lunes, 23 de julio de 2012

3. ¿CAMBIAR EL TRABAJO Y LA VIDA O CONQUISTAR ANTES EL PODER?


Capítulo 3. ¿CAMBIAR EL TRABAJO Y LA VIDA O CONQUISTAR ANTES EL PODER?


Debemos constatar que, mientras en la periferia de la izquierda italiana muchos huérfanos del fordismo y de un sistema capitalista homogéneo y omniabarcante --al que combatíamos  y con el que convivíamos--   mantienen, indefensos, un debate académico y repetitivo sobre la “verdadera naturaleza” del “diseño del capital”; y que, mientras   luchaba por establecer la conciencia de la existencia de una pluralidad de capitalismos –y de su relevante capacidad de transformación—, debemos constatar, decíamos, que todavía sobreviva una cultura muy difusa que identifica el capitalismo (o capitalismos) con una determinada estructura de propiedad y una determinada distribución de las rentas. Sin que, por otra parte, se preocupe por indagar las razones que expliquen las enormes diferencias existentes (en las formas y en la medida) de la eliminación del “excedente”  erogado por los trabajadores con relación al nivel de sus retribuciones. (Hay, de hecho, una gran diferencia entre el excedente expropiado a tantos trabajadores del tercer mundo, a los trabajadores forzados de ciertas empresas chinas y al excedente  expropiado por la socialización de los saberes que conforma el “general intellect” referido por Marx en un laboratorio de investigación en Los Ángeles, Tokio o Seul. Y sobre todo sin que esta cultura demuestre percibir, por el contrario, el agravamiento general –incluso en la segunda mitad del siglo XX— de las características opresivas y alineantes del trabajo heterodirigido, a la par de la difusión y consolidación  del sistema taylorista (15).

También debemos constatar que, cuando comienza a agrietarse, y a veces desarticularse, lo que fue el tejido unificador de todas las sociedades industriales conocidas (de los diversos capitalismos y de los diferentes socialismos reales), o sea, la “racionalización taylorista”, en una amplia parte de las culturas socialistas (europeas y particularmente italiana), salvo pocas y meritorias excepciones, le resulta difícil advertir el alcance epocal  de dicha crisis y sus implicaciones para el futuro de una izquierda democrática en el mundo occidental.

Una primera explicación de esta desproporción (discrasia) entre cultura política y transformaciones sociales que puede encontrarse, sobre todo en el caso italiano, en la influencia de un historicismo a menudo esquemático y hasta dogmático. Por ejemplo, mientras que a principio de los sesenta  una parte de la literatura social y de las investigaciones sobre política industrial empieza a interrogarse, en algunos países europeos (como Gran Bretaña, Suecia, Alemania, Francia) y en los Estados Unidos sobre los crecientes límites del taylorismo como the one best way   de la organización del trabajo y sus funciones;  mientras toman cuerpo en Italia, más allá de las primeras reflexiones críticas, incluso algunos intentos de experimentar concretamente formas posibles de recomposición y enriquecimiento del trabajo (en la siderurgia y en la mecánica pesada, entre otras) … una extensa parte de la izquierda italiana –en las que predominaban diversas corrientes del marxismo— está generalmente distraída e incluso manifiesta desconfianza frente al hecho de interrogarse sobre los límites del taylorismo (16).   

De hecho, en aquellos años dominaba todavía, explícita o implícitamente, este dogma: la emancipación del trabajo estaba destinada a recorrer unas etapas obligadas, cuyo orden está grabado en la historia y, por ello, es inmutable. Este dogma sanciona que es absurdo (o en todo caso, erróneo) imaginar que es posible cambiar, aunque sea parcialmente, la naturaleza subordinada y fragmentada del trabajo antes de conquistar el Estado y la “socialización” de los medios de producción a través de la propiedad estatal y antes que se  haya operado una aceleración del desarrollo de las fuerzas productivos  y la creación de las bases materiales para iniciar un proceso redistributivo, que reduzca ante todo el desfase entre el producto del trabajo y su retribución. Sólo de modo sucesivo se puede conseguir una atenuación de los contenidos opresivos del trabajo subordinado.


Las luchas sociales de la primera y segunda posguerra contra la difusión de las formas burocráticas y exasperadas del sistema fordista en las industrias italianas, con el famoso “sistema Bedaux”, fueron en todo caso luchas principalmente defensivas: intentaban limitar y contener las consecuencias de lo que significativamente en los años cincuenta  se llamaba la “sobreexplotación”. Ciertamente, incluso mediante la respuesta a los tiempos muy severos y a los ritmos intensísimos reivindicando la reducción de los horarios de trabajo. Pero, sobre todo, para conseguir una mejor compensación salarial del trabajo prestado sobre la base del mecanismo de la parcelación y predeterminación de las funciones y tiempos,  de los que se denunciaba no sólo el uso sino el abuso.

Pero esta lucha de “resistencia” dará un alto cualitativo a finales de los años sesenta con la participación de millones de trabajadores con la conquista de algunos derechos formalmente reconocidos: la negociación colectiva de las condiciones de trabajo en la fábrica donde se prestaba y organizaba el trabajo subordinado. De la negociación de los sistemas de destajo y de los procedimientos de la determinación de los tiempos y  cadencias del trabajo se pasa a la conquista de la mayor reducción del horario semanal de la posguerra: las cuarenta y cuatro horas. Y se afirman objetivos inéditos en la historia del sindicato italiano: el control y la prevención de la salud y la seguridad en el trabajo; el estudio de masas para identificar los efectos del sistema taylorista en la salud física y psíquica y sobre la vida cotidiana del trabajador; la superación y la prohibición de las tecnologías nocivas y peligrosas; la negociación de las inversiones orientadas a la remoción de las causas de peligrosidad y malestar o a la conquista de nuevos “espacios” arquitectónicos de una organización del trabajo menos fragmentaria y opresiva.

Hablo de un cambio de cualidad porque  --incluso en el curso de las grandes movilizaciones del otoño de 1969 se caracterizó por el intento de eliminar los efectos del sistema taylorista forzando el camino hacia los primeros experimentos de recomposición del trabajo (las islas de producción, los grupos homogéneos y los equipos polivalentes) y hacia una limitación del poder discrecional de las jerarquías intermedias-- el mismo conflicto social empieza a expresar una nueva cultura de la negociación  y de la defensa de los intereses de los trabajadores subordinados. Era una cultura de la negociación y de los derechos de la persona que ya no estaba limitada a lo salarial; que ya no se centraba en la simple compensación, mediante las políticas salariales y distributivas de los “efectos sociales” (así se llamaban entonces) de una organización del trabajo que hasta entonces se confundía con el “progreso técnico”.   

