos a perseguir para reconstruir los nexos entre la sociedad civil
con sus conflictos y la acción política (revolucionaria o reformista) orientada
a cambiar las orientaciones y la organización del Estado.
La
liberación del trabajador de la relación de dominio (y no sólo la reducción o
abolición teórica o la “socialización” de su explotación a través de la
propiedad estatal de los medios de producción) no se describirá más, en las
notas de Gramsci, mediante la reconciliación del trabajador con un trabajo
recompuesto o a recomponer en la consciencia o en la creatividad concreta de
las personas. Será básicamente mediante una verdadera emancipación intelectual
por el trabajo: “el cerebro libre para otras preocupaciones”. Una de sus
connotaciones básicas de la relación del trabajo alienado –es decir, la
relación de “opresión”, que precede y organiza la relación de
explotación-- es liquidada como causa
fundamental del conflicto social y su transformación en conflicto político.
Para
Marx, el conflicto social cambia de
sentido (más allá de sus erróneas teorías sobre el empobrecimiento relativo y
absoluto de las clases trabajadoras) cuando el trabajo alienado consigue
responder a los mecanismos de opresión que determinan las formas específicas de
la división técnica del trabajo. Y cuando los trabajadores oprimidos,
constituyéndose en asociación, por ese mismo hecho, ponen en cuestión un
sistema de poder establecido y hacen asumir al conflicto que ha originado la
asociación una dimensión inmediatamente política.
Sin embargo, para Gramsci el tránsito del conflicto
social al conflicto político parece que encuentra su propia génesis en un
proceso esencialmente voluntarista y permanece enredado en un improbable
proceso psicológico que madura fuera del trabajo y contra el trabajo concretamente
vivido: “[…] el obrero […] sigue siendo desgraciadamente un hombre, y que
incluso durante el trabajo piensa más
o, por lo menos, tiene más posibilidades de pensar […] y no sólo piensa, sino que, además, el
hecho de no tener una satisfacción inmediata en el trabajo y comprender que le
quieren reducir a la condición de gorila amaestrado, le puede llevar precisamente a un hilo de
pensamiento poco conformista” (75). No la lucha contra el trabajo alienado y contra una relación de trabajo opresivo, a
través de la asociación, sino la lucha contra quien quiere reducir al trabajador a un gorila amaestrado, incluso
aceptando con la elección voluntarista de la coerción (como un hombre libre, no
como un gorila) las leyes alienantes de la producción parcelada para afrontar,
fuera de los confines de la fábrica, el conflicto de poder que divide
gobernantes y gobernados, actuando para la substitución de una clase dirigente.
Así caemos (a través de una vía mucho más rica y
compleja que la de un determinado leninismo) en la torsión voluntarista que
había señalado uno de los intentos de salir de la “crisis del marxismo” a
principios del siglo XX y que abrió una profunda fractura entre las diversas
culturas del movimiento obrero. Y que, sobre todo, provocó nuevas y profundas
contradicciones entre muchas de estas culturas, con la osificación en
ideologías (como la del partido de vanguardia o la del partido-Estado) y los
contenidos reales de los conflictos sociales que evolucionaban con las
impetuosas transformaciones de la sociedad civil, injertadas por la
difusión del sistema fordista en todo el
mundo industrializado.
Así pues, tiene razón Nicola Badaloni cuando subraya
que el historicismo absoluto de Gramsci --que planea sobre “una radical
politización de las fuerzas productivas” y configura la sustitución de las
“prédicas extrañas a la realidad de los viejos dirigentes intelectuales y
morales de la sociedad” con la “moral austera de los productores y su control--
acaba por asumir “en bloque” las fuerzas
productivas heredadas del sistema capitalista. Escribe Badaloni que Gramsci
“intenta demostrar que no hay solución de continuidad en lo atinente al
desarrollo de las fuerzas productivas”. El gobierno de los productores se
limita, de hecho, a disolver “los elementos de restricción externa de las fuerzas productivas” (76).
Pero, entonces, vuelve la pregunta de la que hemos
partido, cuando intentábamos comprender el problema, que seguía abierto, de la
crisis del marxismo de principios del siglo XX: ¿donde reside si no en un puro
acto de voluntad (en el rol prometéico del partido leninista o en la revolución
moral y en la autocoerción de Gramsci, aunque mediados por una educación
necesariamente “profética”) el factor determinante de la “escisión” gramsciana?
En suma, ¿cuál es el factor que, para Gramsci, puede injertar la separación
“preliminar” entre las fuerzas productivas, entre el saber acumulado del
trabajador y el capital fijo, entre el “trabajo vivo” y el “trabajo muerto”,
entre el “trabajo concreto” y el “trabajo abstracto” en el que se le quiere
aprisionar , entre las fuerzas del trabajo y las del capital? ¿Y dónde reside
el elemento motor de las trasformaciones de las “relaciones de trabajo” y de la
“metamorfosis del trabajo humano”?
Si, de hecho, tal “escisión” se ha verificado
realmente en una determinada fase histórica, ella no puede no dejar sus
estigmas en el trabajo humano y lo vivido por los hombres y mujeres que están
obligados a prestarlo en condiciones de subordinación y coerción. Ella no puede
ser revivida dramáticamente, incluso en sus formas subjetivamente diversas, en
el interior de las fuerzas productivas, fragmentando aquel “bloque”
indiferenciado que asocia, en una especie de continuum el trabajo humano, su saber hacer, las tecnologías, la investigación
aplicada, la organización del trabajo y el capital inmovilizado en máquinas e
instalaciones.
La génesis de la “escisión” reside, de hecho, --no
es posible olvidarlo-- en la separación,
que se repite hasta el infinito, entre
el trabajador y sus instrumentos de producción, de sus saberes acumulados, de
su bagaje profesional y de su saber hacer. Y ello se expresa, en formas siempre
nuevas, en la acumulación del trabajo y de saber, realizados por el trabajador
que “se rebela contra una fuerza extraña y enemiga”, como decía Karl Marx. En
consecuencia, al menos según Marx --del que Gramsci parte para construir su
teoría de la “sustitución de las figuras sociales” en el gobierno de las
fuerzas productivas-- el momento de la
“convulsión” y de la “metamorfosis” no puede no invertir las mismas fuerzas
productivas y proponer, como condición para su desarrollo, su “descomposición”,
su transformación y su recomposición en un nuevo orden.
Sin embargo, parece que dejando de lado la cuestión
fundamental del “factor determinante” y del “elemento motor”, que en la
concepción de Marx tenía una raíz objetiva (ya se trate de la relación de
explotación que conduce al empobrecimiento o de la relación de opresión que
siempre le sobrevive), incluso Gramsci –como el resto de de muchos teóricos de la Segunda y Tercera
Internacional— acaba por sobreponerse al concepto de contradicción / conflicto
(que está efectivamente presente y es continuamente revivido subjetivamente en
el interior de las fuerzas productivas y de las relaciones de producción), al
concepto de “sustitución de las figuras sociales”, tomando como “terreno
neutro” que debe asumirse el sin
soluciones de continuidad el bloque indistinto de las fuerzas productivas. O,
como dirá en otra ocasión: el “mercado determinado” (77). Y de tal modo a la
contradicción marxiana, objetiva y específica, que tiende a reproducirse en
formas siempre nuevas en la gran fábrica taylorista entre el trabajo y su saber
expropiado, entre el saber hacer y la norma impuesta jerárquicamente, entre el
hombre entero y el hombre dividido por la parcelación coercitiva, el acto de
voluntad puede sustituirse y superponerse, con un procedimiento improbable y
seguramente abstracto: la ruptura voluntarista
con las viejas “figuras sociales” y su substitución por nuevas figuras o por
sus élites. Con la inevitable
confirmación de la restricción del trabajo a cargo de una élite
ilustrada, capaz de prefigurar un nuevo tipo de sociedad y de Estado, a través
de de una pedagogía profética.