La misma prioridad que se concretaba a principios de los sesenta con el objetivo de la reducción de los horarios de trabajo con respecto a las reivindicaciones de los incrementos salariales, en un país con bajos salarios como era la Italia de entonces; la importancia que asumió en aquel periodo la defensa de la salud física y psíquica contra toda forma de compensación salarial o de “monetariación” de su degradación, se tradujo en muchas fábricas en la práctica de una verdadera tutela, individual y colectiva, de la salud que se traducirá en un encuentro entre los trabajadores organizados y el mundo de la ciencia médica imprimiendo un nuevo curso en la investigación de la medicina del trabajo (el único ejemplo de “cultura alternativa que produjo el movimiento de 1968 en las escuelas y universidades). Todos estos acontecimientos serían inexplicables si no se hubiera reconducido a una auténtica transformación de las culturas reivindicativas y contractuales del movimiento sindical italiano.      

Esta transformación, a su vez, sería difícilmente comprensible e interpretable si no se tuviera en cuenta en todo su alcance el encuentro que tuvimos sobre estos temas las diversas “almas” y diferentes tradiciones del movimiento obrero y del sindicalismo. Un encuentro durante la fase culminante del taylorismo en Italia, con la entrada de nuevas generaciones más escolarizadas y las batallas libertarias del movimiento estudiantil que terminó imponiendo un nuevo camino a las burocracias sindicales y rompió las fortalezas ideológicas y culturales que legitimaban la “división tácitamente acordada” entre las grandes centrales confederales. De hecho, hablo del encuentro –de un debate de ideas y en la práctica del conflicto social--  entre una tradición de origen marxista y obrerista capaz de contestar tanto la fragilidad del interclasismo de tradición católica como el carácter mistificador de las diversos intentonas (desde el “capitalismo popular” a las “relaciones humanas”) para evitar, con el mito de la empresa-comunidad,   la cuestión ineliminable de los contenidos opresivos de la condición obrera, que todavía estaba anclada a la espera de un cambio de régimen, lo que se seguía considerando como el presupuesto insuperable de la transformación  del trabajo subordinado. Y por otro lado, estaba el “núcleo duro” de una cultura de tradición cristiana; en ella, la defensa de la  integridad física y moral de la persona humana asumía –incluso en la confrontación de la seudocientificidad de la máquina taylorista--  una potencialidad subversiva del orden establecido, que ignoraba los “imperativos de la historia”.

Cierto, la herencia del personalismo cristiano (desde Jacques Maritain a  Emmanuel Mounier) y el descubrimiento de los escritos de Simone Weil sobre la condición obrera, que tanto influyeron en las orientaciones de de las nuevas generaciones de la CSIL y las  ACLI tenían que buscar alguna mediación no sólo con el pragmatismo de las ideologías americanas del sindicalismo que constituyeron la precipitada marca de origen de la CSIL sino sobre todo con la tradición de la doctrina social de la iglesia católica, todavía permeabilizada de interclasismo, la búsqueda de la equidad (el salario “justo”) y la práctica de la caridad. Todo ello asumido como medios esenciales para combatir la pobreza.   

Este intento de mediación dio a menudo frutos híbridos y engañosos. Que se  expresó al principio, mediante un fuerte voluntarismo cultural que --removiendo las causas estructurales de la alienación y la opresión del trabajo-- concentró dicho esfuerzo en la superación o eliminación de sus efectos o de sus manifestaciones más llamativas. Como, por ejemplo, el destajo que se quiere eliminar sin intentar cuestionar la predeterminación del trabajo fragmentado. O, también, el sistema de cualificaciones que impone la “cualificación única”, ignorando no sólo el surgimiento de nuevas categorías  profesionales  sino la división técnica del trabajo relamente existente y de sus funciones. O, aun más, las diferencias salariales que se intentaban superar sin incidir, mediante la negociación colectiva, en el gobierno de las remuneraciones, que sancionaba una amplia, y cada vez más articulada, diferenciación del tratamiento de los salarios: no sólo los profesionales y de todo tipo y la diversa “fidelidad” a los imperativos de la empresa.

Este imperativo cultural constituyó, sin embargo, una potente y fecunda provocación que consiguió remover, al menos en las filas del sindicalismo italiano, el mecanismo historicista  en el que estaba embebido el sentido común de la izquierda de tradición socialista y marxista. Y ello logró hacer valer en el movimiento sindical italiano –incluso más allá de las intenciones conscientes de sus teóricos-- aquel trozo de verdad irreductible, expresada en la dura respuesta del “personalismo cristiano”, del carácter “objetivo” y “científico” de un sistema basado en la destrucción de la creatividad del trabajo que parcelaba los conocimientos y las tareas, en la negación de la persona como entidad total e indivisible, rechazando representar la defensa de la persona humana y de sus valores, de sus potencialidades creativas y su innata libertad de elección a una pretendida objetividad y neutralidad de un sistema opresivo de organización del trabajo; tal voluntarismo ponía en discusión el caracter mistificatorio de un historicismo ya osificado en sus etapas obligadas, en su insuperables “fases  de transición” y en sus mismas categorías conceptuales.  

Queda, en todo caso, el hecho de que aquel encuentro forzado y el contagio recíproco de las dos culturas y tradiciones, que los cambios concretos de la condición obrera y de la misma conciencia obrera sometían duramente a discusión, provocaron un verdadero y auténtico giro en la forma de concebir la acción reivindicativa en importantes sectores del movimiento sindical y una primera ruptura con todas las “sub ideologías” (católicas y marxistas) que, en nombre de la separación entre la economía y la política, o de la “neutralidad política” del sindicato, lo habían situado siempre (y con ello el conflicto social) en una posición subalterna. Así pues, será este giro quien legitime el protagonismo de los nuevos sujetos del conflicto social –el obrero especializado, el técnico y el investigador— a la cabeza del movimiento sindical y de sus luchas reivindicativas, donde estos sujetos substituyeron con frecuencia el papel histórico del obrero de oficio. 

La puesta en marcha, a finales de los sesenta, de los “consejos de delegados” en la industria y los servicios es inexplicable (de aquella forma y en aquel periodo) si se prescinde --como lo ha hecho una buena parte de la cultura de la izquierda--  de los objetivos reivindicativos concretos que justificaban y exigían la creación de este particular instrumento de representación y negociación. Y que para conseguirlos reclamaban un modelo de democracia sindical distinto. O sea, la consecución de modelos de decisión inéditos con la entrada de nuevos sujetos capaces de orientar el proceso de decisión y de la iniciativa reivindicativa hacia los lugares concretos donde se verificaban las condiciones de trabajo en el sistema taylorista; no sólo en la fábrica sino también en la sección, el ciclo productivo y el grupo de trabajadores que estaban directamente implicados en el segmento específico del grupo productivo. De hecho, para dirigir una acción generalizada por los salarios y mantener al sindicato en sus objetivos tradicionales no había necesidad de un consejo de fábrica o un delegado de línea. 