De esta manera, (ya tendremos ocasión de detectar un
procedimiento similar en el Gramsci ordinovista) el momento del conflicto de
clase, subjetiva y conscientemente vivido por los trabajadores, en cierta
medida, sería “pospuesto para más adelante”. Es decir, desenganchándolo de las
formas específicas que asumen tanto el proceso de acumulación como de
explotación; y, sobre todo, de la relación de opresión y subordinación en las
diversas situaciones y épocas históricas.
Pero, al hacerlo, se corre el riesgo de falsear
totalmente, incluso el terreno de observación del conflicto social, tan
importante en la teoría gramsciana de la fábrica como “microcosmos” de la
sociedad. O, por lo menos, se acaba por perder (o verlo a través de una lente
deformada) las contradicciones específicas que emergen, de vez en cuando, en lo
más vivo de la relación de opresión y explotación en el interior de las fuerzas
productivas y los contenidos que imprimen dichas contradicciones –directa o
indirectamente, de manera abierta o desviada--
al conflicto social y a sus objetivos contingentes. Así las cosas, se
acaba perdiendo el conocimiento del posible punto de ruptura –concreto, vivido
y no solamente querido--, a partir del
cual, de vez en cuando, puede tomar cuerpo aquella consciencia alternativa de
productores, cuya formación constituía la dificultad de Gramsci. Y con este
“punto de ruptura”, o con aquel elemento motor, se puede incluso, en
consecuencia, perder el conocimiento de la relevancia de los objetivos
específicos que dan corposidad al conflicto social; y que constituyen, en la
realidad concreta, el tránsito obligado
para construir una mediación entre el conflicto y el proyecto, reformador o
revolucionario.
Estamos hablando de los objetivos y del proyecto que
pueden darle la razón a la sustitución de las “figuras sociales” y que sólo
pueden justificar el “sacrificio momentáneo”, las necesarias “autocoerciones” y
el compromiso de intereses con otras fuerzas sociales, interesadas en un
proceso de liberación de las pesadas restricciones de derechos civiles
esenciales y la igualdad de
oportunidades de “realización de cada uno” (78).
De hecho, falta en este punto de referencia objetivo
y específico, el objetivo inmediato del cambio, incluso en un solo aspecto de
la compleja relación entre gobernantes y gobernados. Falta el esfuerzo
subjetivo y consciente para realizar ese objetivo; y si el proyecto político
que lo legitima –situándolo en un proyecto de transformación social de amplio
aliento—no lleva los “estigmas” de sus orígenes y de su maduración la
centralidad de la fábrica y del modo de producción que Gramsci no dejó de
privilegiar (como lugar donde se forma y
autoeduca la consciencia del cambio),
acaba convirtiéndose en una pura abstracción, y conjuntamente en una
contradicción en los términos. Porque presupone la existencia de un
protagonista consciente de su propio rol “revolucionario” cuando asume la
permanencia, durante un largo periodo, de una clase obrera mutilada y enajenada
sólo por la relación de trabajo que debería transformar. De una clase obrera
mutilada y oprimida que solamente, a través de un “ascetismo” y una negación de
si misma debería proyectar al exterior de su concreta relación de trabajo la
propia vocación de gobierno hacia la sociedad y el Estado, eliminando la
fábrica.
Más todavía, la necesaria y consciente asunción de
los sacrificios inherentes a todo proceso de cambio, la auto restricción de la
nueva “clase de productores”, en la difícil fase de transición que acompaña el
cambio, acaba perdiendo su motivo original, su objetivo y el metro de medida en
los hombres de carne y hueso. Acaba sufriendo una pérdida (como diríamos hoy)
de “sentido”, y acaba siendo un sermón, dirigido a una clase real, por parte de
una élite ilustrada y potencialmente autoritaria.
Ningún imperativo categórico que afirme el destino
de la clase obrera a convertirse en clase dirigente (“interiorizando” una
psicología de productores”) nunca podrá sustituir, en la conciencia de los
trabajadores concretos, el esfuerzo de buscar, en cada momento de su prestación
de trabajo, en todo momento de su trabajo vivido en condiciones de opresión y
subalternidad, la necesidad y la
legitimidad de actuar por el cambio de la situación existente.