Así pues, se puede afirmar que, a finales de los años sesenta, fue tomando cuerpo --en lo más vivo del conflicto social, y en un área muy articulada de la investigación teórica y empírica-- una nueva idea de la izquierda: el esbozo de un proyecto de sociedad que tenía en cuenta los movimientos del trabajo y de sus transformaciones posibles. Era un proyecto de sociedad que estaba filtrado por los esquemas redistributivos y de resarcimiento, propias de  las tradicionales ideologías de la “transición” que asumían como inmutables las relaciones de poder inherentes a un sistema de organización del trabajo, todavía considerado “objetivamente” inseparable de la idea del progreso. En suma, el testimonio de la emergencia de otra concepción de la izquierda y del socialismo posible y de su “diálogo” con  las temáticas de la liberación del trabajo, los derechos individuales, del valor y el papel de la persona. Este esbozo de un proyecto de sociedad (todavía confuso y lleno de contradicciones)  planteaba la posibilidad y la necesidad  de fundar una estrategia de la acción de la izquierda con la programación de una transformación de las relaciones de trabajo y de la organización de la sociedad civil bajo una nueva legislación de los derechos civiles y sociales a experimentar aquí y ahora; de construir –en la reforma del trabajo y de la vida cotidiana— nuevas bases de consenso en torno a una política económica de expansión de las oportunidades productivas y de las ocasiones de empleo; y de superación de la cuestión meridional (17).       


      Frente a estas transformaciones reales de la naturaleza del conflicto social y de sus prioridades reivindicativas la conquista de las cuarenta horas, por ejemplo, comportará un cambio substancial en la política de inversiones de las empresas; los consejos de delegados se constituirán en muchas empresas duplicando en número a aquellas en las que todavía existían las viejas “commissioni interne” [algo así como los viejos Jurados de empresa del sindicato vertical español, N. del T.]; y frente a las corrientes de reflexión crítica sobre los límites de las viejas ideologías de la transición, la “reacción” de las fuerzas políticas de la izquierda y de una buena parte de la cultura “social” de izquierdas fue, como se acostumbra a decir hoy a propósito de algunos conflictos militares, de “baja intensidad”.

Por lo general fue una reacción orientada a reconducir el conflicto social  –tan anómalo en sus objetivos y en sus formas de organización-- por caminos trillados, dentro de los roles del pasado. Lo que testimoniaba, incluso en aquellos años relativamente cercanos, la extrema dificultad, y también la enorme reticencia, de una buena parte de la izquierda italiana para medirse,  en términos de política redistributiva, con la cuestión cada vez más dramáticamente emergente: el cambio de aquel tipo de organización del trabajo, de los saberes y poderes que, partiendo de la gran industria, había permeabilizado todos los ganglios de la sociedad civil y, en ocasiones caricaturescamente, a la misma administración del Estado en todas sus articulaciones.       



En aquellos tiempos, como ya lo he recordado anteriormente, tomó cuerpo una cultura de la organización del trabajo que sometió a una dura crítica los pilares del taylorismo y de las sociologías “motivacionales”  que se inspiraban en dicho modelo. Y no faltaron interesantes tentativas de verificar el fundamento de tal revisión crítica del taylorismo: en concreto, los experimentos de recomposición del trabajo que fue esponsorizado por algunas grandes empresas industriales italianas, públicas y privadas. En aquellos años apareció un reducido círculo de investigadores, estudiosos y científicos sociales con un interés renovado por la literatura americana, francesa, inglesa y alemana que se orientaba a una radical reconsideración del taylorismo. Pero este nuevo “curso” influyó sólo de manera esporádica en la cultura oficial de los partidos de izquierda y no caló, substancialmente, en el corazón de la cultura –o, mejor dicho--  de las culturas marxistas italianas. En todo caso, todo ello fue rápidamente superado y removido.       

De los contenidos reivindicativos específicos y las aportaciones culturales y políticas de este proceso de luchas sociales  no quedaba casi nada, diez años más tarde,  en la memoria de los partidos de la izquierda italiana. E incluso las desordenadas transformaciones que sufrieron, tras 1989, no recuperaron aquellas experiencias y sus mensajes. Contrariamente, desde finales de los años sesenta, la socialdemocracia sueca elaboraba su propia estrategia, incluso legislativa, de la transformación de la organización del trabajo en las actividades productivas y en la participación (no sólo financiera) de los trabajadores y de los sindicatos  en el gobierno de la empresa y de sus inversiones; e, incluso, la socialdemocracia alemana, que ponía la “humanización del trabajo” en el centro de su Programa fundamental (18).

De hecho, este tipo de falsa memoria parece haber removido todas las embarazosas novedades del otoño caliente, reconduciendo las luchas de los años sesenta y de principios de los setenta en el cauce tranquilizador de un proceso redistributivo (alguna que otra vez para criticar sus excesos),  haciendo realmente de los salarios una auténtica irrupción del conflicto social en la política desde los centros de trabajo.

A pesar de todo, en aquellos años, alguien --preocupado por tener una posición más radical en la orientación de la izquierda--  resucitará algunas de las “categorías” más dogmáticas y rituales del leninismo hablando, incluso, del “deseo del comunismo” que se expresaba en las reivindicaciones salariales igualitarias y en las luchas por la eliminación de los viejos sistemas de trabajo a destajo, cuando ya muchas empresas tayloristas, de las más avanzadas, lo habían abandonado. O, con la intención de reproponer una prelación de la política como gestión “ilustrada” del Estado y una “autonomía de lo político” de marca lassalleana en las confrontaciones entre los  rozze  y los sane, alguien --ante estas confrontaciones y revueltas sindicales, siempre acéfalas-- albergó la ilusión de promover, mediante la lucha social, “un nuevo modelo de producir el automóvil” o la superación de la cadena de montaje y el descubrimiento utópico del conflicto para cambiar la organización del trabajo y los poderes en la empresa como una de las vías para imprimir nuevos contenidos a la lucha política en la sociedad civil. Mientras, los que se situaban en posiciones más moderadas u “ortodoxas” se limitaban, verdaderamente, a reasumir la vieja ética socialista del trabajo que, a la espera de su lejana transformación, ennoblecía toda actividad subalterna, incluso las más humildes; y, sin embargo, redescubrían el peligro de un nuevo “pansindicalismo” en las reivindicaciones y en las iniciativas de los sindicatos que no se limitaban a la tradicional práctica salarial y distributiva.   

En el movimiento sindical, la contraofensiva de las organizaciones empresariales –tras las crisis petrolíferas y el inicio de los nuevos procesos de reestructuración--  determinó un enroque defensivo en las trincheras tradicionales de las reivindicaciones salariales y la rápida eliminación de la cultura reivindicativa centrada en la transformación de las condiciones de trabajo y las relaciones de poder en las empresas. De un lado, volvió a prevalecer en las culturas dominantes de las grandes organizaciones sindicales el interclasismo  de origen católico en su versión neocorporativa de la centralización de la negociación y de la participación de los trabajadores en el capital de la empresa; y, de otro lado, una concepción del sindicato como agente salarial, reconducida a una función de tutela del núcleo más protegido de la clase trabajadora. Estos diez años de práctica y de memoria reivindicativa de la defensa de los valores y los derechos de la persona en la prestación concreta del trabajo sólo fueron un paréntesis, y pronto se olvidaron.

Igualmente fue sintomática, en aquellos años, la reacción de las diversas articulaciones de la izquierda política (salvo algunas relevantes excepciones, aunque siempre minoritarias) y de las mismas direcciones de las confederaciones sindicales (al menos en su mayoría) contra la decisión que se tomó en 1970 por los sindicatos metalúrgicos de concretar en los consejos de delegados la estructura sindical unitaria en los centros de trabajo.    

De un lado, se manifestó no por casualidad, la aversión visceral pero lúcida de un movimiento como Lotta Continua en el choque contra el “delegado bidón” que, con su papel en la negociación de las condiciones de trabajo oscurecía  no sólo la primacía de una lucha salarial “a la francesa” sino la misma razón de ser –espontaneísta y vanguardista a la vez— de aquel movimiento. Por otro lado, hubo quien, entre los más rigurosos y prestigiosos exponentes del ala moderada y conservadora del Partido comunista italiano combatió enérgicamente esta deriva de “democratitis”, con el fuerte apoyo de algunos importantes aparatos locales, la supervivencia de las viejas comisiones internas que ya estaban divididas e impotentes. Y también hubo quien, desde el lado opuesto, denunciaba con vehemencia la apropiación burocrática del sindicato de un “fruto espontáneo de la democracia de masas”; éstos buscaban, no demasiado paradójicamente, aliados válidos en los partidos de izquierda y en las confederaciones sindicales: sostenían la necesidad de una rígida diferenciación de los roles del sindicato y los consejos de delegados para evitar que el sindicato se contaminara de una experiencia heterodoxa de una democracia de base que, por otra parte, se esperaba que fuera efímera (19).  

En ninguno de estos caso, por un tipo de impedimento ideológico –ya fuera por una pereza intelectual o por un mero reflejo de “autodefensa”— se retuvo, como digna de atención y reflexión, la “matriz histórica” de lo que será, aunque por un breve periodo, el “sindicato de los consejos”: un cambio del eje reivindicativo y de proyecto de la acción de los trabajadores y del sindicato, ante todo en los centros de trabajo. Con la superación (seguramente aquí tuvieron su peso, también, los movimientos reivindicativos espontáneos) de una tradición meramente distributiva y de “resarcimiento” de los efectos más demoledores del uso unilateral y autoritario de una organización del trabajo, de por sí frecuentemente opresiva y alienante; y con la afirmación de objetivos que --no persiguiendo todavía una transformación radical de dicha organización del trabajo-- contestaban su uso unilateral y discrecional, oponiéndolas a la “rigidez” y certidumbre de la prestación del trabajo, no la invocación de un salario político o el salario como “variable independiente”, sino la persona y su integridad  psicofísica como valores centrales, y desde ahí repensar incluso las formas técnicas de la división del trabajo.

Por las mismas razones no podían, ni siquiera, estar incluidas y ser aceptadas las implicaciones que este nuevo curso de la acción reivindicativa habría comportado para la naturaleza del sindicato como sujeto político y, en un corto periodo, para sus formas de democracia y representación. No podían ser comprendidos ni aceptados los “consejos de delegados” como estructura del sindicato ya que no podían ser admitidos como instrumento legitimado en la respuesta (incluso generacional) de los viejos procesos de decisión y las tendencias centralizadoras de las confederaciones sindicales.

Por ello, en mi opinión --y a propósito del “marxismo de los años setenta” en Italia, que fue objeto de una serie de seminarios y de muchos intentos de reflexión crítica--  se puede hablar de la sensación de una auténtica separación entre, de un lado, la búsqueda teórica, las investigaciones filosófica, sociológica y económica y la doctrina política;  y, de otro lado, la expresión y el devenir del conflicto social.                    

Las reflexiones que venían, no por casualidad, de la cultura radical americana apenas si influyeron en la investigación teórica y política de las fuerzas más significativas de la izquierda italiana. La contribución de Braverman, y las tesis más radicales de Stephen A. Marglin (20), tal vez por su propensión a reconducir sumariamente la afirmación de una división del trabajo cada vez más parcelada y condenada de antemano a una voluntad de dominio de las clases empresariales –sin una real y fundada motivación de orden económico--  reforzaron las convicciones, incluso en las corrientes de la extrema izquierda italiana, que se había consolidado un “sistema de dominio” que ya no podía cuestionarse a través de la simple iniciativa de los asalariados en el interior del centro de trabajo, si no era mediante formas neoluditas de resistencia pasiva, desde la salvaguardia de los secretos profesionales al absentismo e, incluso, el pequeño sabotaje. Y que sólo la introducción, a través de la conquista del Estado, de nuevas reglas de democracia política y de nuevas relaciones de propiedad habría podido, al menos, acelerar un proceso de liberación en el trabajo  y no del trabajo.

Otros, en Europa, empezaron sin embargo a convencerse, incluso tras el despertar de las tesis radicales, del irremediable destino del trabajo industrial a estar sujeto a una organización “militarizada”  y alienante. Y buscaron, como André Gorz,  una salida en la reducción progresiva del tiempo de trabajo (destinado a convertirse en una especie de “tasa” a pagar para el desarrollo general de la sociedad) y en la autorrealización de la persona, fuera del trabajo organizado con otras actividades, comunitarias o individuales, emancipadas de las leyes del mercado (21).      

Por otra parte, es significativo reflexionar sobre el cambio que se operó en la izquierda italiana en los debates de los contenidos específicos que asumió la crisis de las sociedades de socialismo real y de los mensajes que provenían de los países del Este europeo. No sólo a través de las luchas y las revueltas de masas en Polonia y en la Alemania oriental, en Hungría y Checoeslovaquia, y otra vez después  en Polonia; no sólo mediante el retorno de los consejos de delegados (como institución democrática anclada en los centros de trabajo y dictada por la necesidad de recuperar algunas formas de gobierno de la prestación de trabajo) y las primeras experiencias de autogestión de la Primavera de Praga. Sino también por los escritos tan luminosos de los intelectuales polacos, húngaros, checoeslovacos o alemanes, como Rudolf Bahro (22) que redescubrían en el taylorismo, erigido como dogma, la expresión más completa de los caracteres más opresivos del socialismo real.

Es, en verdad, sorprendente que tales mensajes no influyeran en las orientaciones dominantes de la izquierda italiana. Ésta, de hecho, seguía considerando todavía que era prioritario, sobre todo en los países de socialismo real, el problema del máximo desarrollo de las fuerzas productivas, aunque “deseablemente” acompañado de las necesarias “compensaciones” y “correctivos”, mediante una más justa distribución de los recursos y aflojando las formas totalitarias que se expresaba en cada país en la relación entre el partido único y las instituciones.