En suma, ninguna pedagogía de la emancipación,
ninguna educación de la clase obrera, una vez adquirida la “consciencia de
productor”, puede soslayar (ni con relación a la clase obrera ni tampoco con
las otras fuerzas sociales subalternas) un proyecto político que saque su
primera legitimación, no tanto de la “ausencia” o de las incapacidades de las
viejas clases dirigentes, sino de las contradicciones específicas que nacen en
la organización de la producción y en el trabajo subordinado, alienado y
oprimido, y del extrañamiento de los derechos fundamentales que comportan tales
contradicciones.
Ciertamente, tenemos presente la observación
fundamental de Gramsci: “no es productivo realmente un instrumento que deja, como destino o
separación, la voluntad colectiva en su primera y elemental fase de su
formación (79). Pero esta última no puede no llevar en sí la marca de la
separación, de la ruptura consciente. Es decir, no sólo de su ser que ha nacido
de un acto de separación sino incluso de los contenidos específicos de las contradicciones
primarias y subjetivamente vividas que las han originado y motivado culturalmente.
De ahí la necesidad de superar siempre –aunque
sea gradualmente-- estas contradicciones
(como la del trabajador libre de vender “la jornada” de su fuerza de trabajo y
su profesionalidad, y su obligación de someterse al dominio indiscriminado de
la jerarquía empresarial, a través de la expropiación de toda su autonomía de
decisión y de sus saberes) y exigir, en vez de la “ausencia” de las viejas
clases dirigentes, una diversa dislocación del poder en la fábrica y en la
sociedad (antes incluso que en el Estado); y en ese objetivo –no por
predeterminación histórica-- la
reapropiación de una consciencia de productores por parte de la clase
oprimida.
Notas
(46) A. Gramsci. Americanismo y fordismo.
(47) Mario Telò. Americanismo y fordismo in Gramsci,
Einaudi 1995
(48) A. Gramsci. Americanismo y fordismo.
(49) Ibidem.
(50) Ibidem.
(51) Ibidem.
(52) Mario Telò. Obra
citada.
(53) A. Gramsci. Americanismo y fordismo.
(54) A. Gramsci. Ibidem.
(55) A. Gramsci. Ibidem.
(56) A. Gramsci. Ibidem.
(57) A. Gramsci. Ibidem.
(58) A. Gramsci. Ibidem.
(59) A. Gramsci. Ibidem.
(60) A. Gramsci. Ibidem.
(61) Jürgen Habermas. Ciencia y técnica como ideología. Tecnos, Madrid, 1984
(62) H. Marcusse. El hombre
unidimensional. Editorial Ariel.
(63) A. Gramsci. Americanismo y
fordismo.
(64) A. Gramsci. Passato e presente.
Centralismo organico e centralismo burocratico. Cuadernos de la Cárcel.
(65) A. Gramsci. Americanismo e fordismo.
(66) A. Gramsci. Americanismo
y fordismo.
(67) Ibidem
(68) Ibidem
(69) A. Gramsci. Passato
e presente. En los Cuadernos
(70) A. Gramsci. Americanismo
y fordismo.
(71) Ibidem
(72) Ibidem
(73) Simone Weil. La condición obrera. Nova Terra, 1962
(74) Antonio Gramsci. Cantidad y cualidad. Antología de Gramsci, a cargo de Manuel
Sacristán.
(75) Ibidem
(76) Badaloni. Obra citada.
(77) Nota del Traductor. Mercado determinado equivale a decir una “determinada relación de
fuerzas sociales en una determinada estructura del aparato de producción”.
(78) Se puede entender la importancia, e incluso los
límites, de la famosa observación de Gramsci sobre los “sacrificios de orden
económico-corporativo” necesarios para
ejercer la hegemonía de la clase obrera sobre otros grupos sociales teniendo en
cuenta “los intereses y las tendencias de los grupos sobre los que la hegemonía
se ejercerá”.
(79) Badaloni. Obra citada.
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