Así pues, no es casual que –en el marxismo italiano de los años setenta--  las numerosas revisiones críticas del leninismo no consiguieran una íntegra originalidad en lo relativo a las formas de transición al socialismo, que tenía en el pensamiento de  Gramsci su más completa expresión. En aquellos años sus escritos, recogidos en Americanismo y fordismo, indudablemente importantes bajo muchos aspectos, aunque no heterodoxos en su núcleo central (o sea, el análisis apologético del taylorismo, que se asume como una forma necesaria de desarrollo de las fuerzas productivas) fueron un punto firme de referencia del análisis marxista en Italia que en aquellos años fueron todo un redescubrimiento. [Sobre “Americanismo y fordismo”, véase Antonio Gramsci, Antología. Selección, traducción y notas de Manuel Sacristán. Siglo XXI Editores]              
      


En aquellos tiempos, como ya lo he recordado anteriormente, tomó cuerpo una cultura de la organización del trabajo que sometió a una dura crítica los pilares del taylorismo y de las sociologías “motivacionales”  que se inspiraban en dicho modelo. Y no faltaron interesantes tentativas de verificar el fundamento de tal revisión crítica del taylorismo: en concreto, los experimentos de recomposición del trabajo que fue esponsorizado por algunas grandes empresas industriales italianas, públicas y privadas. En aquellos años apareció un reducido círculo de investigadores, estudiosos y científicos sociales con un interés renovado por la literatura americana, francesa, inglesa y alemana que se orientaba a una radical reconsideración del taylorismo. Pero este nuevo “curso” influyó sólo de manera esporádica en la cultura oficial de los partidos de izquierda y no caló, substancialmente, en el corazón de la cultura –o, mejor dicho--  de las culturas marxistas italianas. En todo caso, todo ello fue rápidamente superado y removido.       

De los contenidos reivindicativos específicos y las aportaciones culturales y políticas de este proceso de luchas sociales  no quedaba casi nada, diez años más tarde,  en la memoria de los partidos de la izquierda italiana. E incluso las desordenadas transformaciones que sufrieron, tras 1989, no recuperaron aquellas experiencias y sus mensajes. Contrariamente, desde finales de los años sesenta, la socialdemocracia sueca elaboraba su propia estrategia, incluso legislativa, de la transformación de la organización del trabajo en las actividades productivas y en la participación (no sólo financiera) de los trabajadores y de los sindicatos  en el gobierno de la empresa y de sus inversiones; e, incluso, la socialdemocracia alemana, que ponía la “humanización del trabajo” en el centro de su Programa fundamental (18).

De hecho, este tipo de falsa memoria parece haber removido todas las embarazosas novedades del otoño caliente, reconduciendo las luchas de los años sesenta y de principios de los setenta en el cauce tranquilizador de un proceso redistributivo (alguna que otra vez para criticar sus excesos),  haciendo realmente de los salarios una auténtica irrupción del conflicto social en la política desde los centros de trabajo.

A pesar de todo, en aquellos años, alguien --preocupado por tener una posición más radical en la orientación de la izquierda--  resucitará algunas de las “categorías” más dogmáticas y rituales del leninismo hablando, incluso, del “deseo del comunismo” que se expresaba en las reivindicaciones salariales igualitarias y en las luchas por la eliminación de los viejos sistemas de trabajo a destajo, cuando ya muchas empresas tayloristas, de las más avanzadas, lo habían abandonado. O, con la intención de reproponer una prelación de la política como gestión “ilustrada” del Estado y una “autonomía de lo político” de marca lassalleana en las confrontaciones entre los  rozze  y los sane, alguien --ante estas confrontaciones y revueltas sindicales, siempre acéfalas-- albergó la ilusión de promover, mediante la lucha social, “un nuevo modelo de producir el automóvil” o la superación de la cadena de montaje y el descubrimiento utópico del conflicto para cambiar la organización del trabajo y los poderes en la empresa como una de las vías para imprimir nuevos contenidos a la lucha política en la sociedad civil. Mientras, los que se situaban en posiciones más moderadas u “ortodoxas” se limitaban, verdaderamente, a reasumir la vieja ética socialista del trabajo que, a la espera de su lejana transformación, ennoblecía toda actividad subalterna, incluso las más humildes; y, sin embargo, redescubrían el peligro de un nuevo “pansindicalismo” en las reivindicaciones y en las iniciativas de los sindicatos que no se limitaban a la tradicional práctica salarial y distributiva.   

En el movimiento sindical, la contraofensiva de las organizaciones empresariales –tras las crisis petrolíferas y el inicio de los nuevos procesos de reestructuración--  determinó un enroque defensivo en las trincheras tradicionales de las reivindicaciones salariales y la rápida eliminación de la cultura reivindicativa centrada en la transformación de las condiciones de trabajo y las relaciones de poder en las empresas. De un lado, volvió a prevalecer en las culturas dominantes de las grandes organizaciones sindicales el interclasismo  de origen católico en su versión neocorporativa de la centralización de la negociación y de la participación de los trabajadores en el capital de la empresa; y, de otro lado, una concepción del sindicato como agente salarial, reconducida a una función de tutela del núcleo más protegido de la clase trabajadora. Estos diez años de práctica y de memoria reivindicativa de la defensa de los valores y los derechos de la persona en la prestación concreta del trabajo sólo fueron un paréntesis, y pronto se olvidaron.

Igualmente fue sintomática, en aquellos años, la reacción de las diversas articulaciones de la izquierda política (salvo algunas relevantes excepciones, aunque siempre minoritarias) y de las mismas direcciones de las confederaciones sindicales (al menos en su mayoría) contra la decisión que se tomó en 1970 por los sindicatos metalúrgicos de concretar en los consejos de delegados la estructura sindical unitaria en los centros de trabajo.    

De un lado, se manifestó no por casualidad, la aversión visceral pero lúcida de un movimiento como Lotta Continua en el choque contra el “delegado bidón” que, con su papel en la negociación de las condiciones de trabajo oscurecía  no sólo la primacía de una lucha salarial “a la francesa” sino la misma razón de ser –espontaneísta y vanguardista a la vez— de aquel movimiento. Por otro lado, hubo quien, entre los más rigurosos y prestigiosos exponentes del ala moderada y conservadora del Partido comunista italiano combatió enérgicamente esta deriva de “democratitis”, con el fuerte apoyo de algunos importantes aparatos locales, la supervivencia de las viejas comisiones internas que ya estaban divididas e impotentes. Y también hubo quien, desde el lado opuesto, denunciaba con vehemencia la apropiación burocrática del sindicato de un “fruto espontáneo de la democracia de masas”; éstos buscaban, no demasiado paradójicamente, aliados válidos en los partidos de izquierda y en las confederaciones sindicales: sostenían la necesidad de una rígida diferenciación de los roles del sindicato y los consejos de delegados para evitar que el sindicato se contaminara de una experiencia heterodoxa de una democracia de base que, por otra parte, se esperaba que fuera efímera (19).  

En ninguno de estos caso, por un tipo de impedimento ideológico –ya fuera por una pereza intelectual o por un mero reflejo de “autodefensa”— se retuvo, como digna de atención y reflexión, la “matriz histórica” de lo que será, aunque por un breve periodo, el “sindicato de los consejos”: un cambio del eje reivindicativo y de proyecto de la acción de los trabajadores y del sindicato, ante todo en los centros de trabajo. Con la superación (seguramente aquí tuvieron su peso, también, los movimientos reivindicativos espontáneos) de una tradición meramente distributiva y de “resarcimiento” de los efectos más demoledores del uso unilateral y autoritario de una organización del trabajo, de por sí frecuentemente opresiva y alienante; y con la afirmación de objetivos que --no persiguiendo todavía una transformación radical de dicha organización del trabajo-- contestaban su uso unilateral y discrecional, oponiéndolas a la “rigidez” y certidumbre de la prestación del trabajo, no la invocación de un salario político o el salario como “variable independiente”, sino la persona y su integridad  psicofísica como valores centrales, y desde ahí repensar incluso las formas técnicas de la división del trabajo.

Por las mismas razones no podían, ni siquiera, estar incluidas y ser aceptadas las implicaciones que este nuevo curso de la acción reivindicativa habría comportado para la naturaleza del sindicato como sujeto político y, en un corto periodo, para sus formas de democracia y representación. No podían ser comprendidos ni aceptados los “consejos de delegados” como estructura del sindicato ya que no podían ser admitidos como instrumento legitimado en la respuesta (incluso generacional) de los viejos procesos de decisión y las tendencias centralizadoras de las confederaciones sindicales.

Por ello, en mi opinión --y a propósito del “marxismo de los años setenta” en Italia, que fue objeto de una serie de seminarios y de muchos intentos de reflexión crítica--  se puede hablar de la sensación de una auténtica separación entre, de un lado, la búsqueda teórica, las investigaciones filosófica, sociológica y económica y la doctrina política;  y, de otro lado, la expresión y el devenir del conflicto social.                    

Las reflexiones que venían, no por casualidad, de la cultura radical americana apenas si influyeron en la investigación teórica y política de las fuerzas más significativas de la izquierda italiana. La contribución de Braverman, y las tesis más radicales de Stephen A. Marglin (20), tal vez por su propensión a reconducir sumariamente la afirmación de una división del trabajo cada vez más parcelada y condenada de antemano a una voluntad de dominio de las clases empresariales –sin una real y fundada motivación de orden económico--  reforzaron las convicciones, incluso en las corrientes de la extrema izquierda italiana, que se había consolidado un “sistema de dominio” que ya no podía cuestionarse a través de la simple iniciativa de los asalariados en el interior del centro de trabajo, si no era mediante formas neoluditas de resistencia pasiva, desde la salvaguardia de los secretos profesionales al absentismo e, incluso, el pequeño sabotaje. Y que sólo la introducción, a través de la conquista del Estado, de nuevas reglas de democracia política y de nuevas relaciones de propiedad habría podido, al menos, acelerar un proceso de liberación en el trabajo  y no del trabajo.

Otros, en Europa, empezaron sin embargo a convencerse, incluso tras el despertar de las tesis radicales, del irremediable destino del trabajo industrial a estar sujeto a una organización “militarizada”  y alienante. Y buscaron, como André Gorz,  una salida en la reducción progresiva del tiempo de trabajo (destinado a convertirse en una especie de “tasa” a pagar para el desarrollo general de la sociedad) y en la autorrealización de la persona, fuera del trabajo organizado con otras actividades, comunitarias o individuales, emancipadas de las leyes del mercado (21).       

Por otra parte, es significativo reflexionar sobre el cambio que se operó en la izquierda italiana en los debates de los contenidos específicos que asumió la crisis de las sociedades de socialismo real y de los mensajes que provenían de los países del Este europeo. No sólo a través de las luchas y las revueltas de masas en Polonia y en la Alemania oriental, en Hungría y Checoeslovaquia, y otra vez después  en Polonia; no sólo mediante el retorno de los consejos de delegados (como institución democrática anclada en los centros de trabajo y dictada por la necesidad de recuperar algunas formas de gobierno de la prestación de trabajo) y las primeras experiencias de autogestión de la Primavera de Praga. Sino también por los escritos tan luminosos de los intelectuales polacos, húngaros, checoeslovacos o alemanes, como Rudolf Bahro (22) que redescubrían en el taylorismo, erigido como dogma, la expresión más completa de los caracteres más opresivos del socialismo real.

Es, en verdad, sorprendente que tales mensajes no influyeran en las orientaciones dominantes de la izquierda italiana. Ésta, de hecho, seguía considerando todavía que era prioritario, sobre todo en los países de socialismo real, el problema del máximo desarrollo de las fuerzas productivas, aunque “deseablemente” acompañado de las necesarias “compensaciones” y “correctivos”, mediante una más justa distribución de los recursos y aflojando las formas totalitarias que se expresaba en cada país en la relación entre el partido único y las instituciones.

Así pues, no es casual que –en el marxismo italiano de los años setenta--  las numerosas revisiones críticas del leninismo no consiguieran una íntegra originalidad en lo relativo a las formas de transición al socialismo, que tenía en el pensamiento de  Gramsci su más completa expresión. En aquellos años sus escritos, recogidos en Americanismo y fordismo, indudablemente importantes bajo muchos aspectos, aunque no heterodoxos en su núcleo central (o sea, el análisis apologético del taylorismo, que se asume como una forma necesaria de desarrollo de las fuerzas productivas) fueron un punto firme de referencia del análisis marxista en Italia que en aquellos años fueron todo un redescubrimiento. [Sobre “Americanismo y fordismo”, véase Antonio Gramsci, Antología. Selección, traducción y notas de Manuel Sacristán. Siglo XXI Editores]              
      
    
 En aquellos tiempos, como ya lo he recordado anteriormente, tomó cuerpo una cultura de la organización del trabajo que sometió a una dura crítica los pilares del taylorismo y de las sociologías “motivacionales”  que se inspiraban en dicho modelo. Y no faltaron interesantes tentativas de verificar el fundamento de tal revisión crítica del taylorismo: en concreto, los experimentos de recomposición del trabajo que fue esponsorizado por algunas grandes empresas industriales italianas, públicas y privadas. En aquellos años apareció un reducido círculo de investigadores, estudiosos y científicos sociales con un interés renovado por la literatura americana, francesa, inglesa y alemana que se orientaba a una radical reconsideración del taylorismo. Pero este nuevo “curso” influyó sólo de manera esporádica en la cultura oficial de los partidos de izquierda y no caló, substancialmente, en el corazón de la cultura –o, mejor dicho--  de las culturas marxistas italianas. En todo caso, todo ello fue rápidamente superado y removido.       

De los contenidos reivindicativos específicos y las aportaciones culturales y políticas de este proceso de luchas sociales  no quedaba casi nada, diez años más tarde,  en la memoria de los partidos de la izquierda italiana. E incluso las desordenadas transformaciones que sufrieron, tras 1989, no recuperaron aquellas experiencias y sus mensajes. Contrariamente, desde finales de los años sesenta, la socialdemocracia sueca elaboraba su propia estrategia, incluso legislativa, de la transformación de la organización del trabajo en las actividades productivas y en la participación (no sólo financiera) de los trabajadores y de los sindicatos  en el gobierno de la empresa y de sus inversiones; e, incluso, la socialdemocracia alemana, que ponía la “humanización del trabajo” en el centro de su Programa fundamental (18).

De hecho, este tipo de falsa memoria parece haber removido todas las embarazosas novedades del otoño caliente, reconduciendo las luchas de los años sesenta y de principios de los setenta en el cauce tranquilizador de un proceso redistributivo (alguna que otra vez para criticar sus excesos),  haciendo realmente de los salarios una auténtica irrupción del conflicto social en la política desde los centros de trabajo.

A pesar de todo, en aquellos años, alguien --preocupado por tener una posición más radical en la orientación de la izquierda--  resucitará algunas de las “categorías” más dogmáticas y rituales del leninismo hablando, incluso, del “deseo del comunismo” que se expresaba en las reivindicaciones salariales igualitarias y en las luchas por la eliminación de los viejos sistemas de trabajo a destajo, cuando ya muchas empresas tayloristas, de las más avanzadas, lo habían abandonado. O, con la intención de reproponer una prelación de la política como gestión “ilustrada” del Estado y una “autonomía de lo político” de marca lassalleana en las confrontaciones entre los  rozze  y los sane, alguien --ante estas confrontaciones y revueltas sindicales, siempre acéfalas-- albergó la ilusión de promover, mediante la lucha social, “un nuevo modelo de producir el automóvil” o la superación de la cadena de montaje y el descubrimiento utópico del conflicto para cambiar la organización del trabajo y los poderes en la empresa como una de las vías para imprimir nuevos contenidos a la lucha política en la sociedad civil. Mientras, los que se situaban en posiciones más moderadas u “ortodoxas” se limitaban, verdaderamente, a reasumir la vieja ética socialista del trabajo que, a la espera de su lejana transformación, ennoblecía toda actividad subalterna, incluso las más humildes; y, sin embargo, redescubrían el peligro de un nuevo “pansindicalismo” en las reivindicaciones y en las iniciativas de los sindicatos que no se limitaban a la tradicional práctica salarial y distributiva.   

En el movimiento sindical, la contraofensiva de las organizaciones empresariales –tras las crisis petrolíferas y el inicio de los nuevos procesos de reestructuración--  determinó un enroque defensivo en las trincheras tradicionales de las reivindicaciones salariales y la rápida eliminación de la cultura reivindicativa centrada en la transformación de las condiciones de trabajo y las relaciones de poder en las empresas. De un lado, volvió a prevalecer en las culturas dominantes de las grandes organizaciones sindicales el interclasismo  de origen católico en su versión neocorporativa de la centralización de la negociación y de la participación de los trabajadores en el capital de la empresa; y, de otro lado, una concepción del sindicato como agente salarial, reconducida a una función de tutela del núcleo más protegido de la clase trabajadora. Estos diez años de práctica y de memoria reivindicativa de la defensa de los valores y los derechos de la persona en la prestación concreta del trabajo sólo fueron un paréntesis, y pronto se olvidaron.

Igualmente fue sintomática, en aquellos años, la reacción de las diversas articulaciones de la izquierda política (salvo algunas relevantes excepciones, aunque siempre minoritarias) y de las mismas direcciones de las confederaciones sindicales (al menos en su mayoría) contra la decisión que se tomó en 1970 por los sindicatos metalúrgicos de concretar en los consejos de delegados la estructura sindical unitaria en los centros de trabajo.    

De un lado, se manifestó no por casualidad, la aversión visceral pero lúcida de un movimiento como Lotta Continua en el choque contra el “delegado bidón” que, con su papel en la negociación de las condiciones de trabajo oscurecía  no sólo la primacía de una lucha salarial “a la francesa” sino la misma razón de ser –espontaneísta y vanguardista a la vez— de aquel movimiento. Por otro lado, hubo quien, entre los más rigurosos y prestigiosos exponentes del ala moderada y conservadora del Partido comunista italiano combatió enérgicamente esta deriva de “democratitis”, con el fuerte apoyo de algunos importantes aparatos locales, la supervivencia de las viejas comisiones internas que ya estaban divididas e impotentes. Y también hubo quien, desde el lado opuesto, denunciaba con vehemencia la apropiación burocrática del sindicato de un “fruto espontáneo de la democracia de masas”; éstos buscaban, no demasiado paradójicamente, aliados válidos en los partidos de izquierda y en las confederaciones sindicales: sostenían la necesidad de una rígida diferenciación de los roles del sindicato y los consejos de delegados para evitar que el sindicato se contaminara de una experiencia heterodoxa de una democracia de base que, por otra parte, se esperaba que fuera efímera (19).  

En ninguno de estos caso, por un tipo de impedimento ideológico –ya fuera por una pereza intelectual o por un mero reflejo de “autodefensa”— se retuvo, como digna de atención y reflexión, la “matriz histórica” de lo que será, aunque por un breve periodo, el “sindicato de los consejos”: un cambio del eje reivindicativo y de proyecto de la acción de los trabajadores y del sindicato, ante todo en los centros de trabajo. Con la superación (seguramente aquí tuvieron su peso, también, los movimientos reivindicativos espontáneos) de una tradición meramente distributiva y de “resarcimiento” de los efectos más demoledores del uso unilateral y autoritario de una organización del trabajo, de por sí frecuentemente opresiva y alienante; y con la afirmación de objetivos que --no persiguiendo todavía una transformación radical de dicha organización del trabajo-- contestaban su uso unilateral y discrecional, oponiéndolas a la “rigidez” y certidumbre de la prestación del trabajo, no la invocación de un salario político o el salario como “variable independiente”, sino la persona y su integridad  psicofísica como valores centrales, y desde ahí repensar incluso las formas técnicas de la división del trabajo.

Por las mismas razones no podían, ni siquiera, estar incluidas y ser aceptadas las implicaciones que este nuevo curso de la acción reivindicativa habría comportado para la naturaleza del sindicato como sujeto político y, en un corto periodo, para sus formas de democracia y representación. No podían ser comprendidos ni aceptados los “consejos de delegados” como estructura del sindicato ya que no podían ser admitidos como instrumento legitimado en la respuesta (incluso generacional) de los viejos procesos de decisión y las tendencias centralizadoras de las confederaciones sindicales.

Por ello, en mi opinión --y a propósito del “marxismo de los años setenta” en Italia, que fue objeto de una serie de seminarios y de muchos intentos de reflexión crítica--  se puede hablar de la sensación de una auténtica separación entre, de un lado, la búsqueda teórica, las investigaciones filosófica, sociológica y económica y la doctrina política;  y, de otro lado, la expresión y el devenir del conflicto social.                    

Las reflexiones que venían, no por casualidad, de la cultura radical americana apenas si influyeron en la investigación teórica y política de las fuerzas más significativas de la izquierda italiana. La contribución de Braverman, y las tesis más radicales de Stephen A. Marglin (20), tal vez por su propensión a reconducir sumariamente la afirmación de una división del trabajo cada vez más parcelada y condenada de antemano a una voluntad de dominio de las clases empresariales –sin una real y fundada motivación de orden económico--  reforzaron las convicciones, incluso en las corrientes de la extrema izquierda italiana, que se había consolidado un “sistema de dominio” que ya no podía cuestionarse a través de la simple iniciativa de los asalariados en el interior del centro de trabajo, si no era mediante formas neoluditas de resistencia pasiva, desde la salvaguardia de los secretos profesionales al absentismo e, incluso, el pequeño sabotaje. Y que sólo la introducción, a través de la conquista del Estado, de nuevas reglas de democracia política y de nuevas relaciones de propiedad habría podido, al menos, acelerar un proceso de liberación en el trabajo  y no del trabajo.

Otros, en Europa, empezaron sin embargo a convencerse, incluso tras el despertar de las tesis radicales, del irremediable destino del trabajo industrial a estar sujeto a una organización “militarizada”  y alienante. Y buscaron, como André Gorz,  una salida en la reducción progresiva del tiempo de trabajo (destinado a convertirse en una especie de “tasa” a pagar para el desarrollo general de la sociedad) y en la autorrealización de la persona, fuera del trabajo organizado con otras actividades, comunitarias o individuales, emancipadas de las leyes del mercado (21).      

Por otra parte, es significativo reflexionar sobre el cambio que se operó en la izquierda italiana en los debates de los contenidos específicos que asumió la crisis de las sociedades de socialismo real y de los mensajes que provenían de los países del Este europeo. No sólo a través de las luchas y las revueltas de masas en Polonia y en la Alemania oriental, en Hungría y Checoeslovaquia, y otra vez después  en Polonia; no sólo mediante el retorno de los consejos de delegados (como institución democrática anclada en los centros de trabajo y dictada por la necesidad de recuperar algunas formas de gobierno de la prestación de trabajo) y las primeras experiencias de autogestión de la Primavera de Praga. Sino también por los escritos tan luminosos de los intelectuales polacos, húngaros, checoeslovacos o alemanes, como Rudolf Bahro (22) que redescubrían en el taylorismo, erigido como dogma, la expresión más completa de los caracteres más opresivos del socialismo real.

Es, en verdad, sorprendente que tales mensajes no influyeran en las orientaciones dominantes de la izquierda italiana. Ésta, de hecho, seguía considerando todavía que era prioritario, sobre todo en los países de socialismo real, el problema del máximo desarrollo de las fuerzas productivas, aunque “deseablemente” acompañado de las necesarias “compensaciones” y “correctivos”, mediante una más justa distribución de los recursos y aflojando las formas totalitarias que se expresaba en cada país en la relación entre el partido único y las instituciones.

Así pues, no es casual que –en el marxismo italiano de los años setenta--  las numerosas revisiones críticas del leninismo no consiguieran una íntegra originalidad en lo relativo a las formas de transición al socialismo, que tenía en el pensamiento de  Gramsci su más completa expresión. En aquellos años sus escritos, recogidos en Americanismo y fordismo, indudablemente importantes bajo muchos aspectos, aunque no heterodoxos en su núcleo central (o sea, el análisis apologético del taylorismo, que se asume como una forma necesaria de desarrollo de las fuerzas productivas) fueron un punto firme de referencia del análisis marxista en Italia que en aquellos años fueron todo un redescubrimiento. [Sobre “Americanismo y fordismo”, véase Antonio Gramsci, Antología. Selección, traducción y notas de Manuel Sacristán. Siglo XXI Editores]              
      

NOTAS

    



(15)  Karl Marx. Grundisse, cuaderno VII

(16)  Todavía provoca sorpresa, por ejemplo, que todo el filón de investigación de la sociología francesa --siguiendo la estela de lejanas reflexiones de Émile Durkeim sobre las “formas anómalas” de la división del trabajo como el propuesto por los estudios de Georgeos Freedemann, por no hablar de los escritos de Simene Weil sobre la condición obrera en la fábrica taylorista-- no haya sido nunca metabolizado por las culturas prevalentes de la izquierda italiana.
Véase Simone Weil, La condition ouvriére (escritos entre 1934 y 1942) sobre nuevas formas de opresión del asalariado “en nombre de la función”: Taylor ne recherchait pas une méthode de rationaliser le travail, mais un moyen de contrôl vis a vis des ouvriers; et s´il a trouvé en même temps le moyen de simplifier le travail, ce sont des choses tout a fair différents” (pág 225). Véase Gerorges Freedmann, Où va le travail humaine, Gallimard, 1954; Problémes humanins du machinisme industriel, Gallimard 1955; Le travail en miettes, Gallimard 1956; La puissance et la sájese, Gallimard 1970.
Los más coherentes críticos de una desviación de las luchas sindicales, orientadas a la negociación y a la modificación de la organización del trabajo con respecto a los cánones leninistas de la “primacía de la política”, denunciaron en tiempos más recientes la errónea influencia que esta literatura. Por ejemplo, véase Aris Accornero en Operaismo e sindacato, en Operaismo e centralitá operaia, Actas del Seminario de la sección véneta del Instituto Gramsci, 27 de noviembre de 1977, Editori Riuniti, 1978. Accornero afirma que “ha perjudicado una interpretación de la explotación [no se habla aquí de, estén atentos, de “subordinación o de opresión”, como problema humano del maquinismo industrial más en Simone Weil que en Freedmann donde se entrevé la cara populista del obrerismo católico”.  

(17) Nota del traductor. El autor nos ofrece una amplísima bibliografía de autores y textos que desgraciadamente no han sido traducidos al castellano. Hacemos la excepción de la obra de  Franco Momigliano, publicada por Nova terra.  

(18) Programa fundamental del SPD. 


(19) Véase Bruno Trentin en Il sindacato dei consigli. Editori Riuniti, Toma 1980. 

(20)        Braverman y Marglin en What Do Bosses Do? The Origins and Functions of Hierarchy in Capitalist Production, Harvard University, 1974.

(21) André Gorz. Adieux au proletariat; Metamorphoses du travail. Quête de sens, Editions Galilée, París 1988. 

(22) Rdolf Bahro. L´alternative. Stock, París 1979.

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